– Lo más probable es que esté muerta. Lo sé. Seguiré sondeando a los congregados. Autorízame a entrar en cuanto sea posible.
Domingo, 26 de noviembre, 2:20 horas
Su corazón aún latía con fuerza y rapidez. Todo había salido tal como lo había planificado.
Bueno, no exactamente como lo había planificado. La señorita Caitlin Burnette era una sorpresa que no esperaba. Sacó el permiso de conducir del bolso que le había arrebatado. Era un pequeño recuerdo de la velada. La chica había dicho que no debía estar en la casa y le suplicó que la dejase marchar. Prometió que no se lo contaría a nadie, pero estaba claro que mentía. Las mujeres no decían más que mentiras. Lo sabía perfectamente.
Apartó deprisa la tierra que tapaba el escondite y destapó el cubo de plástico. Baratijas brillantes y llaves llamaron su atención. Las había enterrado el primer día que estuvo allí y desde entonces no había vuelto a verlas. No tuvo motivos para hacerlo. No fue necesario guardar nada, pero esa noche las había desenterrado. Echó el bolso de Caitlin sobre el resto de las baratijas, tapó el cubo y lo cubrió de tierra. Ya estaba. Ahora podía dormir.
Se relamió los labios mientras se alejaba. Todavía saboreaba a la chica, su perfume dulce y sus curvas sinuosas. Prácticamente le había caído del cielo, como un regalo navideño anticipado. Se había resistido. Rio suavemente. La chica se resistió, lloró, suplicó e intentó negarse, lo que lo excitó todavía más. Intentó arañarle la cara. No tuvo dificultades para sujetarla. Se estremeció, pues el recuerdo era muy reciente. Casi había olvidado lo agradable que resultaba cuando se negaban. Le bastó pensarlo para excitarse. Se figuraban que siempre podían resistirse y negarse.
Claro que él era más grande y más fuerte y que nadie volvería a decirle que no.
El niño lo vio desde una ventana del primer piso y se le aceleró el pulso. Tenía que contárselo a alguien. ¿A quién podía decírselo? Si hablaba, el hombre se enteraría. Se enfurecería y el crío ya sabía lo que ocurría cuando se enfurecía. Aterrado, el pequeño volvió a la cama, se tapó la cabeza y lloró.
Domingo, 26 de noviembre, 2:15 horas
Mientras deambulaba por la estructura en ruinas, Reed pensó que la casa había sido bonita. Parecía que, en un lado, los daños no eran tan graves como en el otro. Pronto amanecería y vería mejor la situación. Encendió la linterna de gran potencia, iluminó las paredes y buscó las marcas de quemaduras que lo conducirían hasta el foco de origen del incendio.
Se detuvo y se volvió hacia el bombero que había dirigido los trabajos en el interior:
– ¿Qué ardía cuando entrasteis?
Brian Mahoney meneó la cabeza.
– Vimos llamas en la cocina, el garaje, el dormitorio de la planta alta y la sala. Habíamos llegado a la sala cuando el techo empezó a desplomarse y saqué a mi gente. No pude ser más oportuno. El techo de la cocina se hundió. A partir de ese momento nos dedicamos a impedir que el incendio se extendiese a otras casas.
Reed miró a través de lo que habían sido la planta baja, el primer piso, el desván y el techo y contempló el cielo estrellado. Tal vez existían múltiples puntos de origen. Algún cabrón quería cerciorarse de que la casa se quemaba.
– ¿Hay heridos?
Brian se encogió de hombros.
– El novato ha sufrido quemaduras de poca importancia, pero se recuperará. Uno de los chicos aspiró humo. El capitán los ha enviado a urgencias para que les echen un vistazo. Oye, Reed, entré a buscar a la chica, pero aún había demasiado humo. En el caso de que estuviera aquí…
– Lo sé -lo interrumpió Reed con gran seriedad y volvió a ponerse en movimiento-. Ya lo sé.
– ¡Reed! -gritó Larry Fletcher, que se encontraba de pie en la cocina, junto a la pared más distante.
Reed reparó en el acto en que habían apartado el horno de la pared y preguntó:
– ¿Lo habéis quitado vosotros?
