¿Estaban autorizados los devaneos amorosos?
La mujer se encrespó ante la mención de aquella simple posibilidad. No, no estaban autorizados ni de lejos. Por otra parte, ella tampoco habría permitido que se emplease a ninguna chica propensa a tales actitudes. Si entre las chicas de servicio hubiera detectado a alguna cuyo comportamiento tuviese alguna fisura, habría sido motivo suficiente para que fuera despedida en el acto y sin referencias. No era preciso recordar qué podía ocurrirle a una persona en esas condiciones.
¿Y si una sirvienta quedaba embarazada?
Despido inmediato, por supuesto. ¿Qué otra cosa cabía esperar?
Nada más, naturalmente. ¿Se tomaba de verdad en serio la señora Willis sus deberes en este sentido?
¡Claro! Ella era una mujer cristiana.
¿Había acudido a ella en alguna ocasión una de las chicas para decirle, aunque fuera de manera indirecta, que alguno de los criados, ya fuera Percival u otro, se había propasado con ella?
No, nunca. La verdad es que Percival sólo pensaba en sí mismo, era muy creído, más presumido que un pavo real: había tenido ocasión de ver la ropa y las botas que llevaba y la verdad es que no sabía de dónde sacaba el dinero para comprarlo.
Rathbone volvió a insistir sobre el tema. ¿Alguien se había quejado de Percival?
No, muchas impertinencias, eso sí, pero la mayoría de camareras las valoraban en lo que eran realmente, es decir, en nada.
O'Hare optó por no agobiarla y se limitó a señalar que, como no dedicaba sus servicios a Octavia Haslett, su testimonio tenía poco valor.
Rathbone volvió a levantarse para decir que una gran parte de las pruebas presentadas contra la conducta de Percival se apoyaban en la valoración de su tratamiento de las sirvientas.
El juez observó que el jurado decidiría en consecuencia.
Rathbone llamó a Cyprian, a quien no hizo ninguna pregunta relacionada con su hermana ni con Percival. En lugar de esto observó que la habitación de Cyprian estaba al lado de la de Octavia y seguidamente le preguntó si en la noche en que fue asesinada había oído algún ruido extraño o algo anormal.
– No, nada. De otro modo habría ido a ver si le pasaba algo -dijo Cyprian, no sin cierta sorpresa.
– ¿Tiene usted un sueño muy profundo? -le preguntó Rathbone.
– No.
– ¿Tomó usted mucho vino durante la cena?
– No, muy poco -contestó Cyprian con el entrecejo fruncido-. No veo a qué viene su pregunta, señor. Sobre que a mi hermana la mataron en la habitación contigua a la mía no hay ninguna duda, pero no veo qué importancia puede tener que yo oyera o no ruidos. Percival es mucho más fuerte que ella… -Estaba muy pálido y tenía dificultades para dominar la voz-. Supongo que no le costó mucho trabajo reducirla.
– ¿Y ella no gritó? -Rathbone pareció sorprendido.
– Al parecer, no.
– Pero el señor O'Hare quiere convencernos de que fue ella quien se llevó el cuchillo de cocina a la cama y que lo hizo para poner coto a las inoportunas atenciones del lacayo -dijo Rathbone con sobrada lógica-. Sin embargo, parece que cuando él entró en su habitación, ella se levantó de la cama. No es que la encontraran en la cama, sino que se encontró su cuerpo sobre la cama. No estaba en la postura normal de la persona que duerme… con respecto a esto contamos con el testimonio del señor Monk. Se había levantado, se había puesto el salto de cama, había sacado el cuchillo de cocina del sitio donde lo tenía guardado y se había enzarzado en una lucha con intención de defenderse…
Hizo unos movimientos negativos con la cabeza, se desplazó ligeramente de sitio y se encogió de hombros.
– Seguramente ella le advirtió que se iba a defender. No creo que se abalanzase de buenas a primeras sobre el lacayo cuchillo en mano. Probablemente lucharon y él le quitó el cuchillo… -Rathbone levantó las manos-. En el curso de la pelea, finalmente, la apuñaló hasta matarla. ¡Y pese a tanta lucha, ninguno de los dos profirió un solo grito! ¡Este enfrentamiento ocurrió en el más absoluto de los silencios! ¿No le parece un poco extraño, señor Moidore?
