El éxito había sido arrollador. Hizo una mueca mientras se tocaba la rodilla dolorida. Recordó la potencia del estallido y pensó que tal vez había sido demasiado eficaz, ya que lo había arrojado al suelo y le había obligado a avanzar a gatas mientras huía por la calzada de acceso de casa de los Dougherty. Dedujo que la mecha era demasiado corta. Necesitaba diez segundos para abandonar la casa y llegar a la calle. Los contó mentalmente y solo habían sido siete, pero necesitaba diez. Esos diez segundos eran muy importantes.
La próxima vez dejaría la mecha más larga.
El primer huevo, colocado en la cocina, había funcionado a la perfección, lo mismo que el prototipo. El segundo, el que depositó en la cama de los Dougherty… Su intención había sido matar al viejo y a su esposa y que luego ardiesen en el lecho. Cuando descubrió que no estaban en casa, la segunda bomba se tornó simbólica aunque, en última instancia, no fuera una parte viable de su plan.
Mientras se disponía a encender la mecha se percató de que, cuando llegara a la planta baja y encendiese la mecha del huevo de la cocina, el del primer piso ya habría estallado. Esa onda podría haber hecho explotar el gas sin darle tiempo a abandonar la casa. Por eso lo dejó donde estaba, con la esperanza de que estallaría en cuanto el incendio se propagase. Quedó convencido de que era lo que había sucedido por el modo en que el fuego subió a través del tejado de la casa. De no ser así, la policía habría encontrado el huevo y averiguado más de lo que quería que supiesen.
Aunque la idea de las dos bombas era atractiva, encenderlas a la vez resultaba impracticable porque el riesgo se volvía excesivo. A partir de ahora se limitaría a una bomba. Los demás aspectos de la explosión se habían convertido en un éxito digno de libro de texto. Todo había salido como estaba previsto. Bueno, no todo había sido así.
Eso lo llevaba al segundo punto: la chica. Su sonrisa se convirtió en una mueca de oreja a oreja, una mueca perversa y… poderosa. Le bastó pensar en ella para ponerse en tensión.
Como la joven suplicó e intentó forcejear, el notó que algo se quebraba en su interior y se aprovechó de ella. Se aprovechó total y salvajemente hasta que, temblorosa, quedo tendida en el suelo y fue incapaz de pronunciar palabra. «Así deberían ser las cosas. Todo debería funcionar de esa manera y en silencio». Si no ocurría voluntariamente, pues por la fuerza. Se le borró la sonrisa. La había forzado sin condón, lo que era una soberana estupidez. Entonces no lo había pensado porque se dejó llevar por la situación. También en este caso había tenido suerte, ya que el fuego borraría las pruebas. Al menos tuvo la presencia de ánimo suficiente como para rociarla con gasolina antes de echar a correr. La chica estaba destruida, lo mismo que todo lo que había dejado cuando emprendió la huida.
Todo lo cual lo conducía al tercer punto: la salida. No lo habían visto correr hasta el coche. ¡Qué suerte, qué suerte! La próxima vez no podría contar con que tendría la misma fortuna. Tenía que encontrar la manera más adecuada de emprender la retirada. Debía buscar una salida que, por mucho que lo viesen, no le sirviera de nada a la policía. Volvió a sonreír porque supo exactamente lo que haría.
Analizó su plan. Aunque bueno, tuvo que reconocer que fue el sexo lo que remató la velada. No era la primera vez que mataba ni que tenía relaciones sexuales pero, tras haber vivido ambas cosas a la vez, le resultó imposible concebir el asesinato sin el sexo.
En realidad, no era una sorpresa. Supuso que se trataba de su única… bueno, de su única debilidad. Quizá también era su mayor fortaleza. De todas las armas que había esgrimido en su vida, el sexo era la más sutil y la más elemental.
También era la mejor manera de poner a las mujeres en su sitio. Daba igual que fuesen jóvenes o viejas. El disfrute y la liberación estaban en la posesión… y en saber que no pasaría un día sin que recordasen que eran débiles y que él era fuerte.
