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Durante la guerra también había aprendido muchas cosas relacionadas con el periodismo bélico gracias a su amigo Alan Russell e incluso, al morir éste en el hospital de Shkodër, Hester se había encargado de enviar su último despacho al periódico de Londres. Más tarde, como la muerte del periodista había pasado inadvertida dado el número elevadísimo de bajas, Hester, sin solventar la omisión, se había dedicado a escribir los artículos y había quedado muy satisfecha al ver que el periódico los publicaba. Pero ahora que había regresado a su país ya no podía continuar utilizando el nombre de su amigo, por lo que de vez en cuando escribía algún que otro artículo que firmaba simplemente con el nombre de «una voluntaria de la señorita Nightingale». Aunque esta actividad sólo le reportaba unos pocos chelines, el dinero no era el incentivo principal, sino que la movía el deseo de exteriorizar unas opiniones que defendía con gran pasión y de incitar a la gente a abogar por la reforma.

Así que llegó a la pensión, la patrona, que era una mujer en extremo ahorradora y trabajadora, con un marido enfermo y muchos hijos que mantener, anunció a Hester que tenía una visita y que la estaba esperando en la sala de estar.

– ¿Una visita? -exclamó Hester, sorprendida y demasiado cansada para que la noticia le resultara agradable, aunque se tratara de Imogen, la única persona que, según sus cálculos, podía visitarla-. ¿Quién es, señora Horne?

– Una tal señora Daviot -replicó la patrona con indiferencia, demasiado atareada para sentir interés por otra cosa que no fueran sus obligaciones-. Ha dicho que quería esperarla.

– Gracias -dijo Hester aliviada, tanto porque Callandra Daviot era una de sus amigas preferidas como porque le gustaba que hubiera omitido el título, demostración de modestia que muy pocos practicaban.

Callandra estaba sentada en la pequeña y deslustrada salita, junto al pequeño fuego que no conseguía hacer subir la helada temperatura de la estancia, pese a lo cual se había sacado el abrigo. Su rostro inteligente y lleno de personalidad se iluminó con una sonrisa así que vio entrar a Hester. Iba despeinada como tenía por costumbre y vestía teniendo más en cuenta la comodidad que la elegancia.

– ¡Hola, Hester, cariño! ¡Qué cara de cansada tiene! Vamos, siéntese. Me parece que necesita una taza de té tanto como yo. He pedido a esta señora, la pobre… ¿cómo se llama, por cierto?, si podía preparármelo.

– Señora Horne. -Hester se sentó, se desabrochó las botas y se las sacó por debajo de las faldas, con el consiguiente alivio inmediato, y procedió seguidamente a ajustarse las horquillas del pelo que más le molestaban.

Callandra sonrió. Era viuda de un cirujano del ejército y había rebasado la media vida. Su amistad con Hester databa de una época anterior al caso Grey, suceso que había hecho que sus caminos volvieran a cruzarse. Su nombre de soltera era Callandra Grey y era hija del difunto lord Shelburne y tía del lord Shelburne actual y de su hermano pequeño.

Hester sabía que no había ido a su casa simplemente a visitarla, sobre todo porque Callandra era muy consciente de que al final de la jornada Hester tenía que estar forzosamente cansada y no precisamente en la mejor disposición de ánimo para departir un rato con ella. Era demasiado tarde para visitas y demasiado temprano para cenar. Hester estaba muy interesada en saber qué motivos la habían traído a su casa.

– Pasado mañana Menard Grey tiene que comparecer a juicio -dijo Callandra con voz queda-. Debemos declarar en favor suyo… supongo que estará dispuesta a hacerlo.

– ¡Naturalmente! -No lo dudó ni un segundo.

– Entonces convendría que fuéramos a ver al abogado que he contratado para su defensa. Tiene que asesorarnos con respecto a las declaraciones y me he citado con él esta tarde en su despacho. Siento mucho que todo sea tan precipitado, pero este abogado está muy ocupado y no tenía más hora que ésta. Podemos ir a cenar antes o después de la visita, como a usted le plazca. Dentro de media hora vendrá el coche a recogerme, no me ha parecido oportuno hacerlo esperar delante de la casa. -Sonrió con intención: no eran necesarias más explicaciones.

