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Beyé-Dokou estaba dormido y no los oyó llegar. Nadia lo despertó con suavidad. Cuando vio a Nana-Asante en la luz de la linterna, creyó estar en presencia de un fantasma, se le desorbitaron los ojos y se puso color ceniza, pero la reina se echó a reír y le acarició la cabeza, para probar que estaba tan viva como él; luego le contó que durante esos años había permanecido oculta en el cementerio, sin atreverse a salir por miedo a Kosongo. Agregó que estaba cansada de esperar a que las cosas se arreglaran solas, había llegado el momento de regresar a Ngoubé, enfrentarse con el usurpador y liberar a su gente de la opresión.

– Nadia y yo iremos a Ngoubé a preparar el terreno -anunció Alexander-. Nos las arreglaremos para conseguir ayuda. Cuando la gente sepa que Nana-Asante está viva, creo que tendrá ánimo para rebelarse.

– Los cazadores iremos por la tarde. A esa hora nos espera Kosongo -dijo Beyé-Dokou.

Acordaron que Nana-Asante no se presentaría en la aldea sin la certeza de que la población la respaldaba, de otro modo Kosongo la mataría con impunidad. Ella era la única carta de triunfo con que contaban en ese peligroso juego, debían dejarla para el final. Si lograban despojar a Kosongo de sus supuestos atributos divinos, tal vez los bantúes le perderían el miedo y se levantarían contra él. Quedaban, por supuesto, Mbembelé y sus soldados, pero Alexander y Nadia propusieron un plan, que fue aprobado por Nana-Asante y Beyé-Dokou. Alexander le entregó su reloj a la reina, porque el pigmeo no sabía usarlo, y se pusieron de acuerdo sobre la hora y la forma de actuar.

El resto de los cazadores se reunió con ellos. Habían pasado buena parte de la noche danzando en una ceremonia para pedir ayuda a Ezenji y otras divinidades del mundo animal y vegetal. Al ver a la reina tuvieron al principio una reacción bastante más exagerada que la de Beyé-Dokou. Primero creyeron que era un fantasma y echaron a correr despavoridos, seguidos por Beyé-Dokou, quien procuraba explicarles a gritos que no se trataba de un alma en pena. Por fin regresaron uno a uno, cautelosamente, y se atrevieron a tocar a la mujer con la punta de un dedo tembloroso. Luego de comprobar que no estaba muerta, la acogieron con respeto y esperanza.

La idea de inyectar al rey Kosongo con el tranquilizante de Michael Mushaha fue de Nadia. El día anterior había visto a uno de los cazadores tumbar a un mono utilizando un dardo y una cerbatana parecidos a los de los indios del Amazonas. Pensó que del mismo modo se podía lanzar el anestésico. No sabía qué efecto tendría en un ser humano. Si podía tumbar a un rinoceronte en pocos minutos, tal vez mataría a una persona, pero supuso que, dado su enorme tamaño, Kosongo resistiría. Su grueso manto constituía un obstáculo casi insalvable. Con el arma adecuada se podía atravesar el cuero de un elefante, pero con una cerbatana había que dar en la piel desnuda del rey.

Cuando Nadia expuso su proyecto, los pigmeos señalaron al cazador con mejores pulmones y buena puntería. El hombre infló el pecho y sonrió ante la distinción que se le hacía, pero el orgullo no le duró mucho, porque de inmediato los demás se echaron a reír y empezaron a burlarse, como siempre hacían cuando alguien se jactaba. Una vez que le bajaron los humos de la cabeza, procedieron a entregarle la ampolla con el tranquilizante. El humillado cazador la guardó sin decir palabra en una bolsita que llevaba en la cintura.

– El rey dormirá como un muerto por varias horas. Eso nos dará tiempo para sublevar a los bantúes y luego aparecerá la reina Nana-Asante -propuso Nadia.

– ¿Y qué haremos con el comandante y los soldados? -preguntaron los cazadores.

– Yo desafiaré a Mbembelé en combate -dijo Alexander.

No supo por qué lo dijo ni cómo pretendía llevar a cabo tan temerario propósito, simplemente fue lo primero que se le pasó por la mente y lo soltó sin pensar. Tan pronto lo dijo, sin embargo, la idea tomó cuerpo y comprendió que no había otra solución. Tal como a Kosongo debían despojarlo de sus atributos divinos, para que la gente le perdiera el miedo, que a fin de cuentas era el frágil fundamento de su poder, a Mbembelé había que derrotarlo en su propio terreno, el de la fuerza bruta.

