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Se prohíbe escribir libros, ver películas y pintar cuadros.

Si tenéis periquitos, seréis azotados. A los pájaros se les dará muerte.

Si robáis, se os cortará la mano por la muñeca. Si volvéis a robar, se os cortará un pie.

Si no sois musulmanes, no podéis practicar vuestra religión donde puedan veros los musulmanes. Si lo hacéis, seréis azotados y encarcelados. Si os descubren tratando de convertir a un musulmán a vuestra fe, seréis ejecutados.

Atención, mujeres:

Permaneceréis en vuestras casas. No es decente que las mujeres vaguen por las calles. Si salís, deberéis ir acompañadas de un mahram, un pariente masculino. Si os descubren solas en la calle, seréis azotadas y enviadas a casa.

No mostraréis el rostro bajo ninguna circunstancia. Iréis cubiertas con el burka cuando salgáis a la calle. Si no lo hacéis, seréis azotadas.

Se prohíben los cosméticos.

Se prohíben las joyas.

No llevaréis ropa seductora.

No hablaréis a menos que os dirijan la palabra.

No miraréis a los hombres a los ojos.

No reiréis en público. Si lo hacéis, seréis azotadas.

No os pintaréis las uñas. Si lo hacéis, se os cortará un dedo.

Se prohíbe a las niñas asistir a la escuela. Todas las escuelas para niñas quedan clausuradas.

Se prohíbe trabajar a las mujeres.

Si os hallan culpables de adulterio, seréis lapidadas.

Escuchad. Escuchad atentamente. Obedeced.

Alá-u-akbar.

Rashid apagó la radio. Estaban cenando en el suelo de la sala de estar, menos de una semana después de haber visto el cadáver de Nayibulá colgando de una cuerda.

– No pueden obligar a la mitad de la población a quedarse en casa sin hacer nada -dijo Laila.

– ¿Por qué no? -replicó Rashid.

Por una vez, Mariam estuvo de acuerdo con él. ¿Acaso no era lo que les había pasado a ellas? ¿De qué se extrañaba Laila?

– Esto no es una aldea perdida, es Kabul. Aquí hay mujeres que practican el derecho y la medicina, que tienen puestos en el Gobierno…

Rashid sonrió.

– Has hablado como la arrogante hija de un universitario que leía poesía. Qué mundano, qué típico de los tayikos. ¿Te parece que las ideas de los talibanes son nuevas y radicales? ¿Alguna vez has salido de tu preciosa concha de Kabul, mi gu? ¿Te has molestado alguna vez en visitar el auténtico Afganistán, el sur, el este, la frontera tribal con Pakistán? ¿No? Pues yo sí lo he hecho. Y puedo asegurarte que en muchos lugares de este país siempre se ha vivido así, o de un modo muy similar. Claro que tú de eso no sabes nada.

– Me niego a creerlo -contestó Laila-. No pueden hablar en serio.

– Pues lo que hicieron los talibanes con Nayibulá a mí me pareció de lo más serio -dijo Rashid-. ¿No estás de acuerdo?

– ¡Era un comunista! Era el jefe de la Policía Secreta.

Rashid se echó a reír y Mariam supo por qué: a los ojos de los talibanes, ser comunista y jefe de la temida KHAD sólo hacía a Nayibulá un poco más despreciable que una mujer.

38

Laila

Cuando los talibanes se pusieron manos a la obra, Laila se alegró de que babi no estuviera vivo para verlo. Habría sido un trauma para él.

Grupos de hombres con picos irrumpieron en el desvencijado Museo de Kabul y destrozaron las estatuas preislámicas, es decir, las que aún no habían sido objeto del pillaje de los muyahidines. Cerraron la universidad y los estudiantes tuvieron que volver a casa. Arrancaron cuadros de las paredes y los rajaron. Rompieron televisores a puntapiés. Quemaron todos los libros, excepto el Corán, y se cerraron las librerías. Los poemas de Jalili, Paywak, Ansari, Hayi Deqan, Ashraqi, Beytaab, Hafez, Yami, Nizami, Rumi, Jayyám, Beydel y los demás se convirtieron en humo.

