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Cuando le notificaron que debían ir a Ngoubé a cualquier costo y que las canoas no regresarían a buscarlos antes de cuatro días, pareció muy preocupado, consultó largamente con sus compañeros y por último ofreció guiarlos por una ruta secreta del bosque de vuelta a donde habían dejado el avión.

– Ellos deben ser los que pusieron la red donde cayó la gorila -comentó Nadia, observando la que llevaban dos de los pigmeos.

– Parece que la idea de ir a Ngoubé no les parece muy conveniente -comentó Alexander.

– He oído que ellos son los únicos seres humanos capaces de vivir en la selva pantanosa. Pueden desplazarse por el bosque y se orientan por instinto. Es mejor que vayamos con ellos, antes de que sea demasiado tarde -dijo Angie.

– Ya estamos aquí y seguiremos a la aldea de Ngoubé. ¿No fue eso lo que acordamos? -dijo Kate.

– A Ngoubé -repitió el hermano Fernando.

Los pigmeos expresaron con gestos elocuentes su opinión sobre la extravagancia que eso significaba, pero finalmente aceptaron guiarlos. Dejaron la red bajo un árbol y sin más trámite les quitaron los bultos y las mochilas a los extranjeros, se los echaron a la espalda, y partieron trotando entre los helechos con tal prisa que resultaba casi imposible seguirlos. Eran muy fuertes y ágiles, cada uno llevaba más de treinta kilos de peso encima, pero eso no les molestaba, los músculos de piernas y brazos eran de cemento armado; mientras que los expedicionarios jadeaban, a punto de desmayarse de fatiga y calor, ellos corrían con pasos cortos y los pies hacia fuera, como patos, sin el menor esfuerzo y sin cesar de hablar.

Beyé-Dokou les contó de los tres personajes que había mencionado antes, el rey Kosongo, el comandante Mbembelé y Sombe, a quien describió como un terrible hechicero.

Les explicó que el rey Kosongo nunca tocaba el suelo con los pies, porque si lo hacía, la tierra temblaba. Dijo que llevaba la cara cubierta, para que nadie viera sus ojos; éstos eran tan poderosos que una sola mirada podía matar de lejos. Kosongo no dirigía la palabra a nadie, porque su voz era como el trueno: dejaba sorda a la gente y aterrorizaba a los animales. El rey hablaba sólo a través de la Boca Real, un personaje de la corte entrenado para soportar la potencia de su voz, cuya tarea también consistía en probar su comida, para evitar que lo envenenaran o le hicieran daño con magia negra a través de los alimentos. Les advirtió que mantuvieran siempre la cabeza más baja que la del rey. Lo correcto era caer de bruces y arrastrarse en su presencia.

El hombrecito de la camiseta amarilla describió a Mbembelé; apuntando un arma invisible, disparando y cayendo al suelo como muerto; también dando lanzazos y cortando manos y pies con machete o hacha. La mímica no podía ser más clara. Agregó que jamás debían contrariarlo; pero fue evidente que a quien más temía era a Sombe. El solo nombre del brujo ponía a los pigmeos en estado de terror.

El sendero era invisible, pero sus pequeños guías lo habían recorrido muchas veces y para avanzar no necesitaban consultar las señales en los árboles. Pasaron frente a un claro en la espesura, donde había otras muñecas vudú parecidas a las que habían visto antes, pero éstas eran de color rojizo, como óxido. Al acercarse vieron que se trataba de sangre seca. En torno a ellas había pilas de basura, cadáveres de animales, frutas podridas, trozos de mandioca, calabazas con diversos líquidos, tal vez vino de palma y otros licores. El olor era insoportable. El hermano Fernando se persignó y Kate le recordó al espantado Joel González que estaba allí para tomar fotografías.

– Espero que no sea sangre humana, sino de animales sacrificados -murmuró el fotógrafo.

– La aldea de los antepasados -dijo Beyé-Dokou señalando el delgado sendero que comenzaba en la muñeca y se perdía en el bosque.

Explicó que había que dar un rodeo para llegar a Ngoubé, porque no se podía pasar por los dominios de los antepasados, donde rondaban los espíritus de los muertos. Era una regla básica de seguridad: sólo un necio o un lunático se aventuraría por ese lado.