– No puedes ganar, Jaguar, no eres como él, eres un tipo pacífico. Además él tiene armas y tú nunca has disparado un tiro -arguyó Nadia.

– Será un combate sin armas de fuego, mano a mano o con lanzas.

– ¡Estás demente!

Alexander explicó a los cazadores que tenía un amuleto muy poderoso, les mostró el fósil que llevaba colgado al cuello y les contó que provenía de un animal mitológico, un dragón que había vivido en las altas montañas del Himalaya antes que existieran los seres humanos sobre la tierra. Ese amuleto, dijo, lo protegía de objetos cortantes, y para probarlo les ordenó que se colocaran a diez pasos de distancia y lo atacaran con sus lanzas.

Los pigmeos se abrazaron en un círculo, como jugadores de fútbol americano, hablando deprisa y riéndose. De vez en cuando echaban unas miradas de lástima al joven extranjero que solicitaba semejante chifladura. Alexander perdió la paciencia, se introdujo al medio e insistió en que lo pusieran a prueba.

Los hombres se alinearon entre los árboles, poco convencidos y doblados de risa. Alexander midió diez pasos, lo cual no era simple en medio de aquella vegetación, se puso frente a ellos con las manos en jarra y les gritó que estaba listo. Uno a uno los pigmeos tiraron sus lanzas. El muchacho no movió ni un músculo mientras los filos de las armas pasaban rozando a un milímetro de su piel. Los cazadores, desconcertados, recuperaron las lanzas y volvieron a intentarlo, esta vez sin risas y con más energía, pero tampoco lograron tocarlo.

– Ahora ataquen con machetes -les ordenó Alexander.

Dos de ellos, los únicos que disponían de machetes, se le fueron encima gritando a pleno pulmón, pero el muchacho escamoteó el cuerpo sin ninguna dificultad y los filos de las armas se hundieron en la tierra.

– Eres un hechicero muy poderoso -concluyeron, maravillados.

– No, pero mi amuleto vale casi tanto como Ipemba-Afua -replicó Alexander.

– ¿Quieres decir que cualquiera con ese amuleto puede hacer lo mismo? -preguntó uno de los cazadores.

– Exactamente.

Una vez más los pigmeos se abrazaron en un círculo, cuchicheando con pasión por largo rato, hasta que se pusieron de acuerdo.

– En ese caso uno de nosotros peleará con Mbembelé -concluyeron.

– ¿Por qué? Yo puedo hacerlo -replicó Alexander.

– Porque tú no eres fuerte como nosotros. Eres alto, pero no sabes cazar y te cansas cuando corres. Cualquiera de nuestras mujeres es más hábil que tú -dijo uno de los cazadores.

– ¡Vaya! Gracias…

– Es la verdad -asintió Nadia disimulando una sonrisa.

– El tuma peleará con Mbembelé -decidieron los pigmeos.

Todos señalaron al mejor cazador, Beyé-Dokou, quien rechazó el honor con humildad, como signo de buena educación, aunque era fácil adivinar cuan complacido se sentía. Después que le rogaron varias veces, aceptó colgarse el excremento de dragón al cuello y colocarse delante de las lanzas de sus compañeros. Se repitió la escena anterior y así se convencieron de que el fósil era un escudo impenetrable. Alexander visualizó a Beyé-Dokou, aquel hombrecito del tamaño de un niño, frente a Mbembelé, quien por lo que sabía era un adversario formidable.

– ¿Conocen la historia de David y Goliat? -preguntó.

– No -replicaron los pigmeos.

– Hace mucho tiempo, lejos de este bosque, dos tribus estaban en guerra. Una contaba con un campeón, llamado Goliat, que era un gigante tan alto como un árbol y tan fuerte como un elefante, con una espada que pesaba como diez machetes. Todos le tenían terror. David, un muchacho de la otra tribu se atrevió a desafiarlo. Su arma era una honda y una piedra. Se juntaron las dos tribus a observar el combate. David lanzó una piedra que le dio a Goliat en medio de la frente y lo tiró al suelo, luego le quitó la espada y lo mató.