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Laila contestó que le daba igual lo que hicieran otras personas con sus hijos.

– La tendré vigilada -añadió Rashid, que empezaba a perder la paciencia-. Es un lugar seguro. Hay una mezquita al otro lado de la calle.

– ¡No permitiré que conviertas a mi hija en una mendiga! -espetó Laila.

La bofetada sonó con fuerza cuando la palma de la gruesa mano de Rashid chocó con la mejilla de Laila, volviéndole la cara. También acalló los ruidos de la cocina. Por unos instantes, la casa quedó sumida en un absoluto silencio. Luego se oyó el ruido de pasos apresurados en el pasillo y Mariam y los niños entraron en la sala de estar, mirando a uno y a otro.

Entonces Laila le asestó un puñetazo.

Era la primera vez que golpeaba a alguien, sin contar los puñetazos que había intercambiado en broma con Tariq. Pero ésos habían sido golpes flojos, con los puños abiertos, tímidamente amistosos, cómoda expresión de inquietudes que resultaban emocionantes y desconcertantes a la vez. Se los lanzaba al músculo que Tariq llamaba «deltoides» con tono enterado.

Laila observó el arco que trazó su puño al hendir el aire, y notó cómo se arrugaba la piel basta y sin afeitar de Rashid bajo sus nudillos. Se oyó un sonido como el de un saco de arroz al caer al suelo. El golpe fue fuerte. El impacto hizo que el hombre se tambaleara y reculara dos pasos.

En el otro extremo de la habitación se oyó un gemido ahogado, un chillido y un grito. Laila no sabía a quién correspondía cada sonido. En ese momento, estaba demasiado sorprendida para darse cuenta de nada o para que le importara siquiera. Simplemente, necesitaba asimilar lo que había hecho. Cuando lo consiguió, estuvo a punto de sonreír. Estuvo a punto de sonreír de oreja a oreja cuando vio con asombro que Rashid abandonaba tranquilamente la sala de estar.

De repente, a Laila le pareció que las penurias colectivas de Mariam, Aziza y ella misma, desaparecían sin más, que se evaporaban como la huella de las manos de Zalmai en la pantalla del televisor. Aunque fuera absurdo, le pareció que había valido la pena sufrir todo lo que habían sufrido para llegar a ese momento culminante, a ese acto de desafío que pondría fin a todas las humillaciones.

Laila no se percató de que Rashid había vuelto hasta que notó su mano alrededor de la garganta. Hasta que él la levantó del suelo y la lanzó contra la pared.

De cerca, el rostro despectivo de su marido parecía increíblemente grande. Reparó en lo abotargado que se estaba volviendo con la edad, y en que habían aumentado los vasos sanguíneos rotos que trazaban caminos diminutos en su nariz. Rashid no pronunció palabra. En realidad, ¿qué podía decirse, qué era necesario decir, cuando uno le metía a su mujer el cañón de una pistola en la boca?

***

Fueron las redadas lo que motivaron que cavaran el agujero en el patio. En ocasiones eran mensuales, a veces semanales. Últimamente, casi todos los días. Por lo general, los talibanes confiscaban cosas, pateaban algún culo y propinaban un par de golpes en la cabeza. Pero también azotaban públicamente a la gente en las palmas de las manos o las plantas de los pies.

– Con cuidado -jadeó Mariam, arrodillada al borde del agujero. Bajaron el televisor hasta el fondo, sujetando cada uno un extremo del plástico en el que lo habían envuelto-. Creo que así está bien.

Cuando terminaron de tapar el televisor, aplanaron la tierra y echaron un poco más alrededor del agujero para que no se notara tanto.

– Ya está. -Mariam suspiró, limpiándose las manos en el vestido.

Habían convenido en que desenterrarían el aparato cuando fuera más seguro, cuando los talibanes redujeran las redadas, en un mes, o dos, o seis, o quizá más.