– ¿De quiénes son esos antepasados? -inquirió Nadia.

A Beyé-Dokou le costó un poco comprender la pregunta, pero al fin la captó con ayuda del hermano Fernando.

– Son nuestros antepasados -aclaró, señalando a sus compañeros y haciendo gestos para indicar que eran de baja estatura.

– ¿Kosongo y Mbembelé tampoco se acercan a la aldea fantasma de los pigmeos? -insistió Nadia.

– Nadie se acerca. Si los espíritus son molestados, se vengan.

Entran en los cuerpos de los vivos, se apoderan de la voluntad, provocan enfermedad y sufrimientos, también la muerte -contestó Beyé-Dokou.

Los pigmeos indicaron a los forasteros que debían apurarse, porque en la noche salían también los espíritus de los animales a cazar.

– ¿Cómo saben si es un fantasma de animal o un animal común y corriente? -preguntó Nadia.

– Porque el espectro no tiene el olor del animal. Un leopardo que huele a antílope, o una serpiente que huele a elefante, es un espectro -le explicaron.

– Hay que tener buen olfato y acercarse mucho para distinguirlos… -se burló Alexander.

Beyé-Dokou les contó que antes ellos no tenían miedo de la noche o de los espíritus de animales, sólo de los antepasados, porque estaban protegidos por Ipemba-Afua. Kate quiso saber si se trataba de alguna divinidad, pero él la sacó de su error: era un amuleto sagrado que había pertenecido a su tribu desde tiempos inmemoriales. Por la descripción que lograron entender, se trataba de un hueso humano, y contenía un polvo eterno que curaba muchos males. Habían usado ese polvo infinidad de veces durante muchas generaciones, sin que se terminara. Cada vez que abrían el hueso, lo encontraban lleno de aquel mágico producto. Ipemba-Afua representaba el alma de su pueblo, dijeron; era su fuente de salud, de fuerza y de buena suerte para la caza.

– ¿Dónde está? -preguntó Alexander.

Les informó, con lágrimas en los ojos, que Ipemba-Afua había sido arrebatado por Mbembelé y ahora estaba en poder de Kosongo. Mientras el rey tuviera el amuleto, ellos carecían de alma, estaban a su merced.

Entraron en Ngoubé con las últimas luces del día, cuando sus habitantes comenzaban a encender antorchas y fogatas para alumbrar la aldea. Pasaron ante unas escuálidas plantaciones de mandioca, café y banano, un par de altos corrales de madera -tal vez para animales- y una hilera de chozas sin ventanas, con paredes torcidas y techos en ruina. Unas cuantas vacas de cuernos largos masticaban las hierbas del suelo y por todas partes correteaban pollos medio desplumados, perros famélicos y monos salvajes. Unos metros más adelante se abría una avenida o plaza central bastante amplia, rodeada de viviendas más decentes, chozas de barro con techo de cinc corrugado o paja.

Con la llegada de los extranjeros se produjo una gritería y en pocos minutos acudió la gente de la aldea a ver qué sucedía. Por su aspecto parecían bantúes, como los hombres de las canoas que los habían llevado hasta la bifurcación del río. Mujeres en andrajos y niños desnudos formaban una masa compacta a un lado del patio, a través de la cual se abrieron paso cuatro hombres más altos que el resto de la población, indudablemente de otra raza. Vestían rotosos pantalones de uniforme del ejército e iban armados con rifles anticuados y cinturones de balas. Uno tenía un casco de explorador adornado con unas plumas, una camiseta y sandalias de plástico, los otros llevaban el torso desnudo y estaban descalzos; lucían tiras de piel de leopardo atadas en los bíceps o en torno a la cabeza y cicatrices rituales en las mejillas y brazos. Eran unas líneas de puntos, como si debajo de la piel hubiera piedrecillas o cuentas incrustadas.

Con la aparición de los soldados cambió la actitud de los pigmeos, la seguridad y la alegre camaradería que demostraron en el bosque desaparecieron de sopetón; tiraron su carga al suelo, agacharon las cabezas y se retiraron como perros apaleados. Beyé-Dokou fue el único que se atrevió a hacer un leve gesto de despedida a los extranjeros.