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La situación era muy diferente para el hermano Fernando, quien estaba junto a Alexander cuando se encarnó en su animal totémico. El misionero, que se preciaba de ser un europeo racional, una persona con educación y cultura, vio lo ocurrido, pero su mente no pudo aceptarlo. Se quitó los lentes y los limpió contra sus pantalones. «Definitivamente, tengo que cambiarlos», masculló, refregándose los ojos. El hecho de que Alexander hubiera desaparecido en el mismo instante en que ese enorme gato salió de la nada podía tener muchas causas: era de noche, en la plaza reinaba una espantosa confusión, la luz de las antorchas era incierta y él mismo se encontraba en un estado emocional alterado. No disponía de tiempo para perder en conjeturas inútiles, había mucho por hacer, decidió. Los pigmeos -hombres y mujeres- tenían a los soldados en la punta de sus lanzas e inmovilizados con las redes; los guardias bantúes vacilaban entre tirar sus armas al suelo o intervenir en ayuda de sus jefes; la gente de la aldea estaba amotinada; había un clima de histeria que podía degenerar en una masacre si los guardias ayudaban a los soldados de Mbembelé.

Alexander regresó unos minutos más tarde. Sólo la extraña expresión de su rostro, con los ojos incandescentes y los dientes a la vista, indicaba lo que había sucedido. Kate le salió al encuentro muy excitada.

– ¡No vas a creer lo que pasó, hijo! ¡Una pantera negra le saltó encima a Mbembelé! Espero que lo haya devorado, es lo menos que merece.

– No era una pantera sino un jaguar, Kate. No se lo comió, pero le dio un buen susto.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cuántas veces tengo que decirte que mi animal totémico es el jaguar, Kate?

– ¡Otra vez con la misma obsesión, Alexander! Tendrás que ver un psiquiatra cuando volvamos a la civilización. ¿Dónde está Nadia?

– Volverá pronto.

En la media hora siguiente el delicado equilibrio de fuerzas en la aldea se fue definiendo, gracias en buena parte al hermano Fernando, a Kate y a Angie. El primero logró convencer a los soldados de la Hermandad del Leopardo que se rindieran, si querían salir con vida de Ngoubé, porque sus armas no funcionaban, habían perdido al comandante y estaban rodeados por una población hostil.

Entretanto Kate y Angie habían ido a la choza a buscar a Nze y, con ayuda de unos familiares del herido, lo cargaron en una improvisada angarilla. El pobre muchacho ardía de fiebre, pero se dispuso a colaborar cuando su madre le explicó lo ocurrido esa tarde. Lo colocaron en un lugar visible y, con voz débil pero clara, arengó a sus compañeros incitándolos a sublevarse. No había nada que temer, Mbembelé ya no estaba allí. Los guardias deseaban volver a una vida normal junto a sus familias, pero sentían un terror atávico hacia el comandante y estaban acostumbrados a obedecer su autoridad. ¿Dónde estaba?

¿Lo había devorado el espectro del felino negro? Si le hacían caso a Nze y el militar regresaba, acabarían en el pozo de los cocodrilos. No creían que la reina Nana-Asante estuviera viva y, aunque así fuera, su poder no podía compararse al de Mbembelé.

Una vez reunidos con sus familias, los pigmeos consideraron que había llegado el momento de regresar al bosque, de donde no pensaban volver a salir. Beyé-Dokou se colocó su camiseta amarilla, tomó su lanza y se aproximó a Alexander para devolverle el fósil que, según creía, le había salvado de ser hecho papilla por Mbembelé. Los demás cazadores también se despidieron emocionados, sabiendo que ya no volverían a ver a ese prodigioso amigo con el espíritu de un leopardo. Alexander los detuvo. No podían irse aún, les dijo. Explicó que no estarían a salvo aunque se internaran en la más profunda espesura, allí donde ningún otro ser humano podía sobrevivir. Huir no era la solución, ya que tarde o temprano serían alcanzados o necesitarían el contacto con el resto del mundo. Debían acabar con la esclavitud y volver a tener relaciones cordiales con la gente de Ngoubé, como antes, para lo cual debían despojar de su poder a Mbembelé y echarlo para siempre de la región junto con sus soldados.

