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– Me lo imagino. Ah, ahí está la persona que esperaba. Ya nos veremos.

La chica Blair echó una miradita a Buckley.

– El artículo de esta mañana sobre el Partido Progresista de Centro era interesante. Aunque no me sorprende, era demasiado bonito para ser verdad.

– Tienes razón. Estoy de acuerdo.

– Me gusta Martin. Siempre es justo con ambos bandos.

– Creo que eso no es del todo preciso. Se pone más a menudo de vuestro bando, en mi opinión.

– No necesariamente. Le vi el lunes, almorzando con Michael Fitzroy.

– No me digas -comentó Nick-. Tal vez me equivoque.

Qué interesante. Michael Fitzroy almorzando con Buckley. Michael Fitzroy almorzando con Janet Frean. No tenía por qué significar nada. Pero… era interesante. Muy interesante. Tal vez una pequeña charla con Teddy Buchanan lo sería aún más…

– Clio, soy Fergus. Otra vez.

– Ah, hola, Fergus.

Mierda, estaba sin aliento, nerviosa. Ni compuesta, ni en control de la situación.

– Quería saber si estabas libre el sábado para cenar.

– Sería estupendo. Gracias.

Colgó e intentó recuperarse antes de que entrara el siguiente paciente. Venga ya, Clio, no te hagas ilusiones. Fergus sólo quiere pasar el rato. Seguramente, su novia está de viaje o algo así. Calma. A ver si empiezas a tomarte las cosas tal como vienen. Es sólo una cena, no una proposición de matrimonio. Compórtate.

Apretó el intercomunicador.

– Haz entrar a mi cita para cenar, por favor, Margaret.

– Disculpa, Clio -dijo Margaret, divertida-. ¿Cómo dices?

– Tengo que irme. -Gideon se inclinó sobre Jocasta y la besó en la cabeza. Ella estaba enterrada en almohadas en la inmensa cama de su habitación de Cruxbury, y estaba medio dormida-. Volveré en cuarenta y ocho horas.

– ¡Cuarenta y ocho! -Le miró parpadeando e intentando despertarse-. Me dijiste que estarías fuera una noche.

– Era una noche. Que se ha convertido en dos. En cierto modo es mejor, ya pensaba quedarme de todas maneras.

– ¿Ah, sí?

– Sí, señora. Me ilusionaba la idea de estar lejos de ti dos noches y no una. A lo mejor me estoy aburriendo de ti.

– ¡Gideon, no tiene gracia!

– Lo siento.

– Sabías que quería ir contigo si estabas fuera más de una noche. Te lo dije.

– ¿Ah, sí? Lo siento, lo olvidé.

– Es una cosa muy importante para olvidarla. Habría ido. No quiero que te vayas.

– Bueno, querida, puedes venir, si quieres.

– Ya no puedo. Para qué, además, si es evidente que te da lo mismo.

– Jocasta, qué tontería -dijo Gideon, sonriendo-. No te inventes cosas. No me da lo mismo.

– Entonces ¿cómo puedes olvidar decirme que vas a estar fuera otra noche?

Él empezó a impacientarse.

– Jocasta, esto es absurdo. Oye, llego tarde, ¿quieres venir o no? Si vienes, tienes cinco minutos para hacer la maleta.

– No, no quiero ir, gracias. -Le dio la espalda y sintió unas absurdas ganas de llorar. ¿Qué le pasaba? ¿Qué había sido de la independiente Jocasta Forbes? ¿Cuándo había comenzando a ser esa persona dependiente y pegajosa que lloraba porque su marido se marchaba dos días? Era penoso.

– Jocasta…

– Gideon, está bien. Vete. Nos veremos dentro de un par de días.

– Pensaba volver a Londres. ¿Puedes ir?

– No… no estoy segura -dijo.

– ¿Tienes cosas que hacer aquí?

Los ojos azules ya empezaban a brillar de irritación.

– Podría ser.

– Jocasta, te estás portando como una niña. Me voy… -Sonó su móvil-. ¿Diga? ¿Cómo estás, cariño? No, claro que no, nunca estoy ocupado para ti. -Su voz había cambiado por completo. Debía de ser Fionnuala.

Jocasta se quedó echada con los ojos cerrados, fingiendo que no escuchaba.

– Sí, de hecho sí. Voy a Los Angeles y después a Miami. Es perfecto. Puedo ir a veros veinticuatro horas. Dile a tu madre que me llame. ¿Qué? Ahora salgo de Cruxbury, para coger el vuelo del mediodía. Adiós, cielo.