El jurado se inquietó y Beatrice hizo una profunda aspiración.
– ¡Sí! -admitió Cyprian con una sorpresa que iba creciendo por momentos-. Sí, así es. Me parece extrañísimo. No entiendo por qué no gritó.
– Ni yo, señor Moidore -Rathbone coincidió con él-. No hay duda de que habría sido una defensa mucho más efectiva y menos peligrosa para ella, y también mucho más natural en una mujer que utilizar un cuchillo de cocina.
O'Hare se levantó.
– A pesar de todo, señor Moidore y señores del jurado, subsiste el hecho de que ella tenía en su poder un cuchillo de cocina y de que la apuñalaron con él. Es muy posible que no lleguemos a saber nunca qué clase de extraña conversación sostuvieron aquella noche, aunque sí que seguramente fue a media voz, pero de lo que no tenemos duda alguna es de que Octavia Haslett murió a consecuencia de las heridas de un cuchillo y de que el cuchillo en cuestión, manchado de sangre, lo mismo que el salto de cama desgarrado, fueron localizados en la habitación de Percival. ¿Es preciso que sepamos lo que dijeron palabra por palabra y tengamos conocimiento de todos sus gestos para llegar a una conclusión?
En la sala se levantó un murmullo de voces. El jurado hizo un ademán. Beatrice, sentada al lado de Hester, gimió.
Llamaron a Septimus, quien expuso a la concurrencia que el día de la muerte de Octavia, al llegar a casa, la había visto y ella le había comunicado que había descubierto una cosa espantosa, algo escalofriante y que tan sólo le faltaba una prueba final para corroborar que era verdad. Sin embargo, ante la insistencia de O'Hare, tuvo que admitir que nadie había oído la conversación que ellos dos habían sostenido y que él tampoco había referido el hecho. Por consiguiente, O'Hare tuvo que llegar a la triunfante conclusión de que no había motivo alguno para suponer que aquel descubrimiento tuviera que ver necesariamente con su muerte. A Septimus aquello no le gustó ni pizca y señaló que él no se lo había dicho a nadie, pero eso no significaba que Octavia no lo hubiera hecho. Pero ya era demasiado tarde. El jurado ya había tomado su decisión y nada de lo que Rathbone pudiera exponer en la recapitulación haría variar su postura. Se ausentaron durante poco tiempo y al volver estaban pálidos, con los ojos hundidos y mirando a todos lados menos a Percival. El veredicto que emitieron fue de culpabilidad. No había circunstancias atenuantes.
El juez se caló el negro birrete y pronunció la sentencia: Percival sería conducido al lugar de donde lo habían traído y, en el término de tres semanas, lo trasladarían al patio de ejecución, donde lo colgarían hasta que le sobreviniera la muerte. Que Dios se apiadase de su alma, ya que no tenía a quién recurrir en la Tierra.
Capítulo 10
– Lo siento mucho -dijo Rathbone con voz suave, pero mirando a Hester con intensa preocupación-. He hecho todo lo que he podido, pero los ánimos estaban muy exacerbados y no había nadie más a quien poder atribuirle responsabilidades con suficiente fundamento.
– ¿Y Kellard? -preguntó Hester, ni esperanzada ni convencida-. Si damos por hecho que Octavia se quería defender, eso no significa que se defendiera precisamente de Percival. De hecho, tendría más sentido que se hubiera defendido de Myles, en cuyo caso de poco le habría servido gritar. Lo único que él habría dicho entonces era que la había oído gritar y que había ido a ver qué le pasaba. Por lo tanto, habría contado con una excusa más plausible que Percival para estar en ese cuarto. Y además, ella habría podido sacudirse de encima a Percival con la simple amenaza de que aquello le iba a costar el puesto. Eso es algo que no podía hacer con Myles. Por otra parte, quizás Octavia tampoco habría querido que Araminta se enterase de cómo se comportaba su marido.