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– ¿El que mencionaban los misioneros en sus cartas?

– No es lo que imaginábamos. No se trata de un pozo de agua -dijo Kate.

– ¿No? ¿Y qué es entonces?

– Es el sitio de las ejecuciones.

– ¡Qué estás diciendo! -exclamó Angie.

– Lo que te digo, Angie. Está detrás de la vivienda real, rodeado por una empalizada. Está prohibido acercarse.

– ¿Es un cementerio?

– No. Es una especie de charco o alberca con cocodrilos…

Angie se puso de pie de un salto, sin poder respirar, con la sensación de llevar una locomotora en el pecho. Las palabras de Kate confirmaban el terror que sentía desde que su avión se estrelló en la playa y se encontró atrapada en esa bárbara región. Hora a hora, día a día, se afirmó en ella el convencimiento de que caminaba inexorablemente hacia su fin. Siempre creyó que moriría joven en un accidente de su avión, hasta que Ma Bangesé, la adivina del mercado, le anunció los cocodrilos. Al principio no tomó demasiado en serio la profecía, pero como sufrió un par de encuentros casi fatales con esas bestias, la idea echó raíces en su mente y se convirtió en una obsesión. Kate adivinó lo que su amiga estaba pensando.

– No seas supersticiosa, Angie. El hecho de que Kosongo críe cocodrilos no significa que tú serás la cena.

– Es mi destino, Kate, no puedo escapar.

– Vamos a salir con vida de aquí, Angie, te lo prometo.

– No puedes prometerme eso, porque no lo puedes cumplir. ¿Qué más sabes?

– En el pozo echan a quienes se rebelan contra la autoridad de Kosongo y Mbembelé -le explicó Kate-. Lo supe por las mujeres pigmeas. Sus maridos tienen que cazar para alimentar a los cocodrilos. Ellas saben cuanto ocurre en la aldea. Son esclavas de los bantúes, hacen el trabajo más pesado, entran en las chozas, escuchan las conversaciones, observan. Andan libres de día, sólo las encierran de noche. Nadie les hace caso, porque creen que no tienen inteligencia humana.

– ¿Crees que así mataron a los misioneros y por eso no quedó rastro de ellos? -preguntó Angie con un estremecimiento.

– Sí, pero no estoy segura, por eso no se lo he dicho al hermano Fernando todavía. Mañana averiguaré la verdad y, si es posible, echaré una mirada al pozo. Debemos fotografiarlo, es parte esencial de la historia que pienso escribir para la revista -decidió Kate.

Al día siguiente Kate se presentó de nuevo ante el comandante Mbembelé para comunicarle que Angie Ninderera se sentía muy honrada de las atenciones del rey y estaba dispuesta a considerar su proposición, pero necesitaba por lo menos unos días para decidir, porque le había prometido su mano a un hechicero muy poderoso en Botswana y, como todo el mundo sabía, era muy peligroso traicionar a un brujo, aun en la distancia.

– En ese caso el rey Kosongo no está interesado en la mujer -decidió el comandante.

Kate echó pie atrás rápidamente. No esperaba que Mbembelé lo tomara tan en serio.

– ¿No cree que debería consultar a Su Majestad?

– No.

– En realidad, Angie Ninderera no dio su palabra al brujo, digamos que no tiene un compromiso formal, ¿comprende? Me han dicho que por aquí vive Sombe, el hechicero más poderoso de África, tal vez él pueda liberar a Angie de la magia del otro pretendiente… -propuso Kate.

– Tal vez.

– ¿Cuándo vendrá el famoso Sombe a Ngoubé?

– Haces muchas preguntas, mujer vieja, molestas como las mopani -replicó el comandante haciendo el gesto de espantar una abeja-. Hablaré con el rey Kosongo. Veremos la forma de librar a la mujer.

– Una cosa más, comandante Mbembelé -dijo Kate desde la puerta.

– ¿Qué quieres ahora?

– Los aposentos donde nos han puesto son muy agradables, pero están algo sucios, hay un poco de excremento de ratas y murciélagos…

– ¿Y?

– Angie Ninderera es muy delicada, el mal olor la pone enferma. ¿Puede mandar a una esclava para que limpie y nos prepare comida? Si no es mucha molestia.

