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– Oh, no tanto -dijo-. Pero me alegro de haber ayudado. ¿Ya has hablado con Janet?

– No. Bob me ha dicho que estaba durmiendo. Es raro en ella; Janet es como tú, Martha: en pie como las gallinas y a punto para enfrentarse a todos los avatares de la vida. ¿Has hablado tú con ella?

– No, tampoco… tampoco se ha puesto.

– Bueno, se merece un descanso. Igual que tú. No debes agotarte, Martha, pero sé que esas consultorías significan mucho para ti, y para tus votantes. Es un gran gesto. Una gran idea.

La chica del Times también lo había dicho y lo había puesto en su artículo. Era un buen artículo, pensó Martha, echándole otro vistazo. Pero… era muy halagador con ella.

«La directora, la prefecta y la chica nueva», rezaba el titular. Janet, por supuesto, era la directora, y se la describía como una de las líderes del nuevo partido «apasionada con la necesidad de alimentar, educar y mejorar la salud, tanto física como moral». Sonaba un poco… a institutriz. Y Janet parecía la institutriz en la foto, con su «uniforme», y los cabellos cepillados hacia atrás muy tirantes. Por su parte, Mary Norton hablaba del papel de las mujeres en la política, la necesidad de expandir su base de poder, de la discriminación positiva, de las mujeres como una fuerza dentro de los sindicatos, que debían aspirar a doblar el número de guarderías en el lugar de trabajo, conseguir el permiso de paternidad, alargar el permiso de maternidad. Sonaba muy feminista, muy de izquierdas: a Martha le sorprendía que Jack estuviera complacido con su contribución. Mary, con los cabellos rizados y elegantes mechas grises, jersey y chaqueta conjuntados y la cara poco maquillada, estaba imponente. Y después estaba Martha: Martha mirando a la cámara, con los ojos castaños muy abiertos y los cabellos lisos y con mechas, con una camiseta de escote oblicuo y una chaqueta de corte perfecto, diciendo que se preocupaba por los desfavorecidos, hombres o mujeres, mencionando a Lina y el horror de su sala mixta, su escuela pública, destruida por el «ideal de inclusión», hablando de sus asesorías jurídicas en su ciudad natal, y cómo veía la política desde «mi punto de vista de chica».

Se la presentaba encantadora, considerada y modesta. Estaba preciosa. La periodista la había destacado como «Quizá la más humana de las tres, la que todavía vive en el mundo real, la más consciente de lo que quiere de la política y con el carisma a su favor para conseguir su escaño y poner en práctica sus ideas. Jack Kirkland, el líder del Partido Progresista de Centro, la apoya sin tapujos: dice que representa el futuro del partido».

Eso era lo que la había preocupado más -desde el momento en que lo leyó, a última hora de la noche anterior en la estación de Waterloo, y la había tenido despierta toda la noche-, que la destacaran y saliera tan favorecida, y desde que Janet se había negado a ponerse al teléfono, estaba aún más preocupada.

Si fuera Janet, no le habría gustado que la retrataran como la vieja estadista, no le habrían gustado las implicaciones de su papel de niñera, ni las poco halagadoras fotografías. Por mucho que se esforzara en decir que le daba igual su aspecto, sí le importaba. Se cortaba el pelo en Nicky Clarke y se lo peinaban dos veces a la semana, y sus trajes de uniforme eran todos de Jaeger y MaxMara. A Mary Norton le daba igual. Ella tenía integridad política de verdad, y estaba dedicada a sus ideales. La cuestión era que Janet quedaba como la menos carismática de las tres, y el carisma lo era todo en política. Era lo que mantenía a Tony Blair tan firmemente en su puesto.

Martha intentó llamar a Janet por segunda vez, y dejó otro mensaje en el contestador. Por lo visto, Bob se había cansado de hacerle de secretario. Comprobó sus correos una vez más por si Janet le había escrito. No había ninguna noticia.

– Martha, cariño, perdona que no te haya contestado las llamadas antes. He tenido una mañana feroz. El artículo ha salido perfecto, ¿no te parece? Creo que las tres hemos quedado de maravilla. Me gustó mucho, sobre todo que se mencionaran casi todos mis puntos. Y Jack también está complacido. Tú sales preciosa en la foto. Mary y yo no tanto, pero ésa no es la cuestión, ¿verdad? Gracias por haber encontrado tiempo.

