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– Somos periodistas y fotógrafos -dijo, señalando vagamente a sus compañeros.

El rey cuchicheó algo a su ayudante y éste repitió sus palabras.

– ¿Todos?

– No, Su Serenísima Majestad, esa dama es dueña del avión que nos trajo hasta aquí y el señor con lentes es un misionero -explicó Kate apuntando a Angie y al hermano Fernando. Y agregó antes que preguntaran por Alexander y Nadia-: Hemos venido de muy lejos a entrevistar a Su Originalísima Majestad, porque su fama ha traspasado las fronteras y se ha regado por el mundo.

Kosongo, quien parecía saber mucho más francés que la Boca Real, fijó la vista en la escritora con expresión de profundo interés, pero también de desconfianza.

– ¿Qué quieres decir, mujer vieja? -preguntó a través del otro hombre.

– En el extranjero hay gran curiosidad por su persona, Su Altísima Majestad.

– ¿Cómo es eso? -dijo la Boca Real.

– Usted ha logrado imponer paz, prosperidad y orden en esta región, Su Absolutísima Majestad. Han llegado noticias de que usted es un valiente guerrero, se sabe de su autoridad, sabiduría y riqueza. Dicen que usted es tan poderoso como el antiguo rey Salomón.

Kate continuó con su discurso, enredándose en las palabras, porque no había practicado francés en veinte años, y en las ideas, porque no tenía demasiada fe en su plan. Estaban en pleno siglo XXI: ya no quedaban de esos reyezuelos bárbaros de las malas películas, que se espantaban con un oportuno eclipse de sol. Supuso que Kosongo estaba un poco pasado de moda, pero no era ningún tonto: un eclipse de sol no bastaría para convencerlo. Se le ocurrió, sin embargo, que debía ser susceptible a la adulación, como la mayoría de los hombres con poder. No estaba en su carácter echar flores a nadie, pero en su larga vida había comprobado que se le puede decir a un hombre la lisonja más ridícula y por lo general la cree. Su única esperanza era que Kosongo se tragara aquel burdo anzuelo.

Sus dudas se disiparon muy pronto, porque la táctica de halagar al rey tuvo el efecto esperado. Kosongo estaba convencido de su origen divino. Por años nadie había cuestionado su poder; la vida y la muerte de sus súbditos dependían de sus caprichos. Consideró normal que un grupo de periodistas cruzara medio mundo para entrevistarlo; lo raro era que no lo hubieran hecho antes. Decidió recibirlos como merecían.

Kate Cold se preguntó de dónde provenía tanto oro, porque la aldea era de las más pobres que ella había visto. ¿Qué otras riquezas había en manos del rey? ¿Cuál era la relación de Kosongo y el comandante Mbembelé? Posiblemente los dos planeaban retirarse a disfrutar de sus fortunas en un lugar más atractivo que ese laberinto de pantanos y jungla. Entretanto la gente de Ngoubé vivía en la miseria, sin comunicación con el mundo exterior, electricidad, agua limpia, educación o medicamentos.

7 Prisioneros de Kosongo

Con una mano, Kosongo agitó la campanilla de oro y con la otra ordenó a los habitantes de la aldea, que continuaban ocultos tras las chozas y los árboles, que se acercaran. La actitud de los soldados cambió, incluso se inclinaron para ayudar a los extranjeros a levantarse y trajeron unos banquitos de tres patas, que pusieron a su disposición. La población se aproximó cautelosamente.

– ¡Fiesta! ¡Música! ¡Comida! -ordenó Kosongo a través de la Boca Real, indicando al aterrorizado grupo de forasteros que podían tomar asiento en los banquitos.

El rostro cubierto por la cortina de cuentas del rey se volvió hacia Angie. Sintiéndose examinada, ella procuró desaparecer detrás de sus compañeros, pero en realidad su volumen resultaba imposible de disimular.

– Creo que me está mirando. Sus ojos no matan, como dicen, pero siento que me desnudan -le susurró a Kate.

– Tal vez pretende incorporarte a su harén -replicó ésta en broma.

– ¡Ni muerta!