Su principal problema fue permitir que vivieran. Por eso habían estado a punto de pillarlo. Casi era lo que había dado lugar a un castigo mucho mayor que el experimentado en el risible centro de detención de menores. Como demostraba Caitlin Burnette, también había aprendido de esa experiencia. Si te planteabas violar a una mujer, debías cerciorarte de que no viviría para contarlo.
Tenía que ser del todo sincero. Técnicamente, la velada había superado con creces sus expectativas. En términos realistas, había fracasado. No había dado en la diana. A la luz del día, tanto el incendio como la posesión de Caitlin perdieron intensidad. No se trataba de provocar un incendio, ya que el fuego solo era el instrumento, sino de infligir un castigo, la pena merecida. La vieja Dougherty se había librado de su destino. Había salido de la ciudad por Acción de Gracias. Era lo que la chica había dicho. Pero la vieja regresaría y, cuando volviera, la estaría esperando.
Hasta entonces tenía otras cosas que hacer. La señorita Penny Hill ocupaba el siguiente lugar en su lista mental de ofensoras. Ella y la vieja Dougherty eran uña y carne. Penny Hill se había tragado las mentiras de la vieja Dougherty. «Al principio yo también las creí». Al principio la vieja Dougherty les había ofrecido protección. Se mordió los labios. También generó esperanzas pero, al final, cambió de parecer y los acusó de cosas con las que no tenían nada que ver. Faltó implacablemente a su promesa de protección. Los echó a la calle y Hill se los llevó como si fuesen ganado. «Es por vuestro bien», había dicho Hill mientras los conducía al infierno en la tierra. «Ya lo veréis». Nada había sido por el bien de ellos.
Hill había mentido, como todos. Shane y él se habían sentido desamparados, sin hogar y vulnerables. La vieja Dougherty se había quedado sin hogar. No tardaría en sentirse desamparada y, por último, muerta. Ahora le tocaba a Penny Hill sentirse desamparada y sin hogar… y morir. Simplemente era justo. Por emplear sus propias palabras, era por su propio bien. Ya lo vería.
Consultó la hora. Tenía que ir a un sitio y no quería llegar tarde.
Capítulo 2
Lunes, 27 de noviembre, 6:55 horas
– ¡Papá!
Acompañado por la llamada a la puerta de su habitación, el grito logró que el alfiler de corbata que Reed sostenía cayera al suelo y acabase bajo el tocador. Suspiró.
– Pasa, Beth.
La puerta se abrió de par en par y entraron Beth, de catorce años, y su perro pastor de tres meses, que dio un salto a la carrera y aterrizó en medio de la cama de Reed. El perro se sacudió y esparció agua sucia por todas partes.
– Biggles, quieto.
Beth tironeó del collar, arrastró al cachorro por encima de las sábanas y lo obligó a bajarse de la cama. El perro se sentó en el suelo y sacó la lengua justo lo suficiente como para que resultase imposible regañarle.
Reed puso los brazos en jarras y, consternado, contempló las manchas de barro que el perro había dejado.
– Beth, acabo de cambiar las sábanas. Te pedí que le limpiases y secaras las patas antes de entrar en casa. El patio parece un barrizal.
Beth tuvo que disimular la sonrisa.
– Bueno, ahora tiene las patas limpias. Lavaré las sábanas, pero antes necesito dinero para la comida. Papá, el bus está a punto de llegar.
Reed se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón.
– ¿No te di dinero hace unos días?
Beth se encogió de hombros y extendió la mano.
– ¿Quieres que pase hambre?
El teniente le dirigió a su hija una mirada cargada de paciencia.
– Quiero que me ayudes a encontrar el alfiler de la corbata, que se ha caído bajo el tocador.
Beth se arrodilló en el suelo y tanteó debajo del mueble.
– Aquí lo tienes.
La joven lo depositó en la palma de la mano de su padre, que le dio un billete de veinte dólares.