– Perfecto. -Hester se arrellanó en la butaca y sus pensamientos se concentraron en la taza de té que esperaba les trajese la señora Horne. Le hacía muchísima falta antes de proceder a cambiarse de ropa, volver a abrocharse las botas y salir de nuevo a la calle para ir a visitar a un abogado en su despacho.

Pero Oliver Rathbone no era un abogado cualquiera, sino el más brillante de cuantos ejercían sus funciones en los tribunales y el hombre se lo tenía bien sabido. Era delgado y de talla media, iba atildado pero discretamente vestido, o eso parecía hasta que uno se fijaba en la calidad de la tela de sus trajes y en el buen corte de las ropas, que le sentaban como un guante, sin el más mínimo tirón ni arruga. Tenía los cabellos rubios y el rostro alargado, la nariz fina y sensible y una boca de forma delicada. Pero la impresión inmediata que producía era la de un hombre de pasiones contenidas y de inteligencia sutil y penetrante.

Su despacho era tranquilo y con luz abundante, procedente de la araña de cristal que colgaba del centro de un techo adornado con molduras de yeso. Durante el día aquella estancia debía de estar igualmente bien iluminada, ya que estaba provista de tres grandes ventanales de guillotina, revestidos con unas cortinas de terciopelo verde oscuro que se corrían con unos simples cordones. La mesa era de caoba y los sillones parecían muy confortables.

Las hizo pasar y les rogó que tomasen asiento. Hester, en el primer momento, no pareció muy impresionada, ya que tuvo la sensación de que el hombre se preocupaba más de que estuviesen a gusto en su despacho que del propósito que las había traído a él, si bien aquellos recelos se desvanecieron tan pronto como se centró en el juicio propiamente dicho. Tenía una voz bastante agradable, pero lo correcto de su dicción y la entonación precisa con que se expresaba la hacían tan particularmente interesante que su recuerdo perduró en la memoria de Hester mucho después de la conversación.

– Y ahora, señorita Latterly -dijo-, pasaremos a hablar del testimonio que usted debe presentar. Comprenderá que no se trata simplemente de recitar lo que sabe y retirarse a continuación.

La verdad era que Hester no se había detenido a pensarlo y, ahora que el abogado se lo decía, se dio cuenta de que, efectivamente, aquello era lo que creía que había que hacer. Ya se disponía a negarlo cuando por la expresión del hombre vio que había leído sus pensamientos, y tuvo que cambiar de actitud.

– En realidad estaba esperando sus instrucciones, señor Rathbone. No tenía nada decidido al respecto, en ningún sentido.

El abogado sonrió con un leve y delicado movimiento de los labios.

– Perfectamente -se inclinó hacia el borde del escritorio y la observó con gravedad-. Primero tendré que hacerle unas preguntas. Usted es mi testigo, ¿comprende? Le ruego que exponga de una manera escueta y desde su punto de vista los acontecimientos relacionados con su tragedia familiar. No quiero que hable de nada acerca de lo cual no haya tenido experiencia directa. En caso de que cayera en este error, el juez pediría al jurado que no tuviera en cuenta sus palabras y tenga presente que cada vez que el juez la interrumpa y no acepte lo que usted diga, menos crédito dará el jurado a lo que le quede por decir. Y además, fácilmente puede confundir una cosa con otra.

– Lo he comprendido -le confirmó Hester-. Tengo que decir únicamente aquello de lo cual yo tenga un conocimiento directo.

– Es fácil que tenga tropezones en este sentido, señorita Latterly. Es un asunto en el que sus sentimientos se encuentran involucrados de manera muy profunda -dijo observándola con mirada atenta y afable-. Tal vez no sea tan sencillo como usted cree.