Kate admitió para sus adentros que Angie podía competir en belleza con cualquiera de las esposas de Kosongo; a pesar de que ya no era tan joven. Allí las niñas se casaban en la adolescencia y la pilota podía considerarse una mujer madura en África; pero su figura alta y gorda, sus dientes muy blancos y su piel lustrosa resultaban muy atrayentes. La escritora sacó de su mochila una de sus preciosas botellas de vodka y la puso a los pies del monarca, pero éste no pareció impresionado. Con un gesto despectivo, Kosongo autorizó a sus súbditos a disfrutar del modesto regalo. La botella pasó de mano en mano entre los soldados. Enseguida el rey sacó un cartón de cigarrillos entre los pliegues de su manto y los soldados los repartieron de a uno por cabeza entre los hombres de la aldea. Las mujeres, que no se consideraban de la misma especie que los varones, fueron ignoradas. Tampoco les ofrecieron a los extranjeros, ante la desesperación de Angie, quien empezaba a sufrir los efectos de la falta de nicotina.

Las esposas del rey no recibían más consideración que el resto de la población femenina de Ngoubé. Un viejo severo tenía la tarea de mantenerlas en orden, para lo cual disponía de una delgada caña de bambú, que no vacilaba en usar para golpearles las piernas cuando le daba la gana. Aparentemente no era mal visto maltratar a las reinas en público.

El hermano Fernando se atrevió a preguntar por los misioneros ausentes y la Boca Real respondió que nunca hubo misioneros en Ngoubé. Agregó que no habían ido extranjeros a la aldea por años, excepto un antropólogo que llegó a medir las cabezas de los pigmeos y salió escapando pocos días más tarde, porque no soportó el clima ni los mosquitos.

– Ése debió ser Ludovic Leblanc -suspiró Kate.

Recordó que Leblanc, su archienemigo y socio en la Fundación Diamante, le había dado a leer su ensayo sobre los pigmeos del bosque ecuatorial, publicado en una revista científica. Según Leblanc, los pigmeos eran la sociedad más libre e igualitaria que se conocía. Hombres y mujeres vivían en estrecha camaradería, los esposos cazaban juntos y se repartían por igual el cuidado de los niños. Entre ellos no había jerarquías, los únicos cargos honoríficos eran «jefe», «curandero» y «mejor cazador», pero esas posiciones no traían consigo poder ni privilegios, sólo deberes. No existían diferencias entre hombres y mujeres o entre viejos y jóvenes; los niños no debían obediencia a los padres. La violencia entre miembros del clan era desconocida. Vivían en grupos familiares, nadie poseía más bienes que otro, producían sólo lo indispensable para el consumo del día. No había incentivo para acumular bienes, porque apenas alguien adquiría algo su familia tenía derecho a quitárselo. Todo se compartía. Eran un pueblo ferozmente independiente, que no había sido subyugado ni siquiera por los colonizadores europeos, pero en tiempos recientes muchos de ellos habían sido esclavizados por los bantúes.

Kate nunca estaba segura de cuánta verdad contenían los trabajos académicos de Leblanc, pero su intuición le advirtió que, en lo referente a los pigmeos, el pomposo profesor podía estar en lo correcto. Por primera vez, Kate lo echaba de menos. Discutir con Leblanc era la sal de su vida, eso la mantenía combativa; no le convenía pasar mucho tiempo lejos de él, porque se le podía ablandar el carácter. Nada temía tanto la vieja escritora como la idea de convertirse en una abuelita inofensiva.

El hermano Fernando estaba seguro de que la Boca Real mentía respecto a los misioneros perdidos e insistió con sus preguntas, hasta que Angie y Kate le recordaron el protocolo. Era evidente que el tema molestaba al rey. Kosongo parecía una bomba de tiempo lista para explotar y ellos estaban en una posición muy vulnerable.

Para festejar a los visitantes les ofrecieron calabazas con vino de palma, unas hojas con aspecto de espinaca y budín de mandioca; también una cesta con grandes ratas, que habían asado en las hogueras y aliñado con chorros de un aceite anaranjado, obtenido de semillas de palma. Alexander cerró los ojos, pensando con nostalgia en las latas de sardinas que había en su mochila, pero una patada de su abuela lo devolvió a la realidad. No era prudente rechazar la cena del rey.