– Eso. Y cuando se deslizan una cerca de la otra, chocan así, ¿lo ves, mammy?, y entonces se libera energía, que se transmite hasta la superficie y hace que la tierra tiemble.
– Estás aprendiendo mucho -dijo Mariam-. Ahora eres mucho más lista que tu tonta jala.
– Tú no eres tonta, jala Mariam -replicó Aziza, con una sonrisa radiante-. Y Kaka Zaman dice que a veces los movimientos de rocas se producen a mucha, mucha profundidad, y que son muy potentes y terribles allí abajo, pero que en la superficie sólo notamos un leve temblor. Sólo un leve temblor.
En la visita anterior, la charla era sobre los átomos de oxígeno de la atmósfera, que dispersaban el color azul de la luz azul del sol. «Si la tierra no tuviera atmósfera -había dicho Aziza, jadeando un poco-, el cielo no sería azul, sino negro, y el sol no sería más que una gran estrella brillante en la oscuridad.»
– ¿Volverá Aziza con nosotros esta vez? -preguntó Zalmai.
– Pronto, mi amor -contestó su madre-. Pronto.
Laila vio que su hijo se alejaba con los andares de su padre: inclinado hacia delante y curvando los dedos de los pies. Zalmai se dirigió al columpio, empujó uno de los asientos vacíos y acabó sentándose en el cemento para arrancar hierbajos de una grieta.
«El agua se evapora de las hojas, mammy, ¿lo sabías?, igual que le ocurre a la ropa tendida. Y eso hace que el agua suba por el árbol desde la tierra y siguiendo las raíces, y luego hasta el tronco, pasando por las ramas hasta llegar a las hojas. Se llama transpiración.»
En más de una ocasión, Laila se había preguntado qué harían los talibanes si descubrían las clases secretas de Kaka Zaman.
Durante sus visitas, Aziza no permitía muchos silencios. Los llenaba todos con su cháchara aguda y cantarina. Tocaba todos los temas y gesticulaba ampliamente, exhibiendo un nerviosismo que no era propio de ella. También reía de una forma distinta. No era tanto una risa, en realidad, como una rúbrica nerviosa con la que Laila sospechaba que su hija trataba de tranquilizarla.
Y también observaba otros cambios. Se había fijado en que Aziza llevaba las uñas sucias y la niña, consciente de que su madre lo había notado, se metía las manos bajo los muslos. Siempre que un niño lloraba cerca de ellas, con los mocos colgándole de la nariz, o si pasaba alguno desnudo con el pelo sucio, Aziza parpadeaba y rápidamente trataba de justificarlo. Era como una anfitriona avergonzada por su mísera casa y sus desaliñados hijos.
Al preguntarle qué tal estaba, sus respuestas eran vagas, pero alentadoras.
– Estoy bien, jala. Estoy bien.
– ¿Te molestan los otros niños?
– No, mammy. Todos son buenos conmigo.
– ¿Comes? ¿Duermes bien?
– Como. También duermo. Sí. Anoche comimos cordero. O fue la semana pasada.
Cuando Aziza hablaba así, Laila reconocía en ella más de un rasgo de Mariam.
La niña había empezado a tartamudear. Fue Mariam la primera en notarlo. El tartamudeo era leve, pero perceptible, y más acusado en las palabras que empezaban con te. Laila preguntó a Zaman al respecto.
– Pensaba que era de nacimiento -respondió él, frunciendo el entrecejo.
Ese viernes por la tarde, salieron del orfanato con Aziza para dar un paseo con Rashid, que esperaba en la parada del autobús. Cuando Zalmai vio a su padre, soltó un emocionado grito y se retorció con impaciencia para desasirse de los brazos de su madre. Aziza saludó a Rashid con tono envarado, pero sin hostilidad alguna.
El hombre dijo que debían darse prisa porque sólo disponía de dos horas antes de volver al trabajo. Era su primera semana como portero del Intercontinental. Desde las doce del mediodía hasta las ocho de la tarde, seis días a la semana, Rashid abría las puertas de los coches, llevaba los equipajes y pasaba la fregona si se derramaba algo. A veces, al final de la jornada, el cocinero del bufet restaurante le daba unas sobras para que se las llevara a casa, siempre que fuera discreto: albóndigas frías y aceitosas; alas de pollo fritas con la piel seca y dura; pasta rellena que se había vuelto gomosa; arroz reseco. Rashid había prometido a Laila que, en cuanto ahorrara algo de dinero, la niña podría volver a casa.
