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– Me alegro -repuso Marvin-. Por mi parte opino igual. Ojalá todos los forenses fueran como tú.

– Bah, eso sería aburrido -dijo Laurie riendo mientras recogía las muestras. De nuevo, pasó al lado de la mesa de Jack sin detenerse y lo oyó reír con Vinnie de lo que seguramente había sido una nueva demostración de humor negro. Laurie se desinfectó e hizo lo mismo con las muestras antes de salir al pasillo.

Sin perder tiempo se quitó el traje protector y dejó cargando la batería. Se encaminó hacia el ascensor trasero sin cambiarse la ropa de trabajo. Llevaba las dos carpetas bajo el brazo y los recipientes apretados contra el pecho para que no se le cayeran. Mientras subía al tercer piso notó los latidos de su corazón en las sienes. Se sentía exaltada: las autopsias habían confirmado las declaraciones de Janice. En esos momentos estaba convencida de que sus casos habían aumentado hasta seis.

Salió en la tercera planta y se asomó cautelosamente al interior del laboratorio de Toxicología. Debido a su deseo de evitar a su temperamental director, Laurie se veía obligada a entrar de hurtadillas. Por suerte, De Vries estaba casi siempre en los laboratorios generales del piso de abajo. Sintiéndose como un gato al acecho, Laurie se escabulló en diagonal hasta llegar al diminuto despacho de Peter. Se alegró de que nadie hubiera gritado su nombre, y aún se alegró más de que Peter estuviera sentado a su mesa porque significaba que no tendría que ir a buscarlo.

– ¡Oh, no! -gimió este en broma cuando levantó la mirada y vio las muestras que Laurie llevaba en brazos.

– Sé que no estás contento de verme -reconoció Laurie-, pero ¡eres mi hombre! Te necesito más que nunca. Acabo de terminar las autopsias de dos pacientes que son un calco de los otros cuatro. Ahora ya tenemos seis.

– No entiendo cómo puedes decir que soy tu hombre si hasta el momento no he conseguido más que fracasos.

– Yo todavía no he perdido la esperanza, de modo que tú tampoco -contestó Laurie descargando las muestras en la mesa de Peter. Algunas rodaron hasta el borde, pero Peter las puso a salvo-. Ahora que tenemos seis casos, la idea de que hay gato encerrado tiene más peso que nunca. ¡Peter, has de encontrar algo! ¡Tiene que estar ahí, en alguna parte!

– Laurie, he hecho todo lo que se me ha ocurrido con esos cuatro casos. He buscado todos los agentes conocidos capaces de alterar el ritmo cardíaco.

– Debe de haber algo en lo que no hayas pensado -insistió Laurie.

– Bueno, existen algunos productos…

– Vale, ¿cuáles?

Peter puso cara seria y se rascó la cabeza.

– Esto se sale un poco del campo habitual.

– Me parece perfecto. Un poco de creatividad es justo lo que necesitamos. ¿En qué estás pensando?

– Recuerdo haber leído algo cuando me gradué en la universidad acerca del veneno de una rana originaria de Colombia llamada Phyllobates terribilis.

Laurie alzó la vista al cielo.

– Sí, se sale de lo habitual, pero no importa. ¿Qué pasa con esa rana?

– Bueno, pues que contiene una toxina que es una de las sustancias más letales conocidas por el hombre. Si no lo recuerdo mal, es capaz de provocar un paro cardíaco.

– Suena interesante. ¿Has hecho las pruebas?

– En realidad no. Se necesita tan poca cantidad de esa toxina, algo así como una millonésima de gramo, que no creo que nuestras máquinas la detecten. Tendré que pensar en la forma de rastrearla.

– ¡Así me gusta! Estoy segura de que acabarás encontrando algo, especialmente con estos dos nuevos casos.

– Buscaré en internet a ver qué puedo encontrar.