– Nosotros no hemos hecho nada -respondió Brian-. ¿Crees que utilizó gas para iniciar el incendio?
– Explicaría la primera explosión.
Larry siguió mirándose los pies.
– La chica está aquí.
Reed se mordió los labios y se detuvo junto a Larry. Temeroso de lo que vería, dirigió la luz de la linterna hacia el suelo y contuvo el aliento.
– ¡Maldito sea!
De tan carbonizado, el cuerpo estaba irreconocible.
– ¡Maldito sea! -repitió Brian, furioso hasta lo indecible-. ¿Sabes quién es?
Reed recorrió el cuerpo con el haz de luz de la linterna y se obligó a guardar mentalmente las distancias y a no pensar en la forma en la que la chica había muerto.
– Todavía no. Las señoras que están enfrente me dieron el número del antiguo propietario de la casa. Se trata de Joe Dougherty padre. Su hijo Joe ocupa ahora la casa. Joe padre dice que Joe hijo y su esposa han alquilado un barco de pesca y están a veinte millas de la costa de Florida, donde pasarán el fin de semana. Supone que regresarán el lunes por la mañana. Dice que su nuera trabaja en un bufete del centro. Le parece que la chica que contrataron para cuidar del gato es hija de una compañera de despacho de la nuera. Se trata de una universitaria. Intentaré localizar a los padres. -Suspiró al percatarse de que Larry seguía con la mirada clavada en el cuerpo-. Larry, no podías saber que la chica estaba aquí.
– Mi hija también es universitaria -murmuró Larry con tono ronco.
«Y a la mía le queda poco para entrar en la universidad», pensó Reed y rechazó la idea, ya que esa clase de pensamientos enloquecía a cualquiera.
– Le pediré al forense que venga. También se presentará mi equipo. Larry, tienes un aspecto lamentable. Los dos estáis fatal. Salgamos. Interrogaré a vuestros hombres y luego regresaréis al parque y descansaréis.
Larry asintió desesperanzado.
– Has olvidado llamarme «señor». -Fue una frivolidad que resultó miserablemente inútil-. En los años que trabajamos juntos nunca me llamaste «señor».
Aquellos años habían sido muy buenos y Larry era uno de los mejores capitanes a cuyas órdenes había estado.
– Sí, señor -se corrigió Reed sin levantar la voz. Cogió a Larry del brazo y alejó a su viejo amigo de la crueldad carbonizada que hasta hacía poco había albergado el alma de una joven-. En marcha.
Domingo, 26 de noviembre, 2:55 horas
– Reed, ya he montado los focos.
Sentado en el habitáculo de su todoterreno, Reed dejó de repasar las notas que había tomado. Ben Trammell se encontraba a pocos metros y su mirada era de preocupación. Ben era la última incorporación al equipo y, como la mayoría de los integrantes, había sido bombero varios años antes de incorporarse a la oficina de investigaciones de incendios. De todos modos, esa era la primera muerte de Ben en su condición de investigador y la tensión resultaba perceptible en su mirada.
– ¿Estás bien? -quiso saber Reed y Ben movió afirmativamente la cabeza-. Me alegro.
Reed le hizo señas al fotógrafo, que se protegía del frío en el interior de su coche. Foster se apeó con la cámara en las manos y la videocámara colgada del cuello.
– En marcha -añadió Reed con brío y subió por la calzada de acceso, entre los escombros abandonados por los bomberos. Cuando amaneciese se ocuparían de analizar lo que estaba al aire libre-. Ahora no tocaremos nada. Examinaremos el escenario y me encargaré de realizar unas mediciones. Entonces veremos qué tenemos.
– ¿Has pedido autorización? -inquirió Foster.
– Todavía no. Quiero que, cuando la solicite, la autorización incluya todo lo necesario. -Tenía una sensación muy negativa con relación al cadáver que yacía en la cocina de casa de los Dougherty y, como era meticuloso, se preparó mentalmente para abarcar todos los aspectos legales-. Entraremos a investigar origen y causas. Si hay algo más pediré una orden judicial, sobre todo porque los dueños no están y no pueden autorizar nuestra entrada.