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– Unos matones samuráis le dieron una paliza -explicó Kanai-. Le rompieron varios huesos. Por eso está deformado.

A Reiko la consternó esa nueva muestra de la cruel existencia de los hinin.

– Nadie va a hacerte daño. Sólo quiero hablar. Si prometes no salir corriendo te soltarán.

Su expresión decía que no confiaba en ella, pero asintió. Los guardias lo soltaron y quedaron prestos a agarrarlo otra vez si era necesario.

– ¿Hablar de qué?

– De la noche en que asesinaron a Umeko y sus padres -respondió Reiko.

A los ojos de Ihei asomó un destello de pánico. Dio un paso atrás. Kanai exclamó:

– ¡Quieto!

Los guardias aferraron a Ihei, que gritó:

– ¡No sé nada sobre eso!

– Te vieron alejarte corriendo de la casa -dijo Reiko.

Al muchacho se le demudaron las facciones.

– Yo no tuve nada que ver. -Se le tiñó la voz de bravuconería culpable-. ¡Lo… lo juro!

– Entonces ¿qué hacías allí?

– Fui a ver a Umeko.

– ¿Para qué? -Cabía la posibilidad de que la víctima buscada hubiera sido Umeko, a pesar de las pruebas que indicaban que a su padre lo habían matado primero. Recordó que la hermana de Yugao era prostituta. Al ver que Ihei vacilaba, dijo-: ¿Eras uno de sus clientes?

– ¡No! -exclamó Ihei, ofendido.

– Sí que lo eras -dijo Kanai-. No mientas o te meterás en un buen lío.

Ihei suspiró con resignación.

– De acuerdo: era cliente de Umeko. Pero era algo más que lo normal. Yo la amaba. -Le tembló la voz y las lágrimas trazaron surcos en la mugre de sus mejillas-. ¡Y ahora se ha ido!

Su dolor parecía genuino, pero a veces los asesinos lloraban de verdad la pérdida de los seres queridos que habían matado. Reiko los había visto sollozar durante sus juicios en el tribunal de su padre.

– ¿Por qué fuiste a verla?

– Esa mañana le había pedido que se casara conmigo. Me dijo que no y se burló de mí. -Los ojos de Ihei ardían de humillación-. Me dijo que jamás se rebajaría a casarse con un paria jiboso. Yo le dije que ya sabía que por nacimiento era más noble que yo, pero que ahora los dos éramos hinin. El destino nos había juntado aquí. Le dije que la quería mucho, que la haría feliz. Gano dinero suficiente para que hubiera podido mudarse a mi cabana y dejar de vender su cuerpo. Pero entonces se enfadó.

Su tono reflejaba el dolor y la sorpresa que debió de sentir.

– Me dijo que no iba a vivir aquí para siempre. Estaba furiosa conmigo por sugerirlo. Me dijo que iba a esperar a que su padre cumpliera su condena y recuperase su negocio y su casa, y entonces se casaría con algún rico. Y que la dejara en paz, que no quería volver a verme.

La chica parecía lo bastante insensible y brusca para provocar un asesinato.

– Pero tú no la dejaste en paz-dedujo Reiko-. Volviste esa noche. ¿Qué pasó?

– Tenía que verla. Creía que podría hacerla cambiar de opinión. Esa noche fui a su casa y llamé al marco de la puerta. Cuando me respondió, traté de razonar con ella. Me dijo que me callara, que su familia dormía. Y añadió que podía entrar, por el precio de costumbre. Lo único que quería de mí era dinero. -El barrendero agachó la cabeza, desconsolado-. La deseaba tanto que accedí. Me llevó a su cuarto e hice el amor con ella.

Reiko se los imaginó en el cobertizo de la casa. Mientras Umeko lo atendía, ¿el despecho por su rechazo había avivado la pasión de él? ¿Su amor se había convertido en odio?

