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Gran parte del día navegaron hacia el norte. Los remeros, incansables, no variaron el ritmo de sus movimientos ni siquiera a la hora de más calor, cuando los demás estaban medio desmayados. No se detuvieron para comer; debieron darse por satisfechos con galletas, agua embotellada y un puñado de azúcar. Nadie quiso sardinas, cuyo solo olor les revolvía el estómago.

A eso de la media tarde, cuando el sol todavía estaba alto, pero el calor había disminuido un poco, uno de los bantúes señaló la orilla. Las canoas se detuvieron. El río se bifurcaba en un brazo ancho, que continuaba hacia el norte, y un delgado canal, que se internaba en la espesura hacia la izquierda. A la entrada del canal vieron en tierra firme algo que parecía un espantapájaros. Era una estatua de madera de tamaño humano, vestida de rafia, plumas y tiras de piel, tenía cabeza de gorila, con la boca abierta como en un grito espantoso. En las cuencas de los ojos tenía dos piedras incrustadas. El tronco estaba lleno de clavos y la cabeza coronada por una incongruente rueda de bicicleta a modo de sombrero, de la cual colgaban huesos y manos disecadas, tal vez de monos. Lo rodeaban varios muñecos igualmente pavorosos y cráneos de animales.

– ¡Son muñecos satánicos de brujería! -exclamó el hermano Fernando, haciendo el signo de la cruz.

– Son un poco más feos que los santos de las iglesias católicas -le contestó Kate en tono sarcástico.

Joel González y Alexander enfocaron sus cámaras.

Los bantúes, aterrorizados, anunciaron que hasta allí no más llegaban y aunque Kate los tentó con más dinero y cigarrillos, se negaron a continuar. Explicaron que ese macabro altar señalaba la frontera del territorio de Kosongo. De allí hacia dentro eran sus dominios, nadie podía internarse sin su permiso. Agregaron que podrían llegar a la aldea antes que cayera la noche siguiendo una huella en el bosque. No estaba muy lejos, dijeron, sólo una o dos horas de marcha. Debían guiarse por los árboles marcados con tajos de machete. Los remeros atracaron las frágiles embarcaciones a la orilla y sin esperar instrucciones empezaron a lanzar los bultos a tierra.

Kate les pagó una parte de lo debido y, mediante su mal francés y la ayuda del hermano Fernando, logró comunicarles que debían regresar a buscarlos a ese mismo punto dentro de cuatro días, entonces recibirían el resto del dinero prometido y un premio en cigarrillos y latas de durazno al jugo. Los bantúes aceptaron con fingidas sonrisas y, retrocediendo a tropezones, treparon en sus canoas y se alejaron como si los persiguieran demonios.

– ¡Qué tipos tan excéntricos! -comentó Kate.

– Me temo que no volveremos a verlos -agregó Angie, preocupada.

– Mejor emprendemos la marcha antes que oscurezca -dijo el hermano Fernando, colocándose la mochila a la espalda y empuñando un par de bultos.

6 Los pigmeos

La huella anunciada por los bantúes era invisible. El terreno resultó ser un lodazal sembrado de raíces y ramas, donde a menudo se hundían los pies en una nata blanda de insectos, sanguijuelas y gusanos. Unas ratas gordas y grandes, como perros, se escurrían a su paso. Por fortuna llevaban botas hasta media pierna, que al menos los protegían de las serpientes. Era tanta la humedad que Alexander y Kate optaron por quitarse los lentes empañados, mientras el hermano Fernando, quien poco o nada veía sin los suyos, debía limpiarlos cada cinco minutos. En aquella vegetación lujuriosa no era fácil descubrir los árboles marcados por los machetes.

Una vez más Alexander comprobó que el clima del trópico agotaba el cuerpo y producía una pesada indiferencia en el alma. Echó de menos el frío limpio y vivificante de las montañas nevadas que solía escalar con su padre y que tanto amaba. Pensó que si él se sentía abrumado, su abuela debía estar al borde de un ataque al corazón, pero Kate rara vez se quejaba. La escritora no estaba dispuesta a dejarse vencer por la vejez. Decía que los años se notan cuando se encorva la espalda y se emiten ruidos: toses, carraspeos, crujir de huesos, gemidos. Por lo mismo ella andaba muy derecha y sin hacer ruido.

