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Se levantó después O'Hare, sonriente y afable, y citó a Mary, la camarera de las señoras a fin de que declarase que el salto de cama manchado de sangre pertenecía, efectivamente, a Octavia. Estaba muy pálida, sin el más leve rastro de color en sus mejillas de tinte marcadamente oliváceo, y hablaba con voz extrañamente apagada. Juró, pese a todo, que la prenda pertenecía a su señora. Se la había visto puesta en múltiples ocasiones, aparte de que había planchado aquel satén y alisado el encaje.

Rathbone no le hizo ninguna pregunta. No tenía nada que discutir con ella.

Seguidamente O'Hare llamó al mayordomo. Cuando Phillips ocupó el estrado de los testigos su rostro tenía un tinte francamente cadavérico. A través de sus escasos cabellos su cráneo reflejaba con su brillo la luz de la sala y, aunque sus cejas estaban más alborotadas que de costumbre, su expresión tenía la dignidad de la persona obligada a afrontar la desgracia, como un soldado que se enfrenta a una multitud levantisca sin contar con las armas necesarias para defenderse.

O'Hare se guardó muy bien de insultarlo con modales descorteses o dándose aires de superioridad. Después de reconocer oficialmente la posición de Phillips y sus distinguidas credenciales, le pidió que informase acerca de su rango superior al de todos los demás criados de la casa. Una vez puntualizados estos extremos ante el jurado y los asistentes, procedió a trazar un cuadro altamente desfavorable de Percival como hombre, sin desvirtuar en ningún momento sus cualidades como criado. Ni una sola vez obligó a Phillips a mostrarse malicioso o negligente en sus manifestaciones. Fue una actuación magistral. A Rathbone no le quedó otra cosa que preguntar a Phillips si tenía la más ligera idea de si aquel joven un tanto altanero y arrogante podía haber elevado sus ojos hasta la hija del dueño, a lo que Phillips replicó con una escandalizada negativa, si bien en aquel momento nadie habría esperado que admitiera aquella idea. No era el momento.

O'Hare llamó únicamente a otra persona del servicio: Rose.

Iba vestida muy correctamente. El negro le sentaba muy bien al color claro de su piel y a sus ojos azules casi luminosos. Estaba impresionada por la situación, pero no la arredraba: hablaba levantando la voz y con decisión, pese a que se la veía emocionada. Sin que O'Hare tuviera que incitarla demasiado, ya que se mostró en extremo solícito con ella, Rose manifestó que Percival al principio era muy obsequioso, le profesaba una evidente admiración y era muy correcto en el trato con ella. Más adelante le había hecho comprender gradualmente que quería formalizar el afecto que sentía por ella y, finalmente, le había manifestado que aspiraba a casarse con ella.

La chica expuso todo esto con actitud modesta y tono afable, pero de pronto se le endureció el gesto y, avanzando la barbilla, se mantuvo muy rígida en el estrado. Su voz se hizo más opaca, se impregnó de emoción y, sin mirar ni un solo momento al jurado ni a los asistentes, explicó a O'Hare que un buen día cesaron por completo las atenciones que le prodigaba Percival y que a partir de entonces éste le hablaba cada vez con más frecuencia de la señorita Octavia y de las distinciones que ésta le dispensaba, que lo llamaba por los motivos más triviales, como sí desease su compañía, y que últimamente se arreglaba más que antes y solía hacer observaciones sobre lo agradable del aspecto del propio Percival.

– ¿Se lo decía tal vez para ponerla a usted celosa, señorita Watkins? -preguntó O'Hare con el aire más inocente de este mundo.

La chica tuvo un acceso de recato, bajó los ojos y respondió con voz sumisa, desapareció de ella el veneno y volvió a acusar la ofensa sufrida.

– ¿Celosa, señor? ¿Cómo iba yo a estar celosa de una señora como la señorita Octavia? -respondió con recato-. Ella era mujer hermosa, educada e instruida, llevaba unos vestidos muy bonitos. ¿Cómo podía yo luchar contra todas estas cosas?

Vaciló un momento y después prosiguió.

