– ¿Qué quieres que te diga, David?
– Quiero que te acerques, me abraces y me digas que me quieres.
Un largo silencio. Finalmente dijo:
– Vuelvo a la cama.
– Crees que han hecho bien despidiéndome, ¿verdad?
– Supongo que tienen sus motivos.
– ¿En serio? ¿Por un par de líneas copiadas involuntariamente?
– Como bien sabes, la esencia de este mundo es principal y básicamente la imagen.
– Y gracias a MacAnna, mi imagen es ahora la de un ladrón… aunque, como mucho, se me pueda acusar de haber utilizado un par de bromas de otro.
– Eso es una forma de verlo.
La miré a los ojos.
– Como si no lo supiera.
– ¿Han dicho algo de la indemnización?
– De eso se encarga Alison, y ahora está en Nueva York.
– Pero ¿lo sabe?
– Hemos hablado.
– ¿Y?
– Quiere que duerma un poco.
– Me parece una idea estupenda.
– Crees que es culpa mía, ¿verdad?
– Es tarde, David.
– Responde a la pregunta, por favor -insistí.
– ¿Podemos hablar mañana?
– No. Ahora.
– De acuerdo. Creo que lo has estropeado todo. Y sí, estoy muy decepcionada. ¿Estás contento ahora?
Me puse de pie.
– Buenas noches -dije, y entré en el dormitorio pasando por su lado.
Me desnudé. Encontré el diacepam en el baño, me tragué cuatro tabletas (necesitaba perder el mundo de vista). Me metí en la cama. Puse el despertador a la una. Conecté el contestador. Me tapé la cabeza y me dormí en seguida.
Después sonó la alarma. Gracias a la dosis excesiva de diacepam, mi cerebro estaba completamente nublado, lo que tuvo un efecto beneficioso momentáneo, porque por un momento glorioso no supe dónde estaba. Pero luego vi una nota en la almohada: «Esta noche me voy a Seattle. Estaré fuera dos días. Sally».
Aquello realmente me devolvió a la tierra. Miré el reloj: la una. Me obligué a sentarme en la cama. Cogí la nota de Sally y la leí otra vez. Fría. Aséptica. Distante. La clase de nota que dejas a la señora de la limpieza. De repente me sentí muy solo, muy asustado, muy desesperado por ver a mi hija. Cogí el teléfono. No oí el beep que indicaba que tenía mensajes. De todos modos marqué el código del contestador. La voz grabada me informó de lo que ya sabía: «No tiene mensajes».
Pero no podía ser. Sin duda alguno de mis amigos y colegas se habría enterado de lo de la columna de MacAnna y habría llamado para demostrarme su apoyo.
Entonces me di cuenta de la cruda realidad: todos habían llamado hacía dos semanas. Ahora, ante las múltiples acusaciones de plagio, estaba solo. Nadie quería saber nada.
Descolgué otra vez el teléfono. Llamé a la casa de Lucy en Sausalito. Aunque sabía que Caitlin estaría en la escuela, su voz estaba grabada en el contestador y deseaba oírla.
Pero Lucy descolgó después de dos timbres.
– Eh, hola -dije.
– ¿Por qué llamas por la tarde? Sabes que Caitlin está en la escuela.
– Sólo quería dejarle un mensaje, diciéndole que la echaba de menos.
– ¿De repente echas de menos a tu antigua familia, ahora que tu carrera está acabada?
Aquello me despertó de golpe.
– ¿Cómo te has enterado?
– ¿No has visto el periódico de hoy?
– Acabo de levantarme.
– Bueno, pues yo de ti me volvería inmediatamente a la cama. Porque sales en la tercera página del San Francisco Chronicle y de Los Angeles Times. Muy bonito, David, robar el trabajo de los demás.
– No he robado nada.
– Claro, sólo has engañado. Como me engañaste a mí.
– Dile a Caitlin que la llamaré más tarde. -Y colgué.
Fui a la cocina. En la encimera estaba Los Angeles Times de la mañana. Sally había tenido la consideración de dejarlo abierto por la página tres, donde el titular de la derecha decía: «EL CREADOR DE TE VENDO ACUSADO DE MÁS PLAGIOS».