En el sueño de Laila, Mariam y ella se encuentran detrás del cobertizo, cavando de nuevo. Pero esta vez es a Aziza a quien entierran. La respiración de la niña empaña el plástico en el que la han envuelto. Ella ve el pánico en sus ojos y la blancura de la palma de sus manos cuando empujan y golpean el plástico. La pequeña suplica. Laila no oye sus gritos. «Sólo será una temporada -le grita-. Sólo una temporada. Es por culpa de las redadas, ¿sabes, cariño? Cuando terminen las redadas, mammy y jala Mariam te sacarán de aquí. Te lo prometo, mi amor. Entonces podremos jugar. Podremos jugar todo lo que quieras.» Laila llena la pala de tierra.

Se despertó jadeando, con un regusto a tierra en la boca, cuando los primeros terrones ya caían sobre el plástico.

41

Mariam

El verano de 2000, la sequía alcanzó el tercer año consecutivo, el peor de todos.

En Hemand, Zabol, Kandahar, las aldeas se convirtieron en comunidades nómadas siempre en movimiento, en busca de agua y pastos para el ganado. Al no hallar ninguna de las dos cosas y morirse sus cabras y sus ovejas, los campesinos se fueron a Kabul. Se instalaron en la ladera del Karé-Ariana, en suburbios improvisados de chabolas en las que vivían quince o veinte personas.

También fue el verano de Titanic, el verano en que Mariam y Aziza rodaban enredadas por el suelo, muertas de risa, porque la niña insistía en que tenía que ser Jack.

– Calma, Aziza yo.

– ¡Jack! Di mi nombre, jala Mariam. Dilo. ¡Jack!

– Tu padre se enfadará si lo despiertas.

– ¡Jack! Y tú eres Rose.

Al final Mariam se rendía y acababa boca arriba, aceptando ser Rose nuevamente.

– De acuerdo, eres Jack -accedió Mariam-. Tú mueres joven y yo sobrevivo hasta llegar a anciana.

– Sí, pero yo muero siendo un héroe -apuntó Aziza-, mientras que tú, Rose, pasas tu larga y triste vida añorándome. -Se sentó a horcajadas sobre el pecho de Mariam y anunció-: ¡Ahora tenemos que besarnos!

Mariam negó con la cabeza, moviéndola de un lado a otro, y Aziza, encantada con su nuevo y escandaloso comportamiento, se reía con los labios apretados.

A veces Zalmai se acercaba despacio y contemplaba el juego. ¿Y qué era él?, preguntaba.

– Puedes ser el iceberg -decía Aziza.

Ese verano, la fiebre del Titanic se apoderó de Kabul. La gente traía copias ilegales de Pakistán, a veces debajo de la ropa interior. Después del toque de queda, todo el mundo cerraba las puertas, apagaba las luces, bajaba el volumen y derramaba lágrimas por Jack, Rose y el resto de los pasajeros del malhadado barco. Si había electricidad, Mariam, Laila y los niños también veían la película. Una docena de veces o más, desenterraron el televisor de detrás del cobertizo en plena noche, para mirarlo con las luces apagadas y las ventanas tapadas con unas colchas.

Los vendedores ambulantes se instalaron en el lecho seco del río Kabul. Muy pronto, en el cauce abrasado por el sol podían comprarse alfombras de Titanic, y también telas Titanic, de los rollos que mostraban en carretillas. Había desodorante Titanic, dentífrico Titanic, perfume Titanic, pakora Titanic, e incluso burkas Titanic. Un mendigo especialmente insistente empezó a llamarse a sí mismo «Mendigo Titanic».

Había nacido la «Ciudad Titanic».

«Es por la canción», decían.

«No, es el mar. El lujo. El barco.»

«Es el sexo», se susurraba.

«Es por Leo -decía Aziza tímidamente-. Todo es por Leo.»

– Todo el mundo quiere a Jack -dijo Laila a Mariam-. Eso es lo que pasa. Todo el mundo quiere que Jack los rescate del desastre. Pero no hay ningún Jack. No volverá, porque está muerto.

Avanzado el verano, un mercader de telas se quedó dormido y olvidó apagar su cigarrillo. Sobrevivió al fuego, pero su tienda no. El incendio se propagó a la fábrica de telas contigua, a un ropavejero, a una pequeña tienda de muebles y a una panadería.

A Rashid le aseguraron más tarde que si el viento hubiera soplado del este en lugar del oeste, su tienda, que estaba en la esquina de la manzana, tal vez se habría salvado.