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Ven, vamos a Mazar, ulema Mohammad yan,
a ver los campos de tulipanes, oh amado compañero.

A Laila le encantaban los besos húmedos que plantaba Zalmai en sus mejillas, los hoyuelos de sus codos y los dedos de los pies, tan redonditos. Le encantaba hacerle cosquillas, formar túneles con cojines y almohadas para que él pasara por debajo reptando, y contemplarlo mientras dormía entre sus brazos con una manita siempre aferrada a la oreja de su madre. Se le revolvía el estómago cuando recordaba aquella tarde, cuando se tumbó en el suelo con el radio de una rueda de bicicleta entre las piernas. Había estado a punto de hacerlo, y en ese momento le parecía inconcebible que hubiera llegado a pensarlo siquiera. Su hijo era una bendición y Laila había comprobado con alivio que sus miedos no tenían fundamento, pues amaba a Zalmai con todo su corazón, tanto como a Aziza.

Pero el niño adoraba a su padre, y por eso se transformaba siempre que Rashid andaba cerca para mimarlo y consentirlo. En su presencia, el pequeño siempre tenía a punto una sonrisa insolente o una risa desafiante, y se ofendía con facilidad. Era rencoroso. Persistía en su mal comportamiento aunque su madre le regañara, una actitud completamente distinta de la que mostraba en ausencia de Rashid.

El padre lo veía todo con buenos ojos. «Un signo de inteligencia», afirmaba. Y lo mismo opinaba de las imprudencias de su hijo: cuando se tragaba las canicas y luego las expulsaba con la caca; cuando encendía cerillas; cuando masticaba los cigarrillos de Rashid.

Al nacer Zalmai, Rashid lo había instalado en la cama que compartía con Laila. Le encargó una cuna nueva e hizo que le pintaran leones y leopardos agazapados en los lados. Le compró ropa nueva, sonajeros, biberones y pañales, aunque no podían permitírselo y los viejos de Aziza aún servían. Un día llegó a casa con un móvil a pilas, que colgó sobre la cuna. Consistía en unos pequeños abejorros negros y amarillos que pendían de un girasol y se arrugaban y pitaban al apretarlos. Cuando se encendía, sonaba una melodía.

– Creía que habías dicho que el negocio no iba bien -dijo Laila.

– Tengo amigos a los que puedo pedir prestado -replicó él en tono displicente.

– ¿Y cómo les devolverás el dinero?

– Las cosas ya mejorarán. Como siempre. Mira, le gusta. ¿Lo ves?

La mayoría de los días, Laila se veía privada de su hijo. Rashid se lo llevaba a la tienda, y allí lo dejaba gatear bajo la atestada mesa de trabajo, jugar con las viejas suelas de goma y los trozos de cuero sobrantes. El hombre claveteaba los clavos de hierro y hacía girar la pulidora sin perderlo de vista. Si Zalmai hacía caer un estante lleno de zapatos, le reñía con calma, esbozando una media sonrisa. Si el niño repetía la travesura, Rashid dejaba el martillo, lo sentaba sobre la mesa y le hablaba tranquilamente.

Su paciencia con Zalmai era un pozo profundo que nunca se secaba.

Por la tarde volvían a casa, el niño con la cabeza apoyada en el hombro de su padre, oliendo los dos a cola y a cuero. Sonreían como con picardía, como los que comparten un secreto, como si se hubieran pasado todo el día en la oscura tienda tramando conspiraciones, en lugar de haber estado haciendo zapatos. A Zalmai le gustaba sentarse junto a su padre durante la cena para jugar con él, mientras Mariam, Laila y Aziza depositaban los platos sobre el sofrá. Se daban golpecitos en el pecho por turnos y soltaban risitas, se lanzaban migas de pan y se hablaban al oído para que ellas no los oyeran. Si la madre les dirigía la palabra, Rashid alzaba la vista disgustado por su inoportuna intromisión. Si pedía que le dejara coger a Zalmai, o peor aún, si el niño levantaba los brazos para que ella lo cogiera, el hombre la fulminaba con la mirada.

Laila se alejaba sintiéndose dolida.