Debajo había un breve resumen de quinientas palabras de la obra de demolición de MacAnna, evidentemente escrito a toda prisa a última hora (cuando los primeros ejemplares de Hollywood Legit habrían llegado a los periódicos). Después de enumerar todos los cargos que MacAnna presentaba contra mí, el periódico afirmaba que, al ser contactado a última hora de la noche, Brad Bruce, productor de Te vendo, había dicho que «la noticia era una tragedia, tanto para David Armitage como para el equipo de Te vendo», y que más tarde la FRT emitiría un comunicado oficial.
Bonita estrategia, Brad. Primero mostrarse sensible a mis tribulaciones, antes de emitir el consiguiente comunicado de que me habían despedido del programa.
Corrí al ordenador y me conecté. Entré en la web del San Francisco Chronicle. El artículo también era un refrito rápido de su corresponsal en Los Ángeles, con el mismo recuento de las acusaciones y la misma cita de Brad. Pero lo que me sacó de quicio fue descubrir que en mi cuenta de correo tenía docenas de mensajes de periodistas varios, pidiendo una entrevista, o al menos, un comentario a la columna de MacAnna.
Cogí el teléfono y llamé a mi oficina. Mejor dicho: a mi antigua oficina. Respondió Jennifer, mi antigua ayudante. Al oír mi voz, su tono se volvió gélido.
– Me han dicho que saque las cosas de tu despacho -dijo-. Supongo que quieres que las mande a tu casa.
– Jennifer, al menos podrías decir «hola».
– Hola. ¿Quieres que te las mande a casa o no?
– Sí.
– Bien. Te llegará mañana por la mañana. ¿Qué hago con las llamadas?
– ¿Ha llamado alguien?
– Esta mañana ya van quince. Los Angeles Times, Hollywood Reporter, The New York Times, The Seattle Times, San Francisco Chronicle, San Jose Mercury, The Boston Globe…
– Me hago una idea -dije.
– ¿Quieres que te mande la lista y sus teléfonos por correo electrónico?
– No.
– ¿Y si alguien de la prensa quiere ponerse en contacto contigo…
– Diles que no estoy localizable.
– Si eso es lo que quieres.
– Jennifer, ¿a qué viene este tono de la era glacial?
– ¿Cómo esperas que me comporte? Teniendo en cuenta que ahora que te vas me han dado quince días para largarme.
– ¡Oh, Dios mío!
– Por favor, nada de clichés.
– No sé qué decir, excepto que lo siento. Todo esto es tanto una sorpresa para mí como…
– ¿Cómo puede ser una sorpresa si robaste el trabajo de otros?
– Nunca he tenido intención de…
– ¿De qué? ¿De que te pillaran? Bueno, gracias por haberme pillado en tu red.
Y colgó con un golpe.
Dejé el teléfono y me cogí la cabeza con las manos. Por muy grande que fuera el daño personal que había sufrido, me consternaba pensar que, sin quererlo, había provocado graves daños a dos personas inocentes. Igual de angustiosa era la idea de que quince periodistas me persiguieran para que hiciera comentarios. Porque ahora era noticia de verdad: el triunfador de la televisión que lo había mandado todo a paseo. O, al menos, ése sería el giro que le darían. Mi versión de la historia había funcionado de maravilla la semana anterior. Sin embargo, ahora, con todas aquellas pruebas nuevas triviales (pero pruebas al fin y al cabo), la marea se volvería contra mí, y la rueda giraría en otro sentido. Se me pondría como ejemplo de un hombre de talento asaltado por impulsos autodestructivos; un hombre que había creado una de las series de televisión más originales de la última década, y aun así tenía que robar ideas a otros autores. Y habría la habitual palabrería sobre mí como otra víctima del culto feroz al éxito efímero, bla, bla, bla.
La conclusión de todos los artículos era previsible: me convertiría en un escritor sin trabajo para siempre.
Miré el reloj. La una y catorce. Llamé a la oficina de Alison. Se puso Suzy, su ayudante, que parecía realmente angustiada. Antes de que pudiera preguntar por mi agente, dijo:
– Quería decirte que creo que lo que te está sucediendo es totalmente injusto.
Tragué saliva y sentí que los ojos me escocían.