– Te lo agradezco -dijo Laurie-. No te olvides de mantenerme informada. -Recogió las muestras de ADN y se dispuso a marcharse, pero se detuvo-. Ah, se me olvidaba. En uno de los casos nuevos había algo distinto. Deja que lo mire. -Abrió la carpeta de Sobczyk y comprobó el número de referencia con los recipientes hasta que halló el correspondiente y lo dejó ante Peter-. Es este. Se trata de la única paciente de los seis que todavía mostraba cierta actividad respiratoria y cardíaca cuando la encontraron. No sé qué puede significar, pero he pensado que te interesaría. Si se trata de una toxina inestable, puede que tuviera la mayor concentración de todos los casos.

Peter se encogió de hombros.

– Lo tendré presente.

Laurie se asomó fuera del despacho y, comprobando que no había enemigos a la vista, se despidió de Peter y se escabulló rápidamente hacia el pasillo. Desde allí subió por la escalera hasta el quinto piso, pero se detuvo a medio camino. De repente, había reaparecido la molestia abdominal que había notado aquella mañana. De nuevo, presionó la zona con los dedos. Al principio, hizo que la molestia empeorara y llegara a convertirse casi en un dolor, pero desapareció con la misma rapidez que había surgido. Laurie se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre. Convencida de que no, siguió subiendo.

El quinto piso albergaba el laboratorio de Análisis Genético. En contraste con el resto del edificio, era una instalación de primera. Tenía menos de diez años y relucía con sus blancas paredes alicatadas, sus blancos armarios y suelo y el más moderno instrumental. Su director, Ted Lynch, era un antiguo jugador de fútbol de la élite universitaria. No alcanzaba las proporciones de Calvin, pero tampoco le andaba lejos; sin embargo, tenía una personalidad completamente opuesta. Ted era un tipo tranquilo y amable.

Laurie lo encontró manejando su adorada máquina de secuenciación. Le informó en líneas generales del caso y después le preguntó si podía hacer una exploración rápida. Además de las muestras de debajo de las uñas, le dio otra con tejido de Stephen Lewis.

– ¡Sí, claro! -exclamó Ted riendo-. Menuda pareja estáis hechos tú y Jack. Cada vez que aparecéis por aquí con algo, ha de ser para ya mismo, como si de lo contrario el cielo se fuera a derrumbar. ¿Por qué no podéis ser como el resto de esa pandilla de perezosos? Vaya, espero que no me oigan.

Laurie no pudo evitar una sonrisa. Ella y Jack se habían forjado una reputación. Le dijo a Ted que hiciera lo que pudiera y a continuación bajó rápidamente a su despacho en el piso inferior. Estaba impaciente por llamar por teléfono. La persona a quien más ilusión le hacía comunicar la noticia de los dos nuevos casos era Roger.

Se sentó a su escritorio y marcó el número de su extensión en el Manhattan General. Tamborileó con los dedos mientras aguardaba la comunicación. El corazón le latía con más fuerza aún que antes. Sabía que Roger querría enterarse de esos dos nuevos casos, si no lo había hecho ya. Por desgracia, cuando la línea contestó, resultó ser el buzón de voz de Roger. Laurie masculló una maldición. Tenía la impresión de que últimamente solo conseguía hablar con contestadores automáticos en lugar de con personas de carne y hueso.

Tras escuchar el mensaje de la cinta, se limitó a dejar el recado para que la llamara. No pudo evitar sentir una punzada de decepción por no haber conseguido comunicar en el acto. Al colgar dejó la mano un rato sobre el auricular mientras pensaba que Roger era la única persona que parecía compartir su inquietud ante la siniestra posibilidad de que un asesino anduviera suelto por los pasillos del hospital, tal como Sue Passero había expresado sus sospechas. De todas maneras, Laurie se preguntó con su nueva franqueza hasta qué punto era sincero el apoyo de Roger. Tras haber descubierto lo de su matrimonio, no estaba segura de si podía fiarse de él. Si pensaba en su actitud para con ella de las últimas cinco semanas debía admitir que, a ratos, él se había mostrado en exceso solícito. Odiaba ser cínica, pero era la consecuencia de la falta de sinceridad de Roger.

Laurie dio un respingo cuando el teléfono sonó bajo su mano y descolgó el auricular presa de un breve pánico.

– Busco a la doctora Montgomery -dijo una agradable voz de mujer.