– Cuando acabamos, nos quedamos dormidos. No sé cuánto tiempo. Me despertaron unos gritos y ruidos. Su madre chilló: «¿Qué haces?» y luego «¡Para!». Estaba llorando. Se oían golpes y fragor como de pelea en la otra habitación. -Ihei pareció confundido al recordarlo-. Umeko se levantó de un salto y fue a ver qué pasaba. La oí decir: «¿Qué ocurre?» Luego empezó a gritar «¡No!» y pedirme ayuda a voces. Aparté la cortina y vi que alguien perseguía a Umeko, dándole puñaladas. -Alzó el puño e imitó los frenéticos cuchillazos hacia abajo-. Umeko cayó a mis pies y los gritos cesaron. Olía a sangre.

Ihei contuvo una arcada; los ojos le brillaban de miedo recordado.

– Lo único que se oía era el sonido de alguien jadeando. Entonces, de repente, una sombra se abalanzó sobre mí. Vi el resplandor del cuchillo en su mano. -Retrocedió un paso, imitando su reacción-. Di media vuelta y salí corriendo por la puerta. No paré de correr hasta llegar a casa.

Le tembló el cuerpo quebrantado; se tapó la cara con las manos y sollozó.

– Umeko está muerta. ¡Ojalá hubiera podido salvarla! Pero lo único que hice fue correr como un cobarde.

Reiko se imaginó la escena; vio su terror al darse cuenta de que su amada había sido asesinada con su familia y que él sería el siguiente en morir a menos que huyera. También se imaginó una escena muy distinta. Después de yacer con Umeko, tal vez había vuelto a proponerle matrimonio y ella lo había rechazado de nuevo. Tal vez habían discutido y él se había enfadado tanto que la había apuñalado; y cuando sus padres intentaron intervenir, él volvió el cuchillo contra ellos.

– ¿Reconociste a quien la apuñaló? -preguntó Reiko.

– No. -Dejó caer las manos y alzó hacia ella unos ojos enrojecidos por el llanto-. Estaba oscuro; no veía casi nada. En ese momento pensé que un loco había entrado en la casa mientras yo dormía. Pero debió de ser Yugao. Vamos, la arrestaron a ella, ¿no?

– Así es -dijo Reiko. Si ella era la asesina, eso explicaría que fuera la única superviviente de la familia, e ilesa. Los asesinatos podrían haber sucedido como los había descrito el barrendero; a lo mejor había sorprendido a Yugao con las manos en la masa. Sin embargo, Ihei no era lo que se dice un testigo fiable: tenía causa sobrada y la oportunidad perfecta para haber cometido los asesinatos.

– Os lo he contado todo -dijo-. ¿Puedo irme ya?

Reiko vaciló. Era tan buen sospechoso como Yugao; había suficientes indicios para condenarlo en un tribunal. Se sintió tentada de hacerlo conducir a la cárcel, pero recordó lo que Sano había dicho sobre interferir con la ley. No era competencia suya arrestar sospechosos. Además, no estaba especialmente ansiosa por exonerar a Yugao, ya que todavía no había llegado a una conclusión acerca de la inocencia o culpabilidad de la muchacha.

– Puedes irte -dijo-, siempre que te quedes en Edo. Es posible que te necesite para hacerte más preguntas.

– No os preocupéis -respondió el jefe-. No irá a ninguna parte. No tiene adonde ir.

El barrendero se alejó con su paso desigual, tras recoger escoba, cesta y pala. Reiko se dirigió a Kanai:

– ¿Sigues convencido de que Yugao mató a su familia?

Él arrugó la nariz y se rascó la cabeza.

– Ya no estoy tan seguro. Habéis perforado dos vías de agua en mi confianza. Ahora es evidente que esa noche se cocían más cosas de las que yo suponía. -Reflexionó un momento-. Pero supongamos que Ihei, el alcaide o algún otro mató a esas personas. Entonces, ¿por qué confesó Yugao?

– Buena pregunta -repuso Reiko.

Yugao era un misterio que debía resolver si quería solucionar el crimen. A lo mejor los secretos de aquella mujer se escondían en la vida que había llevado antes de llegar al poblado hinin.

– ¿Cómo pensáis responderla? -preguntó Kanai.

– Creo que emprenderé un viaje al pasado -contestó Reiko.