El grupo avanzaba casi a tientas, mientras los monos les tiraban proyectiles desde los árboles. Los amigos tenían una idea general de la dirección a seguir, pero no sospechaban la distancia que los separaba de la aldea; menos aún sospechaban el tipo de recibimiento que les esperaba.

Caminaron durante más de una hora, pero avanzaron poco, era imposible apurar el paso en ese terreno. Debieron atravesar varios pantanos con el agua hasta la cintura. En uno de ellos Angie Ninderera pisó en falso y dio un grito al comprender que se hundía en barro movedizo y sus esfuerzos por desprenderse eran inútiles. El hermano Fernando y Joel González sujetaron un extremo del rifle y ella se agarró a dos manos del otro, así la llevaron a tierra firme. En el proceso Angie soltó el bulto que llevaba.

– ¡Perdí mi bolso! -exclamó Angie al ver que éste se hundía irremediablemente en el barro.

– No importa, señorita, lo esencial es que pudimos sacarla -replicó el hermano Fernando.

– ¿Cómo que no importa? ¡Allí están mis cigarros y mi lápiz de labios!

Kate dio un suspiro de alivio: al menos no tendría que oler el maravilloso tabaco de Angie, la tentación era demasiado grande.

Aprovecharon un charco para lavarse un poco, pero debieron resignarse al barro metido en las botas. Además, tenían la incómoda sensación de ser observados desde la espesura.

– Creo que nos espían -dijo Kate por último, incapaz de soportar la tensión por más tiempo.

Se pusieron en círculo, armados con su reducido arsenal: el revólver y el rifle de Angie, un machete y un par de cuchillos.

– Que Dios nos ampare -musitó el hermano Fernando, una invocación que escapaba de sus labios cada vez con más frecuencia.

A los pocos minutos surgieron cautelosamente de la espesura unas figuras humanas tan pequeñas como niños; el más alto no alcanzaba el metro cincuenta. Tenían la piel de un color café amarillento, las piernas cortas, los brazos y el tronco largos, los ojos muy separados, las narices aplastadas, el cabello agrupado en motas.

– Deben ser los famosos pigmeos del bosque -dijo Angie, saludándolos con un gesto.

Estaban apenas cubiertos con taparrabos; uno llevaba una camiseta rotosa que le colgaba hasta debajo de las rodillas. Iban armados con lanzas, pero no las blandían amenazantes, sino que las usaban como bastones. Llevaban una red enrollada en un palo, que cargaban entre dos. Nadia se dio cuenta de que era idéntica a la que había atrapado a la gorila en el lugar donde aterrizaron con el avión, a muchas millas de distancia. Los pigmeos contestaron al saludo de Angie con una sonrisa confiada y unas palabras en francés, luego se lanzaron en un incesante parloteo en su lengua, que nadie entendió.

– ¿Pueden llevarnos a Ngoubé? -les interrumpió el hermano Fernando.

– ¿Ngoubé? Non… non…! -exclamaron los pigmeos.

– Tenemos que ir a Ngoubé -insistió el misionero.

El de la camiseta resultó ser quien mejor podía comunicarse, porque además de su reducido vocabulario en francés contaba con varias palabras en inglés. Se presentó como Beyé-Dokou. Otro lo señaló con un dedo y dijo que era el tuma de su clan, es decir, el mejor cazador. Beyé-Dokou lo hizo callar con un empujón amistoso, pero por la expresión satisfecha de su rostro pareció orgulloso del título. Los demás se echaron a reír a carcajadas, burlándose a voz en cuello de él. Cualquier asomo de vanidad era muy mal visto entre los pigmeos. Beyé-Dokou hundió la cabeza entre los hombros, avergonzado. Con alguna dificultad logró explicar a Kate que no debían acercarse a la aldea, porque era un lugar muy peligroso, sino alejarse de allí lo más deprisa posible.

– Kosongo, Mbembelé, Sombe, soldados… -repetía y hacía gestos de terror.