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– Por donde al final acaban pasando todos los de aquí. -La expresión de Kanai indicaba que estaba perdiendo la paciencia con ella, pero dijo-: Acompañadme; os llevaré.

Reemprendieron la marcha por el poblado. Reiko abordó a los transeúntes y los habitantes de las casuchas que se iba encontrando, sin resultados. Sus escoltas parecían aburridos y cabizbajos. Apareció un aguador, cargado de cubos suspendidos de una gruesa vara que llevaba sobre los hombros; Reiko tenía sed, pero no soportaba la idea de beber agua de ese lugar inmundo. Se secó la cara con la manga y alzó la vista bizqueando hacia el sol que lucía alto y brillante a través del humo. Contra el cielo se recortaba la esquelética estructura de madera de una torre de incendios. Sobre la plataforma, debajo de la campana que colgaba de la punta, había un muchacho.

Reiko lo llamó.

– Eh, chico, ¿estabas de servicio la noche en que asesinaron a la familia Taruya?

El muchacho bajo la vista hacia ella y asintió.

– ¿Puedes bajar un momento?

El muchacho se deslizó escalerilla abajo, ágil como un mono. Tenía unos doce años, cara de muñeco y cuerpo huesudo. Reiko pidió que le describiera lo que recordara de esa noche.

– Oí gritos -explicó él-. Vi salir corriendo a Ihei de la casa.

– ¿Quién es Ihei? -preguntó Reiko. El interés reavivó sus energías.

– Vive cerca del río. Solía visitar a Umeko.

– Fue ladrón en su existencia previa -explicó Kanai-. Ahora es barrendero.

Reiko alzó la vista hacia la atalaya, calculó la distancia hasta la casa de Yugao e imaginó el aspecto que debía de tener el poblado a medianoche.

– ¿Cómo lo reconociste? -le preguntó al niño-. ¿No estaba oscuro?

– Había rayos. Además, Ihei camina así. -Encorvó la espalda y arrastró los pies.

Reiko no sabía si alegrarse o lamentar que ya tenía dos sospechosos situados en el escenario del crimen además de Yugao. Le dio las gracias al muchacho, que le hizo una reverencia y salió disparado entre los guardias.

Kanai gritó:

– ¡Espera un momento! -Salió corriendo en pos del chico y lo agarró del cuello de la camisa-. Devuélvelo.

El muchacho se sacó a regañadientes del bolsillo una bolsita de cuero cerrada a cordón. Era de las que usaban los hombres para llevar dinero, medicinas, artículos religiosos y otros pequeños objetos valiosos.

– Oye, eso es mío -dijo el teniente Asukai, palpando el vacío donde antes le había colgado la bolsa de la faja. Se la arrebató al chico.

– Tenéis que ir con cuidado cerca de él, sus padres, sus hermanos y sus hermanas -dijo Kanai-. Son rateros expertos, todos y cada uno de ellos. -Soltó al chico y le dio un azote en el trasero-. Pórtate bien, o haré que añadan otro año a vuestras condenas.

Al poco, Reiko y sus acompañantes llegaron a su destino: un salón de té instalado en una cabana grande, cerrada por un techo de juncos y paredes de tablones, a la orilla del río. Tenía las puertas de delante y detrás abiertas para que la corriente refrescara a los hombres repantigados en el suelo elevado. El dueño servía licor de toscas jarras de cerámica. El local parecía el centro social del mundo de los parias. Río abajo había embarcaciones que albergaban burdeles y teterías para ciudadanos ordinarios; unos puentes cruzaban hacia los barrios de la orilla opuesta.

El jefe llamó a uno de los parroquianos:

– ¿Qué haces aquí tan temprano, alcaide? ¿Han cerrado la cárcel de Edo, o es que te has tomado el día libre?

– ¿Y a ti que más te da si me lo he tomado? -repuso el alcaide. Era un hombre bajo y musculoso, de unos cuarenta años. Llevaba la cabeza rapada y ceñida por una sucia cinta de algodón blanco. Tenía las cejas pobladas y morenas, sombra de barba y la tez maltratada por marcas, poros hinchados y viejas cicatrices. Llevaba los brazos cubiertos de tatuajes.

El jefe de la aldea hizo caso omiso de sus malos modos.

– Esta dama es la hija del magistrado Ueda. La ha mandado a investigar el asesinato de Taruya y su familia. Quiere hablar contigo.

