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Se detuvieron a dos manzanas del edificio achaparrado, semejante a un barracón.

– Zalmai y yo esperaremos aquí -dijo Rashid-. Oh, antes de que se me olvide…

Sacó un chicle del bolsillo como regalo de despedida y se lo dio a Aziza con expresión de envarada magnanimidad. Ella lo aceptó y musitó las gracias. A Laila le maravilló el buen talante de su hija, su inmensa capacidad para perdonar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La abrumó una gran congoja y se le encogió el corazón de dolor al pensar que esa tarde la niña no dormiría la siesta a su lado, que no notaría el leve peso de su brazo sobre el pecho, la curva de su cabeza en las costillas, su cálido aliento en el cuello y sus pies en el vientre.

Cuando Laila y Mariam se alejaron con Aziza, Zalmai empezó a gemir y a gritar: «¡Ziza! ¡Ziza!», retorciéndose y pataleando en brazos de su padre, sin dejar de llamar a su hermana hasta que el mono de un organillero que había al otro lado de la calle distrajo su atención.

Recorrieron las dos últimas manzanas las tres solas. Cuando se acercaron al edificio, Laila vio su fachada agrietada, el tejado combado, los tablones de madera clavados en las aberturas donde faltaban las ventanas y la parte superior de un columpio asomando por encima de una tapia ruinosa.

Se detuvieron frente a la puerta y Laila repitió a Aziza lo que ya le había explicado antes.

– Y si te preguntan por tu padre, ¿qué dirás?

– Que lo mataron los muyahidines -respondió la niña con expresión recelosa.

– Eso es, cariño, ¿lo entiendes?

– Sí, porque ésta es una escuela especial -añadió la pequeña.

Ahora que ya había llegado y el edificio era algo real, parecía angustiada. Le temblaba el labio inferior y sus ojos amenazaban con llenarse de lágrimas. Laila comprendió que hacía denodados esfuerzos por mostrarse valiente.

– Si decimos la verdad -prosiguió Aziza con un hilillo de voz-, no me aceptarán. Es una escuela especial. Quiero ir a casa.

– Vendré a visitarte todos los días -consiguió decir la madre-. Lo prometo.

– Yo también -aseguró Mariam-. Vendremos a verte, Aziza yo, y jugaremos juntas, como siempre. Sólo será por una temporada, hasta que tu padre encuentre trabajo.

– Aquí tienen comida -añadió Laila con voz entrecortada. Se alegraba de que el burka impidiera que su hija viera cómo se desmoronaba-. Aquí no pasarás hambre. Tienen arroz, pan y agua, y puede que incluso te den fruta.

– Pero tú no estarás. Y jala Mariam tampoco estará conmigo.

– Vendremos a verte -insistió la madre-. Todos los días. Mírame, Aziza. Vendré a verte. Soy tu madre. Vendré a verte, cueste lo que cueste.

El director del orfanato era un hombre encorvado y enjuto con un rostro de facciones agradables. Se estaba quedando calvo, lucía una barba hirsuta y tenía los ojos como guisantes. Se llamaba Zaman. Llevaba casquete y el cristal izquierdo de sus gafas estaba roto.

De camino hacia su despacho, preguntó a Laila y a Mariam por sus nombres y también el nombre y la edad de Aziza. Recorrieron pasillos tenuemente iluminados en los que vieron niños descalzos que se apartaban para dejarles paso y se quedaban mirándolas. Iban despeinados o con la cabeza afeitada. Llevaban jerséis de mangas raídas, téjanos rotos con las rodillas deshilachadas y chaquetas con parches de cinta aislante. A Laila le llegó el olor a jabón y talco, amoníaco y orines, y al creciente temor de Aziza, que había empezado a gimotear.

Laila vislumbró el patio: lleno de malas hierbas, con un columpio desvencijado, neumáticos viejos y una pelota de baloncesto deshinchada. Pasaron por delante de habitaciones sin muebles apenas y con las ventanas tapadas con plásticos. Un niño salió corriendo de una de las habitaciones y cogió a Laila por el codo, tratando de encaramarse a sus brazos. Un ayudante, que estaba limpiando lo que parecía un charco de orina, dejó la fregona y se lo llevó.