Una noche, pocas semanas después de que el pequeño cumpliera dos años, Rashid se presentó en casa con un televisor y un reproductor de vídeo. El día había sido cálido, casi agradable, pero al atardecer había refrescado y la noche se presentaba fría y sin estrellas.

Rashid colocó el televisor sobre la mesa de la sala de estar y dijo que lo había comprado en el mercado negro.

– ¿Otro préstamo? -preguntó Laila.

– Es un Magnavox.

Aziza entró en la sala de estar y, al ver el aparato, corrió hacia él.

– Cuidado, Aziza yo -le advirtió Mariam-. No lo toques.

Aziza tenía el cabello tan claro como su madre y también había heredado sus hoyuelos en las mejillas. Se había convertido en una niña tranquila y pensativa, con un comportamiento muy maduro para sus seis años. A Laila le maravillaba la forma de hablar de su hija, su ritmo y su cadencia, sus pausas reflexivas y sus entonaciones, como una voz adulta, tan dispar con el cuerpo inmaduro que la albergaba. Era Aziza la que, con desenfadada autoridad, había tomado a su cargo la tarea de despertar a Zalmai todos los días, vestirlo, darle el desayuno y peinarlo. Era ella quien lo ponía a dormir la siesta, la que actuaba como pacificadora, siempre comedida, de su imprevisible hermano. Al lado de éste, Aziza acostumbraba menear la cabeza con un gesto exasperado de asombrosa madurez.

Aziza apretó el botón de encendido del televisor. Rashid frunció el ceño, agarró a la niña por la muñeca y le puso la mano sobre la mesa con gran brusquedad.

– Este televisor es de Zalmai -dijo.

Aziza se fue hacia Mariam y se sentó en su regazo. Las dos eran inseparables. Con el beneplácito de Laila, Mariam había empezado a enseñar versículos del Corán a la niña. Aziza recitaba ya de memoria la surá de ijlas y la de fatiha, y sabía realizar los cuatro ruqats de la plegaría matinal.

– Es lo único que puedo darle -había dicho Mariam a Laila-: los rezos. Son las únicas posesiones que he tenido en mi vida.

Zalmai entró en la sala de estar. Rashid contempló a su hijo con ansia, igual que la gente espera los sencillos trucos de los magos callejeros. El pequeño tiró del cable del televisor, apretó los botones, apoyó las palmas sobre la pantalla. Cuando las levantó, la huella de sus manitas desapareció del cristal. Rashid sonrió con orgullo y siguió observando al niño, que apretaba las manos contra la pantalla y las levantaba una y otra vez.

Los talibanes habían prohibido la televisión. Habían roto cintas de vídeo públicamente y luego las habían enganchado a los postes de las vallas. Las parabólicas habían acabado colgadas de las farolas. Pero Rashid dijo que el hecho de que algo estuviera prohibido no significaba que no pudiera encontrarse.

– Mañana empezaré a buscar cintas de dibujos animados -dijo-. No será difícil. En los bazares clandestinos se encuentra de todo.

– Entonces quizá podrías conseguirnos un pozo nuevo -señaló Laila, y se ganó una mirada despectiva.

Más tarde, después de otro plato de arroz blanco sin acompañamiento alguno y de privarse nuevamente del té por culpa de la sequía, Rashid se fumó un cigarrillo y comunicó a Laila su decisión.

– No -dijo ella.

Rashid puntualizó que no se lo estaba consultando.

– Me da igual.

– Espera a oír toda la historia.

Rashid explicó que había pedido dinero a más amigos de lo que les había contado hasta entonces y que la tienda ya no daba para mantenerlos a los cinco.

– No te lo había dicho antes para que no te preocuparas. Además -añadió-, te sorprendería la cantidad de dinero que consiguen.

Laila volvió a decir que no. Estaban en la sala de estar. Mariam y los niños se encontraban en la cocina. Oyó el ruido de los platos, la risa aguda de Zalmai y a Aziza diciéndole algo a Mariam en su habitual tono firme y razonable.

– Habrá otros niños como ella, más pequeños incluso -insistió Rashid-. Todo el mundo en Kabul hace lo mismo.