El alcaide miró hacia Reiko sin parpadear. Los puntitos de luz reflejados en ellos parecían anormalmente brillantes.

– Sé quién es vuestro padre. -Su sonrisilla mostró unos dientes medio podridos-. No es que hayamos coincidido nunca, pero trabajo para él.

Reiko se fijó en las manchas de su quimono azul y sus sandalias de paja y en la mugre que tenía bajo las uñas. ¿Sería sangre de los criminales a los que había torturado en la prisión? La recorrió un escalofrío. Esa investigación le estaba mostrando el lado oscuro del trabajo de su padre, además de los bajos fondos de Edo.

– ¿Fuiste a visitar a Taruya esa noche? -preguntó.

– ¿Y qué si fui?

– ¿Para qué?

– Tenía negocios con él. -El alcaide repasó a Reiko con la mirada y se relamió.

– ¿Qué clase de negocios? -preguntó ella, tratando de no encogerse.

– Taruya había puesto en marcha una red de juego en la cárcel. Estafaba a los que trabajaban allí. -La ira de su voz dejaba claro que él mismo había sido una víctima de Taruya-. Fui a ordenarle que devolviera el dinero que había robado. Me dijo que lo había ganado honradamente y que ya se lo había gastado. Nos enzarzamos en una pelea. Lo molí a palos hasta que su mujer empezó a pegarme con una sartén de hierro y me echó a empujones.

Esbozó una mueca de asco y luego se sonrió.

– Pero ahora Taruya está muerto. Ya no timará a nadie más. Su hija le hizo un favor al mundo cuando lo acuchilló.

Su hija no era la única persona con motivos para matarlo, pensó Reiko.

– ¿Dónde fuiste al salir de la casa?

– A ver a mi amiga.

– Es una fulana -aclaró el jefe.

Los puntitos brillantes de los ojos del alcaide se encogieron de lascivia.

– Si por casualidad el magistrado Ueda está pensando en endosarme los asesinatos en lugar de a Yugao, decidle que yo no fui. No hubiese podido. Pasé toda la noche con mi señorita. Ella puede jurarlo.

Aun así, Reiko sabía que un hombre que había extorsionado y apaleado a mercaderes por dinero no tendría reparos en asesinar, y le parecía capaz de intimidar a una mujer para que mintiera por él.

– ¿Hay más preguntas? -Su sonrisa era de mofa y su mirada se paseaba por el cuerpo de Reiko.

– De momento no -respondió ella. A menos que pudiera encontrar indicios en su contra.

– Entonces, si me disculpáis… -El alcaide se dirigió a la puerta de atrás con andares chulescos, se metió la mano bajo el quimono y se sacó el miembro del taparrabos. Después de ofrecer a Reiko una buena panorámica de él, orinó en una escupidera que había junto a la puerta-. Dadle recuerdos al magistrado Ueda.

Reiko ardía de ultraje y vergüenza. El jefe le dijo:

– Mis disculpas por sus malos modales. -Echó un vistazo calle abajo-. Si queréis otra oportunidad de salvar a Yugao, por ahí se acerca.

Un joven caminaba hacia el salón de té, con los hombros encorvados y arrastrando los pies. Llevaba ropa descolorida y raída; un sombrero de mimbre le sombreaba la cara, arrugada en un ceño que parecía permanente. Llevaba una escoba, una pala y una cesta de basura.

– Ése es Ihei -dijo Nakai.

El barrendero alzó la vista cuando Reiko y sus guardias avanzaron hacia él. Alarmado, dio media vuelta y echó a correr.

– ¡Detenedlo! -ordenó Reiko a sus guardias.

Los hombres se lanzaron detrás del joven. Este soltó sus herramientas y apretó el paso, pero cojeaba y los guardias lo atraparon con facilidad. Lo llevaron a empujones ante Reiko.

– ¡Soltadme! -gritaba él, revolviéndose-. ¡No he hecho nada malo! -Tenía voz débil y aguda, y la mugrienta cara tensa de pánico.

– Si no has hecho nada malo, ¿por qué huías? -preguntó Reiko.

Se le marcó más aun el ceño de sorpresa al ver a una dama de su clase en el poblado. Echó un vistazo a sus guardias.

– Yo… tenía miedo de que me hicieran daño.