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– Lo dudo -dijo Rathbone con gravedad-. Es una excelente cuestión de lógica, pero tendría una agradable sorpresa si descubriera que la lógica preside en la actualidad los procedimientos policiales, sobre todo teniendo en cuenta que, como usted ha dicho, ya han detenido y acusado a ese desgraciado de Percival. ¿Está involucrado en el caso su amigo, el señor Monk?

– Lo estaba, pero dimitió antes de aceptar que detuvieran a Percival basándose en pruebas que él no tenía por tales.

– Una actitud muy noble -dijo Rathbone, si bien con aspereza-, aunque poco práctica.

– Creo que fue más bien fruto de la indignación -dijo Hester, sintiéndose instantáneamente traidora-, lo que no me puedo permitir criticar, ya que a mí me expulsaron del dispensario por haberme permitido tomar decisiones sin la autoridad precisa para hacerlo.

– ¿En serio? -Enarcó las cejas y apareció un gran interés en sus pupilas-. Cuénteme qué sucedió, por favor.

– No puedo permitirme retenerlo por más tiempo, señor Rathbone -dijo con una sonrisa a fin de suavizar sus palabras y porque lo que iba a decir era una impertinencia-. Si quiere que le suministre estos datos, tendremos que hacer un trueque con nuestros respectivos tiempos, media hora contra media hora. En ese caso lo haré con mucho gusto.

– Me encantará -aceptó Rathbone-. ¿Quiere que lo hablemos aquí o me permite que la invite a comer conmigo? ¡No sé en cuánto valora su tiempo! -dijo Rathbone con expresión burlona y un poco irónica-. A lo mejor no puedo permitirme pagar el precio. Podríamos hacer un trato: media hora de su tiempo a cambio de media hora más del mío. De ese modo podrá contarme el resto de la historia de Percival y de los Moidore, yo podré darle el consejo que me parezca más adecuado y usted me pondrá en antecedentes de la historia del dispensario.

Se trataba de una oferta singularmente atractiva, no sólo porque atañía a Percival sino porque Hester encontraba muy estimulante y agradable la compañía de Rathbone.

– Si puede ser dentro del tiempo que me concede lady Moidore, acepto encantada -se avino Hester, que de pronto sintió una inexplicable timidez.

Rathbone se puso en pie con elegante desenvoltura.

– ¡Excelente! Terminaremos la sesión en la hospedería de la esquina, donde sirven comida a todas horas. Será menos respetable que la casa de un amigo mutuo pero, puesto que no lo tenemos, deberemos conformarnos con lo que hay. En cualquier caso no perjudicará su reputación de forma irreparable.

– Me temo que esto, en mi caso, ya no tiene remedio, cuando menos en los aspectos que más me importan -replicó condescendiendo a burlarse de sí misma-. El doctor Pomeroy ya se ocupará de que no me den trabajo en ningún hospital de Londres. La verdad es que estaba francamente furioso conmigo.

– ¿Era apropiado el tratamiento que usted dispensó al paciente? -preguntó Rathbone, recogiendo su sombrero y abriendo la puerta para que Hester pasara.

– Eso parece.

– Entonces tiene usted razón: lo que hizo fue imperdonable. -Rathbone se adelantó para abrirle camino hacia la calle, donde la temperatura era glacial. Rathbone caminaba a su lado por el lado externo de la acera, guiándola a través de la calle, cruzándola al llegar a la esquina, eludiendo el tráfico y el barrendero que limpiaba la encrucijada, hasta que llegaron a la entrada de una simpática posada que databa de los mejores tiempos de las diligencias, de cuando eran el único medio para trasladarse de una ciudad a otra antes de la aparición del tren de vapor.

El interior estaba decorado con muy buen gusto y, de haber dispuesto de más tiempo, a Hester le habría encantado entretenerse un rato con los cuadros, los anuncios, las bandejas de cobre y de estaño y las cornetas de la casa de postas. También hubo de llamarle la atención la clientela, acomodados hombres de negocios de rostro sonrosado y vestidos con buenas ropas para protegerse contra los rigores del invierno, la mayoría rebosante de buen humor.

El dueño del local acogió con gran cordialidad a Rathbone así que cruzó la puerta, le ofreció inmediatamente una mesa situada en un rincón acogedor y le aconsejó en relación con los platos especiales del día.