Por su parte, las esposas de Kosongo, que habían vivido prisioneras en el harén desde los catorce o quince años, se habían amotinado y por vez primera le tomaban el gusto a la juventud. Sin hacer ni el menor caso de los serios asuntos que perturbaban al resto de la población, ellas habían organizado su propio carnaval; tocaban tambores, cantaban y danzaban; se arrancaban los adornos de oro de brazos, cuellos y orejas y los lanzaban al aire, locas de libertad.

En eso estaban los habitantes de la aldea, cada grupo dedicado a lo suyo, pero todos en la plaza, cuando hizo su espectacular aparición Sombe, quien acudía llamado por las fuerzas ocultas para imponer orden, castigo y terror.

Una lluvia de chispas, como fuegos artificiales, anunció la llegada del formidable hechicero. Un grito colectivo recibió a la temida aparición. Sombe no se había materializado en muchos meses y algunos albergaban la esperanza de que se hubiera ido definitivamente al mundo de los demonios; pero allí estaba el mensajero del infierno, más impresionante y furioso que nunca. La gente retrocedió, horrorizada y él ocupó el corazón de la plaza.

La fama de Sombe trascendía la región y se había regado de aldea en aldea por buena parte de África. Decían que era capaz de matar con el pensamiento, curar con un soplo, adivinar el futuro, controlar la naturaleza, alterar los sueños, sumir a los mortales en un sueño sin retorno y comunicarse con los dioses. Proclamaban también que era invencible e inmortal, que podía transformarse en cualquier criatura del agua, el cielo o la tierra, y que se introducía dentro de sus enemigos y los devoraba desde adentro, bebía su sangre, hacía polvo sus huesos y dejaba sólo la piel, que luego rellenaba con ceniza. De ese modo fabricaba zombis, o muertos-vivos, cuya horrible suerte era servirle de esclavos.

El brujo era gigantesco y su estatura parecía el doble por el increíble atuendo que llevaba. Se cubría la cara con una máscara en forma de leopardo, sobre la cual había, a modo de sombrero, un cráneo de búfalo con grandes cuernos, que a su vez iba coronado por un penacho de ramas, como si un árbol le brotara de la cabeza. En brazos y piernas lucía adornos de colmillos y garras de fieras, en el cuello unos collares de dedos humanos y en la cintura una serie de fetiches y calabazas con pociones mágicas. Estaba cubierto por tiras de piel de diferentes animales, tiesas de sangre seca.

Sombe llegó con la actitud de un diablo vengador, decidido a imponer su propia forma de injusticia. La población bantú, los pigmeos y hasta los soldados de Mbembelé se rindieron sin un amago de resistencia; se encogieron, procurando desaparecer, y se dispusieron a obedecer lo que Sombe mandara. El grupo de extranjeros, inmovilizado de asombro, vio cómo la aparición del brujo destruía la frágil armonía que empezaba a lograrse en Ngoubé.

El hechicero, agachado como un gorila, apoyándose en las manos y rugiendo, comenzó a girar cada vez más rápido. De pronto se detenía y señalaba con un dedo a alguien y al punto la persona caía al suelo, en profundo trance, estremeciéndose con terribles estertores de epiléptico. Otros quedaban rígidos, como estatuas de granito, otros empezaban a sangrar por la nariz, la boca y las orejas. Sombe volvía a su rutina de dar vueltas como un trompo, detenerse y fulminar a alguien con el poder de un gesto. En pocos minutos había una docena de hombres y mujeres revolcándose por tierra, mientras el resto de la gente chillaba de rodillas, tragaba tierra, pedía perdón y juraba obediencia.

Un viento inexplicable pasó como un tifón por la aldea y se llevó de un soplido la paja de las chozas, todo lo que había sobre la mesa del banquete, los tambores, los arcos de palmas y la mitad de las gallinas. La noche se iluminó con una tempestad de rayos y del bosque llegó un coro horrible de lamentos. Centenares de ratas se repartieron como una peste por la plaza y enseguida desaparecieron, dejando una mortal fetidez en el aire.