– Está bien -replicó el comandante.

La sirvienta que les asignaron parecía una niña, vestía sólo una falda de rafia, medía escasamente un metro cuarenta de altura y era delgada, pero fuerte. Apareció provista de una escoba de ramas y procedió a barrer el suelo a una velocidad pasmosa. Cuanto más polvo levantaba, peor eran el olor y la mugre. Kate la interrumpió, porque en realidad la había solicitado con otros fines: necesitaba una aliada. Al comienzo la mujer pareció no entender las intenciones y los gestos de Kate, ponía una expresión en blanco, como la de una oveja, pero cuando la escritora le mencionó a Beyé-Dokou, su rostro se iluminó. Kate comprendió que la estupidez era fingida, le servía de protección. Con mímica y unas pocas palabras en bantú y francés, la pigmea explicó que se llamaba Jena y era la esposa de Beyé-Dokou. Tenían dos hijos, a quienes veía muy poco, porque los tenían encerrados en un corral, pero por el momento los niños estaban bien cuidados por las abuelas. El plazo para que Beyé-Dokou y los otros cazadores se presentaran con el marfil era sólo hasta el día siguiente, si fallaban, perderían a sus niños, dijo Jena, llorando. Kate no supo qué hacer ante esas lágrimas, pero Angie y el hermano Fernando procuraron consolarla con el argumento de que Kosongo no se atrevería a vender a los niños habiendo un grupo de periodistas como testigos. Jena fue de la opinión de que nada ni nadie podía disuadir a Kosongo.

El siniestro tamtan de tambores llenaba la noche africana, estremeciendo el bosque y aterrorizando a los extranjeros, que escuchaban desde su choza con el corazón cargado de oscuros presagios.

– ¿Qué significan esos tambores? -preguntó Joel González, tembloroso.

– No sé, pero nada bueno pueden anunciar -replicó el hermano Fernando.

– ¡Estoy harta de tener miedo todo el tiempo! ¡Hace días que me duele el pecho de angustia, no puedo respirar! ¡Quiero irme de aquí! -exclamó Angie.

– Recemos, amigos míos -sugirió el misionero.

En ese instante apareció un soldado y, dirigiéndose sólo a Angie, anunció que se llevaría a cabo un «torneo» y que el comandante Mbembelé exigía su presencia.

– Iré con mis compañeros -dijo ella.

– Como quiera -replicó el emisario.

– ¿Por qué suenan los tambores? -preguntó Angie.

– Ezenji -fue la escueta respuesta del soldado.

– ¿La danza de la muerte?

El hombre no contestó, le dio la espalda y se fue. Los miembros del grupo consultaron entre ellos. Joel González era de la opinión que seguro que se trataba de la propia muerte: les tocaría ser los actores principales en el espectáculo. Kate lo hizo callar.

– Me estás poniendo nerviosa, Joel. Si pretenden matarnos, no lo harán en público. No les conviene provocar un escándalo internacional asesinándonos.

– ¿Quién se enteraría, Kate? Estamos a merced de estos dementes. ¿Qué les importa la opinión del resto del mundo? Hacen lo que les da la gana -gimió Joel.

La población de la aldea, menos los pigmeos, se reunió en la plaza. Habían trazado un cuadrilátero con cal en el suelo, como un ring de boxeo, iluminado por antorchas. Bajo el Árbol de las Palabras estaba el comandante acompañado por sus «oficiales», es decir, los diez soldados de la Hermandad del Leopardo, que se mantenían de pie detrás de la silla que él ocupaba. Iba vestido como siempre, con pantalones y botas del ejército, y llevaba sus lentes de espejo, a pesar de que era de noche. A Angie Ninderera la condujeron a otra silla, colocada a pocos pasos del comandante, mientras sus amigos fueron ignorados. El rey Kosongo no estaba, pero sus esposas se apiñaban en el sitio habitual, de pie detrás del árbol, vigiladas por el viejo sádico con la varilla de bambú.

El «ejército» se encontraba presente: los Hermanos del Leopardo con sus fusiles y los guardias bantúes armados de machetes, cuchillos y bastones. Los guardias eran muy jóvenes y daban la impresión de estar tan asustados como el resto de los habitantes de la aldea. Pronto los extranjeros comprenderían la razón.