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¡No le importaba! ¡Le parecía bien. Dios mío, qué buena era. Qué generosa. Bien, en ese caso, tal vez…

– ¿Eres Kate? ¿Kate Tarrant?

– Sí, soy yo.

– Ah, hola, Kate, soy Jed. El ayudante del señor Corelli.

– Ah, hola.

– Quiere saber dónde te compraste los vaqueros. Se lo apuntó y perdió la nota.

– En Harvey Nichols -dijo Kate.

– ¡Harvey Nichols! Es estupendo. Iremos mañana mismo. ¿Te han gustado las fotos?

– Aún no las he visto.

– Pues le mandé algunas a tu agente.

– ¿Ah, sí? Es que hoy no le he visto. He salido de compras.

– Ah, vale. Bueno, he oído que estaban muy contentos. Los de Smith. Estarás muy emocionada.

Kate colgó y llamó inmediatamente a Fergus.

Kate estaba furiosa, colorada, con los ojos brillantes, los puños cerrados.

– ¡Gracias por decírmelo!

– ¿Decirte qué, Kate?

– Ya lo sabéis. Lo del contrato. Fergus me ha dicho que había hablado con vosotros, que tenía que preguntaros.

– Sí, es verdad.

– ¿Y cuándo fue eso?

– Fue ayer, cariño.

– ¿Y no pensabais decírmelo?

– Esperábamos el momento oportuno.

– Muy bien -dijo Kate-, éste es el momento.

– Tu padre no está.

– No me importa.

– Pero a mí sí -dijo Helen-. Es un asunto importante y no quiero discutirlo sin tu padre.

Kate salió de casa, dando un portazo tan fuerte que las ventanas vibraron.

El camarero colocó un filete de salmón en el plato, lo cubrió con la salsa de la cazuela, todo con suma precisión, y después se inclinó sobre Nick para dejar cuidadosamente las verduras sobre la mesa y dijo muy bajito:

– Señor Marshall, tiene algo en el bolsillo de la americana.

– Gracias. Muchas gracias.

Nick estaba almorzando en el comedor de prensa con uno de los chicos del Ministerio de Exteriores. Se disculpó en cuanto pudo con educación y salió despacio del comedor. Tenía la americana colgada en un perchero. La cogió como si nada, se metió en el servicio y se sentó en uno de los inodoros. No era la primera vez que le sucedía: era una forma discreta de pasar información. Pero siempre era emocionante, se sentía como si participara en una miniserie o algo así.

Había una nota cuidadosamente doblada en el bolsillo interior de la americana, con la palabra «Confidencial».

«Me gustaría hablar contigo algún día -dijo-, sobre el Partido Progresista de Centro y su futuro. Sé cosas que te parecerían muy interesantes. Quizá puedas llamarme al móvil.»

Estaba firmado Janet Frean.

Clio pensaba a menudo que si hubiera sido una persona más sincera, toda su vida podría haber sido diferente.

Si le hubiera dicho a Mark lo que estaba haciendo en realidad el día de la entrevista con la junta, en lugar de pretender que tenía hora con el ortodontista, que exigía que saliera de la consulta a la hora del almuerzo, entonces…, todo habría sido muy diferente. Se habría tomado todo el día libre para preparar la entrevista y habría ido a Londres por la mañana, para ir con tiempo de sobra. Pero la entrevista sería bastante tarde para que pudiera pasar consulta por la mañana y tener tiempo para ir a casa, cambiarse de ropa y coger el tren sobre las dos. Sólo tenía que encontrar un sustituto para las visitas a domicilio, que eran muy pocas aquel día.

Con ese plan en la cabeza, se puso una camisa que era… no exactamente vieja, pero sí pasada de moda y un poco descolorida, y una falda que también había vivido mejores días. Y sus zapatos más viejos y cómodos. Las visitas se habían alargado un poco y no había acabado hasta la una menos diez, pero no era grave. Podía estar en casa a la una, y entonces…

– ¿Clio? Llaman de The Laurels. -Margaret parecía preocupada-. La enfermera dice que es importante. Se trata de los Morris.

– Pásamela -dijo.

La señora Morris había muerto aquella mañana, dijo la enfermera.

– Ha sido una muerte tranquila. Y el señor Morris estaba con ella.

