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Los oyentes se doblaron de la risa, la historia les pareció de una comicidad insuperable, pero no vieron el paralelo hasta que Alexander les dijo que Goliat era Mbembelé y David era Beyé-Dokou. Lástima que no dispusieran de una honda, dijeron. No tenían idea de qué era eso, pero imaginaban que sería un arma formidable. Por último se pusieron en camino para conducir a sus nuevos amigos hasta las proximidades de Ngoubé. Se despidieron con fuertes palmadas en los brazos y desaparecieron en el bosque.

Alexander y Nadia entraron a la aldea cuando empezaba a aclarar el día. Sólo unos perros advirtieron su presencia; la población dormía y nadie vigilaba la antigua misión. Se asomaron en la entrada de la vivienda con cautela, para no sobresaltar a sus amigos, y fueron recibidos por Kate, quien había dormido muy poco y muy mal. Al ver a su nieto la escritora sintió una mezcla de profundo alivio y ganas de zurrarle una buena paliza. Las fuerzas sólo le alcanzaron para cogerlo por una oreja y sacudirlo, mientras lo cubría de insultos.

– ¿Dónde estaban ustedes, mocosos del demonio? -les gritó.

– Yo también te quiero, abuela -se rió Alexander, dándole un apretado abrazo.

– ¡Esta vez hablo en serio, Alexander, nunca más voy a viajar contigo! ¡Y usted, señorita, tiene muchas explicaciones que darme! -agregó dirigiéndose a Nadia.

– No hay tiempo para ponernos sentimentales, Kate, tenemos mucho que hacer -la interrumpió su nieto.

Para entonces los demás habían despertado y rodeaban a los jóvenes acosándolos a preguntas. Kate se aburrió de mascullar recriminaciones que nadie escuchaba y optó por ofrecer de comer a los recién llegados. Les señaló las pilas de piñas, mangos y bananas, los recipientes llenos de pollo frito en aceite de palma, budín de mandioca y vegetales, que les habían traído de regalo y que los chicos devoraron agradecidos, porque habían comido muy poco en ese par de días. De postre Kate les dio la última lata de durazno al jugo que le quedaba.

– ¿No dije que los chavales regresarían? ¡Bendito sea Dios! -exclamaba una y otra vez el hermano Fernando.

En un rincón de la choza habían acomodado a los guardias salvados por Angie. Uno de ellos, de nombre Adrien, estaba moribundo con una cuchillada en el estómago. El otro, llamado Nze, tenía una herida en el pecho, pero según el misionero, quien había visto muchas heridas en la guerra en Ruanda, no había ningún órgano vital comprometido y podría salvarse, siempre que no se infectara. Había perdido mucha sangre, pero era joven y fuerte. El hermano Fernando lo curó lo mejor posible y le estaba administrando los antibióticos que Angie llevaba en el botiquín de emergencia.

– Menos mal que volvieron, chicos. Tenemos que escapar de aquí antes que Kosongo me reclame como esposa -les dijo Angie.

– Lo haremos con ayuda de los pigmeos, pero antes nosotros debemos ayudarlos a ellos -replicó Alexander-. Por la tarde vendrán los cazadores. El plan es desenmascarar a Kosongo y luego desafiar a Mbembelé.

– Suena sumamente fácil. ¿Puedo saber cómo lo harán? -preguntó Kate, irónica.

Alexander y Nadia expusieron la estrategia, que comprendía, entre otros puntos, sublevar a los bantúes, anunciándoles que la reina Nana-Asante estaba viva, y liberar a las esclavas para que pelearan junto a sus hombres.

– ¿Sabe alguno de ustedes cómo podemos inutilizar los fusiles de los soldados? -preguntó Alexander.

– Habría que atrancar el mecanismo… -sugirió Kate.

A la escritora se le ocurrió que podían usar para ese fin la resina que se empleaba para encender las antorchas, una sustancia espesa y pegajosa que se almacenaba en tambores de latón en cada vivienda. Las únicas con acceso libre a la caserna de los soldados eran las esclavas pigmeas, encargadas de limpiar, acarrear el agua y hacerles la comida. Nadia se ofreció para dirigir la operación, porque ya había establecido relación con ellas cuando las visitó en el corral. Kate aprovechó el rifle de Angie para explicarle dónde colocar la resina.