Martha conducía por la Mu y sintió que el coche podía despegar y salir volando. Debería dejar de preocuparse por Janet. No había ninguna necesidad.

Clio miró a Fergus, frente a ella en la mesa, y se preguntó si debería decirle que no necesitaba coger el último tren de vuelta, porque una vez más estaba instalada en casa de Jocasta.

Sin embargo, podría parecer un poco atrevido. Como una invitación. Él había dicho un par de veces, muy cortésmente, que tenían que estar atentos al reloj porque ella tenía que irse, y había añadido que no le hacía gracia que tuviera que ir en transporte público a esas horas un sábado por la noche. ¿No le daba miedo? Clio había dicho que no. Y que tenía el coche en la estación. Eso era cierto.

Pero estaba pasándolo de maravilla. Estaban en el Mon Plaisir, en Covent Garden, y su calidez, su encanto lujoso, su exquisita comida, sus jóvenes y guapos camareros, la habían relajado del todo. Se había puesto muy nerviosa, por supuesto. Ya no tenía ni idea de lo que se llevaba para ir a un restaurante de Londres, y a las seis, cuando debería estar duchándose, estaba planchando frenéticamente una blusa de seda color crema, que tenía cinco años. Fergus le dijo que estaba guapísima y ella intentó creérselo. Él sin duda estaba muy apuesto con un traje de hilo color crema y una camisa de seda negra, que la hicieron sentir más patosa que nunca.

Dejó de preocuparse por su ropa a los tres minutos. Fergus había estado encantador toda la cena, halagador y divertido. ¿Por qué le gustaba? ¿Por qué? La hacía reír y hacía que ella le hiciera reír. ¿Cómo lo hacía? Le preguntaba su opinión muy en serio sobre si debía comprarse un piso que había visto en Putney.

– A mí no me preguntes -dijo Clio, riendo-. No sé nada de propiedades en Londres. Aunque si me dan el empleo, tendré que buscar.

– Ah -dijo él, sonriéndole-, pero a ti te sobra sentido común, y no puedo permitirme ese piso. La verdad es que por ahora, al menos, no.

– Pues no te lo compres.

– Sabía que dirías eso -dijo él.

– Entonces ¿por qué me lo preguntas?

– Creía que te convencería y de paso me convencería a mí mismo. Es una preciosidad, junto al río, con un pequeño jardín en la azotea, bueno, es una terracita en realidad. Te encantaría, Clio.

Clio había sopesado la relevancia de que a ella le gustara y había decidido, más bien con tristeza, que era una forma de hablar.

Después Fergus le habló de todos los espectáculos del West End: qué había visto Clio, qué le gustaría ver.

– My Fair Lady -dijo ella inmediatamente, y entonces se dio cuenta de lo pueblerino que debía de parecerle y se ruborizó.

– A mí también -dijo él, sin embargo-, ¿por qué no vamos juntos? También me gustaría ver Les miserables -añadió-. Ya ves lo atrasado que estoy.

Clio se había temido que lo hubiera dicho sólo para hacerla sentir mejor, pero de todos modos dijo que sí.

– Y Chicago.

– Pues tenemos un montón de trabajo por delante -dijo él, y echó un vistazo al reloj.

Ahora estaba aburrido, pensó ella, pero él sólo dijo:

– Se te hace tarde.

Entonces fue cuando dijo que no le hacía gracia dejarla sola en un tren.

¿Debía decirlo o no? Que no tenía por qué coger el tren, pero ¿cómo exactamente? ¿Qué diría? Suspiró sin quererlo, y cuando él la miró, dijo:

– Tengo que ir al servicio. Discúlpame.

Tardó un rato en arreglarse el maquillaje, en perfumarse y contemplarse con su traje de mujer de mediana edad. Cuando salió, vio que había una chica en la mesa, sentada en su sitio, una chica preciosa, con una media melena perfecta y un vestido de seda ajustado. Seguramente le había dicho que fuera a salvarle: «La mujer con la que he quedado se marcha a las once -le habría dicho-, tiene que volver al pueblo. Tú y yo podemos salir por ahí».