– Oh, qué triste… -A Clio se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento -dijo-, cuánto lo siento. ¿Cómo está el señor Morris?

– Por eso la he llamado -dijo la enfermera-. Está muy trastornado. Y pregunta por usted. Me preguntaba si…

– No puedo -dijo Clio-. Tengo que ir a Londres y…

Diez minutos después estaba en The Laurels.

El señor Morris estaba sentado con la señora Morris, cogiéndole la mano. A la señora Morris le habían puesto un camisón limpio y tenía en la cara una sonrisa pacífica de muerte. Clio cogió una silla y se sentó a su lado, cogiéndole la otra mano. Él la miró y dijo, con lágrimas resbalándole por las mejillas:

– Me ha dejado, doctora Scott. Me ha dejado.

– Lo sé -dijo amablemente-. Lo sé y lo siento mucho.

– Me prometió que no lo haría. Me prometió que me esperaría. ¿Qué voy a hacer sin ella?

Eran las dos cuando salió disparada por el camino de entrada, esquivando por los pelos a la camioneta de la carnicería. Se alegraba de haber ido. Aunque le costara el empleo.

¿Qué podía hacer ahora? Si iba derecho a la estación, quizá cogería el de las dos y media. Así llegaría justo a tiempo para arreglarse un poco y ordenar sus ideas, con su falda y su camisa viejas, y los zapatos gastados. Por otro lado, podía aparecer arreglada y decente, pero tarde.

Clio pensó en las personas que probablemente formarían la junta y sus intereses y decidió que no se fijarían tanto en su chaqueta de Paul Costelloe y sus pantalones de Jigsaw. Fue a la estación.

– ¡Qué puta mierda! -exclamó Eliot Griers.

Chad Lawrence le miró; pocas personas habían oído maldecir a Eliot. En general, sus modales no habrían ofendido a un claustro de monjas camino de maitines.

– Pensé que esto… te animaría -dijo.

– Es asombroso. ¿Por qué no me lo habías dicho, maldito inútil?

– ¡Eliot! -Pero sonreía-. Lo siento, lo siento mucho. Lo había olvidado. Ya sabes cómo se esconden las cosas en rincones del cerebro y… allí se quedan. Le he estado dando vueltas a esa noche una y otra vez, intentando recordar algún detalle, y anoche me acordé. Ella volvió, estoy seguro. Había olvidado el móvil. Tú ya te habías ido con tu ligue…

– No era mi ligue.

– No, está bien, tu viuda desconsolada, o divorciada, o lo que sea. Así que es posible, cabe dentro de lo posible, que os viera. Es posible. Y ella también vio las cifras de la encuesta, por cierto.

Clio cogió el tren de las dos y media, por los pelos. Se instaló en un compartimento, recuperó el aliento y buscó un peine en el bolso. No llevaba peine. Por suerte, sí tenía una bolsita de maquillaje y podría…

– ¡Mierda! -exclamó en voz alta.

Tampoco llevaba la bolsa de maquillaje.

Qué desastre…

Encendió el móvil, que había apagado mientras estaba con el señor Morris. Tenía un mensaje de texto de Fergus, que decía: «Suerte con la entrevista. Espero que lleves el vestido de la fiesta». Era un cielo. A lo mejor no la había encontrado tan aburrida, a lo mejor… Le contestó.

«Muchas gracias. Ojalá. Llevo ropa vieja. Estoy espantosa. Clio.»

Él le contestó inmediatamente.

«¿Por qué?»

«Muchos líos. No sé si llegaré.»

Ya llegaba tarde. ¡Mierda!

«Nos disculpamos con los clientes por el retraso. Debido a un fallo en los semáforos de Waterloo, este tren tendrá su final en Vauxhall. Se recomienda a los clientes…»

¡Clientes!

– ¡No somos putos clientes! -gritó a un desventurado revisor que pasaba por el vagón-. Somos pasajeros. Personas que quieren ir a algún sitio. Con sus trenes. ¿Se entera?

Él se encogió de hombros.

– No me culpe a mí, guapa -dijo, y se alejó.

¡Mierda, mierda, mierda! Estaba escrito que no conseguiría ese empleo. Lo estaba. No valía la pena…