– La señorita Octavia no se habría casado nunca con él, era locura pensarlo. Yo habría podido estar celosa de otra sirvienta como yo, de una chica capaz de dar a Percival verdadero amor, de compartir una casa con él y, con el tiempo, de formar una familia. -Miró sus manos fuertes pero pequeñas y de pronto volvió a levantar los ojos-. No, señor, ella lo aduló y a él se le subió a la cabeza. Yo me figuraba que estas cosas sólo les ocurrían a las camareras y a las sirvientas, que a veces caen en manos de amos que no saben lo que es la decencia. Jamás habría creído que un lacayo pudiera ser tan bobo. O que una señora… en fin. -Bajó los ojos.

– ¿Quiere usted decir que fue esto lo que ocurrió, señorita Watkins? -preguntó O'Hare.

La chica lo miró abriendo mucho los ojos.

– ¡Oh, no, señor! No he creído nunca que la señorita Octavia fuera capaz de una cosa así. Lo que yo creo es que Percival es un presumido y un bobo y que se figuró lo que no era. Y después, cuando se dio cuenta de lo tonto que había sido se sintió tan ofendido que no lo pudo soportar y perdió los estribos.

– ¿Es Percival un hombre de genio, señorita Watkins?

– ¡Oh, sí, señor! Yo diría que sí.

El último testigo al que se llamó en relación con Percival y sus flaquezas fue Fenella Sandeman. Ésta irrumpió en la sala envuelta en una aureola de tafetanes y encajes negros y con un gran sombrero echado muy para atrás, que enmarcaba la palidez extrema de su rostro, el azabache de sus cabellos negros y el rosado color de sus labios. Vista a distancia, que era como la veía la mayoría de los asistentes, producía un efecto impresionante, era una mujer hechicera sumida en el dramatismo de la desgracia, poseedora de una extraordinaria feminidad acuciada por la adversidad de las circunstancias.

Para Hester, esa escena, enmarcada en la lucha de un hombre por su vida, resultaba a la vez patética y grotesca.

O'Hare se levantó y se mostró exageradamente educado, como si Fenella fuera un ser frágil y necesitado de toda la ternura que él pudiera dispensarle.

– Señora Sandeman, tengo entendido que usted es viuda y que vive en casa de su hermano, sir Basil Moidore.

– Así es -admitió ella, amparándose un momento en una actitud de digno sufrimiento y optando finalmente por adoptar un aire de valiente alegría, luciendo una sonrisa deslumbrante y levantando exageradamente la puntiaguda barbilla.

– Usted vive en la casa… -Vaciló como si hiciera un esfuerzo para recordar y preguntó-: Unos doce años, ¿no es así?

– Así es -afirmó ella.

– Entonces -concluyó- no me cabe la menor duda de que usted conoce bien a todos los miembros de la familia, a los que debe de haber visto en todo tipo de disposiciones desánimo, tanto alegres como tristes, dado el considerable espacio de tiempo que hace que los conoce. Y basándose en sus propias observaciones, debe de haberse formado alguna opinión.

– En efecto, es inevitable. -Clavó en él la mirada y por sus labios vagó una leve sonrisa irónica. Se le había puesto la voz ronca.

Hester habría querido deslizarse en su asiento y hacerse invisible, pero se encontraba sentada junto a Beatrice, que no saldría a declarar. No tenía más remedio que soportar la situación. Miró de reojo a Beatrice, pero llevaba la cara cubierta con un velo tan espeso que le fue imposible distinguir su expresión.

– Las mujeres son muy sensibles con todos los seres humanos -prosiguió Fenella-. No tenemos otra salida: los seres humanos forman parte de nuestra vida…

– Exactamente -dijo O'Hare devolviéndole la sonrisa-. ¿Tenía usted criados en su casa antes de que su marido… falleciese?

– Por supuesto.

– O sea que usted está muy acostumbrada a juzgar su carácter y sabe apreciar sus méritos -concluyó O'Hare dirigiendo una mirada de soslayo a Rathbone-. ¿Qué observó en especial en Percival Garrod, señora Sandeman? ¿Qué valoración hace de él? -El hombre levantó su pálida mano como para impedir cualquier objeción que pudiera ocurrírsele a Rathbone-. Me refiero a su opinión basada en el tiempo que lo vio en Queen Anne Street.