El hombre llevaba puesto el uniforme, un traje de poliéster de color rojo burdeos, camisa blanca, corbatín y gorra con visera sobre los cabellos blancos. Con él Rashid se transformaba en un hombre vulnerable, lastimosamente perplejo, casi inofensivo. Como alguien que aceptaba sin protestar las humillaciones que le deparaba la vida. Una persona patética y admirable a la vez por su docilidad.
Fueron en autobús hasta la Ciudad Titanic. Llegaron al lecho seco del río, flanqueado a ambos lados por casetas improvisadas que se aferraban a las secas orillas. Cerca del puente, mientras bajaban las escaleras, vieron a un hombre descalzo que colgaba de la cuerda de una grúa con las orejas cortadas, ahorcado. En el río, se mezclaron con el gentío de compradores que pululaban por allí, los cambistas, los aburridos trabajadores de las ONG, los vendedores de tabaco, y las mujeres con burka que mendigaban ofreciendo recetas falsas para antibióticos. Talibanes armados con látigos y mascando naswar patrullaban la Ciudad Titanic a la caza de risas indiscretas y rostros femeninos al descubierto.
En un quiosco de juguetes que había entre un vendedor de abrigos pusti y un puesto de flores artificiales, Zalmai pidió una pelota de baloncesto de goma con espirales amarillas y azules.
– Elige lo que quieras -dijo Rashid a Aziza.
La niña vaciló, petrificada por la vergüenza.
– Deprisa. Tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.
Aziza escogió un dispensador de bolas de chicle. Para conseguir una bola había que meter una moneda, que luego se recuperaba.
Rashid enarcó las cejas cuando el vendedor le dio el precio. Se produjo entonces un regateo.
– Devuélvelo -ordenó finalmente el padre en tono belicoso, como si hubiera estado regateando con ella-. No puedo pagar las dos cosas.
La alegre fachada que animaba a la pequeña fue desmoronándose a medida que se acercaban de vuelta al orfanato. Dejó de gesticular. Su rostro se ensombreció. Ocurría todas las veces. Había llegado el turno de Laila, ayudada por Mariam, de seguir con la cháchara, reír nerviosamente, llenar los melancólicos silencios con bromas apresuradas sin ton ni son.
Más tarde, cuando Rashid los dejó en el orfanato y cogió el autobús para irse a trabajar, Laila se despidió de Aziza, que agitaba la mano y caminaba pegada a la pared del patio. Pensó en su tartamudeo y en lo que le había explicado antes su hija sobre fracturas de placas y potentes colisiones que ocurrían en las profundidades de la tierra, y en que a veces en la superficie sólo se percibía un leve temblor.
– ¡Vete! ¡Fuera! -gritó Zalmai.
– Calla -dijo Mariam-. ¿A quién le gritas?
– A ese hombre de ahí -dijo el niño, señalándolo.
Laila siguió la dirección de su mano. En efecto, había un hombre apoyado en el portón de la casa. El hombre volvió la cabeza al ver que se acercaban, bajó los brazos y avanzó unos cuantos pasos hacia ellos, cojeando.
Laila se detuvo.
Un sonido ahogado le subió por la garganta. Le fallaron las piernas. De repente Laila quería, necesitaba aferrarse a Mariam, a su brazo, su hombro, su muñeca, lo que fuera. Pero no lo hizo. No se atrevió. No osó mover un solo músculo. No se aventuró a respirar, ni a pestañear siquiera, por miedo a que el hombre no fuera más que un espejismo que titilaba a lo lejos, una frágil ilusión que se desvanecería a la menor provocación. Laila se quedó absolutamente inmóvil, mirando a Tariq, hasta que el pecho le pidió aire dolorosamente y los ojos le escocieron de no pestañear. Y milagrosamente, después de inspirar profundamente y de cerrar y abrir los ojos, descubrió que él seguía allí. Tariq seguía frente a ella.