Miró a Jocasta, y le sonrió, de nuevo afable.

– Era Fionnuala. Quiere que vaya a ver otro poni con ella.

– ¡Otro! Gideon, ya le has comprado tres.

– Sí, pero parece que éste es especial. En fin, lo siento, cariño, pero eso significa otro día, así que estaré en Londres el viernes. Por favor, vete, hazlo por mí. Podemos pasar el fin de semana en Londres. Te gustaría, ¿no?

– Sí, sería muy emocionante -dijo Jocasta, esforzándose por parecer sarcástica.

– Estupendo. -Evidentemente el sarcasmo había fracasado-. Piensa en cosas que te gustaría ver, o sitios donde te gustaría ir, y dile a Marissa que lo reserve. Te quiero.

– Adiós -dijo Jocasta, y se enterró bajo las almohadas.

En cuanto estuvo fuera, se sintió fatal. ¿Cómo podía comportarse así, como una niña mimada? Ni siquiera le había despedido como es debido, ni le había dicho que le quería. Y si su vuelo se estrellaba, y si… Cogió el móvil e intentó llamarle. Estaba puesto el contestador. Y si lo había hecho a propósito, y si estaba tan enfadado con ella que no quería hablar… Volvió a intentarlo y le dejó un mensaje: «Siento no haberme despedido como es debido. Yo también te quiero. Llámame cuando escuches el mensaje».

Se levantó y miró el jardín. Hacía un día precioso. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Pasear? ¿Trabajar en el jardín? ¿Bañarse en la piscina? ¿Sola? ¿Todo el día? Mierda, qué penoso.

Y la vida de Gideon era puro trabajo, tensiones, fechas límite y pasar al asunto siguiente. Dios mío, ella le iba a parecer muy aburrida, muy pronto.

Jocasta sintió que se le encogía el corazón. ¿Había sido una buena idea dejar su trabajo? ¿Debería haber seguido un tiempo? Hasta… ¿hasta qué? Hasta que tuviera hijos, diría la gente. Pero ella no quería tener hijos. No quería.

El viejo dicho de que «quien se casa sin pensar, tiene tiempo para arrepentirse» le daba vueltas en la cabeza. Se lo quitó de encima a base de fuerza de voluntad.

Pero todo el día, mientras se bañaba en la piscina y después hacía la maleta, iba a Londres y se instalaba en la enorme casa de Kensington Palace Gardens, no paraba de asaltarla. Y con él la idea de que había permitido que entrara en su conciencia tan poco tiempo después de casarse. Hacía poco más de un mes que era la señora Keeble y ya no estaba tan contenta de serlo.

Esa tarde, a las cinco, en posesión de una chaqueta de Chanel, después de inscribirse en la primera de una docena de clases de vuelo para el día siguiente, y con un BMW Z3 plateado encargado, seguía deprimida. Deprimida y casi asustada.

Capítulo 32

– Martha, tenemos que hablar. -La voz de Janet era enérgica y decidida.

No te asustes, Martha, tranquila.

– ¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Es importante?

– Depende del punto de vista, diría yo. Pensaba que podríamos vernos después del trabajo.

– Lo siento, Janet, pero hoy acabaré a las tantas. Podríamos quedar mañana.

– Oye. -La voz de Janet era casi impaciente-. Oye, yo también estoy hasta arriba, pero tenemos que hacer esto y…

– Janet, ¿hacer qué? No te entiendo…

– Ay, Dios. ¿Chad no te ha llamado? Veamos, ha organizado lo que él llama una entrevista a las tropas femeninas. Con una chica del Times, para el periódico del sábado. Cree que podemos salvar al partido.

Las tropas femeninas consistían en Janet, Martha y Mary Norton, una de las pocas desertoras del Partido Laborista hacia el Partido Progresista de Centro. Cuarenta y tantos, sensata, expresiva, con un marcado acento del norte. Era muy buena con los medios y una invitada frecuente en Any Questions y Question Time. Martha sólo había coincidido con ella una vez y aún le había inspirado más respeto que Janet Frean.

– Jack cree que formaremos un buen equipo.

– Tú y Mary seguro -dijo Martha cautelosamente.

– Sí, pero Jack te considera nuestro futuro -dijo Janet. Lo dijo con frialdad-. Además -añadió más amable-, tú eres la más guapa de las tres.