El hermano Fernando anunció que Nze, uno de los jóvenes heridos, podía ayudarlos también. Su madre, así como la madre de Adrien y otros familiares, habían acudido la noche anterior con regalos de fruta, comida, vino de palma y hasta tabaco para Angie, quien se había convertido en la heroína de la aldea por ser la única en la historia capaz de enfrentar al comandante. No sólo lo había hecho de palabra, incluso lo había tocado. No sabían cómo pagarle el haber salvado a los muchachos de una muerte segura en manos de Mbembelé.

Esperaban que Adrien falleciera en cualquier momento, pero Nze estaba lúcido, aunque muy débil. El terrible torneo sacudió la parálisis de terror en que el muchacho había vivido por años. Se consideraba resucitado, el destino le ofrecía unos días más de vida como un regalo. Nada tenía que perder, puesto que estaba igual que muerto; apenas los extranjeros se marcharan, Mbembelé lo lanzaría a los cocodrilos. Al aceptar la posibilidad de su muerte inmediata, adquirió el valor que antes no tenía. Ese valor se vio redoblado cuando se enteró de que la reina Nana-Asante estaba a punto de regresar para reclamar el trono usurpado por Kosongo. Aceptó el plan de los extranjeros de incitar a los bantúes de Ngoubé a sublevarse, pero les pidió que si el plan no resultaba como esperaban, le dieran a él y a Adrien una muerte misericordiosa. No deseaba ir a parar vivo a manos de Mbembelé.

Durante la mañana Kate se presentó ante el comandante para informarle de que Nadia y Alexander se habían salvado por milagro de perecer en el bosque y estaban de regreso en la aldea. Eso significaba que ella y el resto del grupo se marcharían tan pronto regresaran las canoas a buscarlos al día siguiente. Agregó que se sentía muy defraudada por no haber podido hacer el reportaje para la revista sobre su Serenísima Majestad, el rey Kosongo.

El comandante pareció aliviado con la idea de que esos molestos extranjeros abandonaran su territorio y se dispuso a facilitarles la retirada, siempre que Angie cumpliera su promesa de formar parte del harén de Kosongo. Kate temía que eso ocurriera y tenía una historia preparada. Preguntó dónde estaba el rey, por qué no lo habían visto, ¿acaso estaba enfermo?

¿No sería que el brujo que pretendía casarse con Angie Ninderera le había echado una maldición desde la distancia? Todo el mundo sabe que la prometida o la esposa de un brujo es intocable; en este caso se trata de uno particularmente vengativo, dijo. En una ocasión anterior, un político importante que insistió en hacer la corte a Angie, perdió su posición en el gobierno, su salud y su fortuna. El hombre, desesperado, pagó a unos truhanes para que asesinaran al hechicero, pero no pudieron hacerlo, porque los machetes se derritieron como manteca en sus manos, agregó.

Tal vez Mbembelé se impresionó con el cuento, pero Kate no lo advirtió, porque su expresión era inescrutable tras los lentes de espejo.

– En la tarde Su Majestad, el rey Kosongo, dará una fiesta en honor a la mujer y al marfil que traerán los pigmeos -anunció el militar.

– Disculpe, comandante… ¿no está prohibido traficar con marfil? -preguntó Kate.

– El marfil y todo lo que hay aquí pertenece al rey, ¿entendido, mujer vieja?

– Entendido, comandante.

Entretanto, Nadia, Alexander y los demás llevaban a cabo los preparativos para la tarde. Angie no pudo participar, como deseaba, porque cuatro jóvenes esposas del rey acudieron a buscarla y la condujeron al río, donde la acompañaron a darse un largo baño, vigiladas por el viejo de la caña de bambú. Cuando éste hizo ademán de propinarle unos azotes preventivos a la futura esposa de su amo, Angie le mandó un sopapo en la mandíbula y lo dejó tendido en el barro. Luego partió la caña contra su gruesa rodilla y le tiró los pedazos a la cara con la advertencia de que la próxima vez que le levantara la mano, ella lo mandaría a reunirse con sus antepasados. Las cuatro muchachas sufrieron tal ataque de risa que debieron sentarse, porque las piernas no las sostenían. Admiradas, palparon los músculos de Angie y comprendieron que si esa fornida dama entraba al harén, sus vidas posiblemente darían un vuelco positivo. Tal vez Kosongo había encontrado al fin una contrincante a su altura.