Rathbone consultó a Hester con respecto a sus preferencias, pidió lo que querían y el dueño se encargó personalmente de que les sirvieran lo mejor. Rathbone se dejó agasajar como si fuera una ocasión especial, aunque era evidente que las circunstancias eran las habituales. Sus maneras eran agradables, aunque manteniendo la distancia adecuada entre los caballeros y los posaderos.

Durante la comida, que no fue propiamente comida ni cena pero sí de excelente calidad, le contó el resto del caso de Queen Anne Street hasta allí donde ella estaba enterada, incluyendo la violación comprobada de Martha Rivett y su posterior despido y, lo que más contaba, su opinión acerca de las emociones de Beatrice, sus miedos, que como era obvio seguían persistiendo pese a la detención de Percival, y las observaciones de Septimus con respecto a que Octavia había dicho que la tarde antes de su muerte, durante la cual se había ausentado de casa, se había enterado de algo especialmente impresionante y angustioso, si bien le faltaban todavía algunas pruebas para verificarlo.

También le habló de John Airdrie, del doctor Pomeroy y de la loxa quinina.

Ya había consumido una hora y media del tiempo de Rathbone y veinticinco minutos del propio, aunque se olvidó de contabilizarlo hasta que despertó por la noche en su habitación de Queen Anne Street.

– ¿Qué me aconseja usted? -preguntó seriamente Hester a Rathbone, inclinando ligeramente el cuerpo sobre la mesa-. ¿Qué se puede hacer para impedir que acusen a Percival sin contar con pruebas?

– Usted no ha dicho quién va a defenderlo -replicó Rathbone con igual gravedad.

– Lo ignoro. Él no tiene dinero.

– Naturalmente. Si lo tuviera ya se convertiría en sospechoso por este simple hecho. -Sonrió haciendo al mismo tiempo una mueca-. De vez en cuando me hago cargo de algún caso sin percibir honorarios, señorita Latterly. Simplemente como una buena obra. -Su sonrisa se ensanchó-. Después me recupero cargando una cantidad exorbitante al cliente que está en condiciones de poder pagármela. Le doy mi palabra de que haré las investigaciones oportunas, además de todo cuanto esté en mi mano.

– Le quedo muy agradecida -dijo Hester sonriendo a su vez-. ¿Quiere tener la amabilidad de decirme qué le debo por su consejo?

– Quedamos en media guinea, señorita Latterly.

Hester abrió la redecilla, sacó media guinea de oro -la última que le quedaba- y se la entregó. Rathbone le dio cortésmente las gracias y se la deslizó en el bolsillo.

Se levantó, apartó la silla para que se levantara ella y Hester salió de la hospedería con un intenso sentimiento de satisfacción que las circunstancias no justificaban en absoluto, mientras el hombre se lanzaba a la calle a parar un cabriolé para ella y darle las señas de Queen Anne Street.

El juicio de Percival Garrod se inició a mediados de enero de 1857 y como Beatrice Moidore todavía sufría de vez en cuando de ocasionales accesos de angustia y ansiedad, Hester siguió prestándole sus servicios y ocupándose de ella, lo que no le venía nada mal dado que todavía no había encontrado otro medio de ganarse la vida, pero sobre todo porque significaba poder continuar viviendo en la casa de Queen Anne Street y observar a la familia Moidore. Pese a que aún no se había enterado de nada que pudiera ser de utilidad, no perdía nunca las esperanzas.

Al juicio que se celebró en Old Bailey asistió la familia al completo. Basil habría deseado que las mujeres se quedaran en casa y presentaran su testimonio por escrito, pero Araminta se negó a obedecer esta orden y, aunque las ocasiones en que ella y su padre chocaban eran raras, si se producían era Araminta quien solía llevarse el agua a su molino. Beatrice no se enfrentó con su marido por esta cuestión, se limitó a vestirse de negro con absoluta sencillez y sin adornos de ninguna clase, se cubrió de espesos velos y dio las oportunas instrucciones a Robert para que la llevara en coche al juzgado. Con el deseo de mostrarse servicial, Hester se ofreció a acompañarla y quedó encantada al ver que aceptaba su ofrecimiento.