Zaman se mostraba como un amable dueño con los huérfanos. Dio palmaditas en algunas cabezas al pasar, les dijo unas palabras cordiales, les alborotó el pelo, sin ser condescendiente. Los niños recibían sus caricias con agrado, alzando la mirada hacia él, esperando su aprobación, según le pareció a Laila.

El director les indicó que pasaran a su despacho, una habitación con tan sólo tres sillas plegables y una desordenada mesa cubierta de pilas de papeles.

– Eres de Herat -dijo Zaman a Mariam-. Se te nota en el acento.

El hombre se recostó en su silla, enlazó las manos sobre el vientre y dijo que su cuñado había vivido en Herat. Incluso en esos gestos corrientes, Laila percibió cierto esfuerzo en sus movimientos. Y aunque Zaman sonreía ligeramente, Laila lo notaba inquieto y dolido, como si disimulara la decepción y el sentimiento de derrota con un barniz de buen humor.

– Trabajaba el cristal -añadió el director-. Fabricaba hermosos cisnes del color del jade verde. Al mirarlos a la luz del sol, brillaban por dentro, como si el cristal estuviera lleno de joyas diminutas. ¿Has vuelto alguna vez a Herat?

Mariam dijo que no.

– Yo soy de Kandahar. ¿Has estado alguna vez en Kandahar, hamshira? ¿No? Es precioso. ¡Qué jardines! ¡Y qué uvas! Oh, las uvas. Son un deleite para el paladar.

Unos cuantos niños se apiñaban en la puerta para asomarse. Zaman los echó afablemente, habiéndoles en pastún.

– Por supuesto, también me encanta Herat. Ciudad de artistas y escritores, de sufíes y místicos. Ya conoces el viejo chiste: que no se puede estirar una pierna en Herat sin darle a un poeta un puntapié en el trasero.

Aziza soltó una carcajada.

Zaman fingió sorprenderse.

– Ah, vaya. Te he hecho reír, pequeña hamshira. Ésa suele ser la parte más difícil. Me tenías preocupado. Pensaba que tendría que cloquear como una gallina, o rebuznar como un burro. Pero ya está. Y eres encantadora.

El director llamó a un ayudante para que cuidara de la niña unos instantes. La pequeña se subió al regazo de Mariam y se aferró a ella.

– Sólo vamos a hablar, mi amor -la tranquilizó Laila-. Estaré aquí mismo. ¿De acuerdo? Estaré aquí.

– ¿Por qué no salimos unos minutos, Aziza yo? -dijo Mariam-. Tu madre necesita hablar con este señor. Sólo será un momento. Vamos.

Cuando se quedaron solos, el director preguntó la fecha de nacimiento de Aziza, así como su historial de enfermedades y alergias. Preguntó también por el padre de la niña y Laila vivió la extraña experiencia de contar una mentira que en realidad era verdad. Zaman la escuchó con una expresión que no revelaba credulidad ni escepticismo. Afirmó que dirigía el orfanato basándose en el honor. Si una hamshira decía que su marido había muerto y que no podía cuidar de sus hijos, él no lo ponía en duda.

Laila se echó a llorar.

Zaman dejó a un lado el bolígrafo.

– Estoy avergonzada -dijo la mujer con voz ronca, apretando la palma de la mano contra la boca.

– Mírame, hamshira.

– ¿Qué clase de madre abandona a su propia hija? -sollozó ella.

– Mírame.

Laila alzó la vista.

– No es culpa tuya. ¿Me oyes? No es culpa tuya. Es de esos salvajes, esos washis. Por su culpa siento vergüenza de ser pastún. Han deshonrado el nombre de mi pueblo. Y no eres tú sola, hamshira. Aquí vienen madres como tú a cada momento, a cada momento. Madres que no pueden alimentar a sus hijos porque los talibanes no les permiten trabajar para ganarse la vida. Así que no te culpes. Nadie aquí te culpa. Lo comprendo. -Se inclinó adelante-. Hamshira, lo comprendo.

Laila se secó los ojos con la tela del burka.

– En cuanto a este lugar… -Zaman suspiró y señaló con la mano-, ya ves que se encuentra en un estado desastroso. Siempre andamos faltos de recursos, siempre tenemos que arañar lo que podemos, improvisando. Hacemos lo que tenemos que hacer, como tú. Alá es bueno y generoso; Alá provee, y mientras Él provea, yo me encargaré de que Aziza esté vestida y alimentada. Eso puedo prometértelo.