Laila supo de hombres a los que llevaron a rastras a las mezquitas, acusándolos de haberse saltado el namaz. Se enteró de que el restaurante Marco Polo, cerca de la calle del Pollo, se había convertido en un centro de interrogatorios. A veces se oían gritos al otro lado de las ventanas pintadas de negro. La Patrulla de las Barbas recorría la ciudad en camiones Toyota en busca de rostros afeitados que machacar.

También clausuraron los cines. El Cinema Park, el Ariana, el Aryub. Arrasaron las salas de proyección y prendieron fuego a los rollos de película. Laila recordaba todas las veces que Tariq y ella habían frecuentado aquellas salas para ver películas indias, todas las melodramáticas historias sobre amantes separados por un trágico vuelco del destino, uno perdido en algún remoto país, el otro obligado a casarse, y los llantos, y las canciones en campos de caléndulas y el ansia de reunirse al fin. Laila recordaba que Tariq se reía porque ella lloraba al ver esas películas.

– No sé qué habrá sido del cine de mi padre -le dijo Mariam un día-. No sé si seguirá abierto. O si él seguirá siendo el dueño.

Jarabat, el antiguo barrio musical de Kabul, se redujo al silencio. Después de apalear y encarcelar a los músicos, destrozaron sus rubabs, tamburas y armonios. Los talibanes fueron a la tumba del cantante preferido de Tariq, Ahmad Zahir, y dispararon sobre ella.

– Hace casi veinte años que falleció -dijo Laila a Mariam-. ¿No les basta con que muriera una vez?

A Rashid los talibanes no le resultaban demasiado molestos. Sólo tenía que dejarse crecer la barba y visitar la mezquita, cosas ambas que hizo. Rashid veía a los talibanes con cierto desconcierto afectuoso y comprensivo, como podría mirar a un voluble primo dado a actuar de manera imprevisible y a ser motivo de escándalo e hilaridad.

Todos los miércoles por la noche, Rashid escuchaba La Voz de la Sharia, cuando los talibanes divulgaban los nombres de aquellos a quienes se iba a aplicar un castigo. Luego, los viernes, iba al estadio Gazi, compraba una Pepsi y contemplaba el espectáculo. En la cama, obligaba a Laila a escucharle mientras describía con un extraño júbilo las manos que había visto cortadas, las flagelaciones, los ahorcamientos, las decapitaciones.

– Hoy he visto a un hombre degollando al asesino de su hermano -explicó una noche, mientras formaba anillos de humo.

– Son unos salvajes -espetó Laila.

– ¿Tú crees? -dijo Rashid-. ¿Comparados con quién? Los soviéticos mataron a un millón de personas. ¿Sabes a cuántos mataron los muyahidines en Kabul en los cuatro últimos años? A cincuenta mil. ¡Cincuenta mil! ¿No te parece sensato, en comparación, cortarles la mano a unos cuantos ladrones? Ojo por ojo, diente por diente. Está en el Corán. Además, dime una cosa. Si alguien matara a Aziza, ¿no querrías tener la oportunidad de vengarla?

Laila le lanzó una mirada de repugnancia.

– Sólo por poner un ejemplo.

– Eres igual que ellos.

– Siempre me ha extrañado el color de los ojos de Aziza, ¿a ti no? No los tiene como tú ni como yo.

Rashid se dio la vuelta en la cama para encararse con ella, y le rascó suavemente el muslo con la curva uña del dedo índice.

– Déjame que te lo explique -dijo-. Si me entrara el capricho, y no digo que eso vaya a ocurrir, aunque bien podría, estaría en mi derecho de regalar a Aziza. ¿Qué te parecería eso? O podría ir un día a los talibanes y decirles que tengo mis sospechas sobre ti. Sólo eso necesitaría. ¿A quién crees que creerían? ¿Qué crees que te harían?

– Eres despreciable -masculló Laila, apartándose de él.

– Ésas son palabras mayores -advirtió Rashid-. Ese rasgo tuyo nunca me ha gustado. Incluso cuando eras pequeña, cuando corrías por ahí con ese tullido, te creías muy lista porque leías libros y poemas. ¿De qué te sirve ahora todo eso? ¿Qué te ha librado de acabar en la calle, tu inteligencia o yo? ¿Yo soy despreciable? La mitad de las mujeres de esta ciudad matarían por tener un marido como yo. Matarían por ello.