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– Tú también -gritó a Mariam-. ¡Deprisa! Estáis molestando a los demás.

– ¿Qué ocurre, hermano? -preguntó Laila, capaz apenas de mover los labios-. Tenemos billete. ¿No te los ha dado mi primo?

El soldado se llevó un dedo a los labios para indicarle que se callara y dijo algo a otro soldado en voz baja. El segundo miliciano, un tipo rechoncho con una cicatriz en la mejilla derecha, asintió.

– Seguidme -exigió a Laila.

– Tenemos que subir -exclamó ella, consciente de que le temblaba la voz-. Tenemos billete. ¿Por qué hacéis esto?

– Vosotras no subiréis al autobús, más vale que os vayáis haciendo a la idea. Seguidme. A menos que queráis que la niña vea cómo os llevamos a rastras.

Cuando las conducían a un camión, Laila miró por encima del hombro y divisó al hijo de Wakil en la parte posterior del autobús. El niño también la vio y agitó la mano con gesto alegre.

En la comisaría de policía de Torabaz Jan las obligaron a sentarse en los extremos opuestos de un largo y atestado pasillo. En el centro había una mesa y, sentado a ella, un hombre que fumaba un cigarrillo tras otro, tecleando de vez en cuando en una máquina de escribir. De esa forma transcurrieron tres horas. Aziza se las pasó correteando entre Laila y Mariam, jugando con un clip que le dio el hombre de la mesa y comiéndose las galletas. Al final se quedó dormida en el regazo de Mariam.

Hacia las tres de la tarde, se llevaron a la joven a una sala de interrogatorios, y la mujer mayor tuvo que quedarse esperando en el pasillo con la niña.

El hombre que se sentaba a la mesa en la sala de interrogatorios rondaba la treintena y vestía ropa de civil: traje negro, corbata y mocasines negros. Lucía una barba pulcramente recortada y los cabellos cortos, y sus cejas se unían en una sola. Miraba fijamente a Laila, haciendo botar un lápiz en el borde de la mesa por el extremo de la goma.

– Sabemos que hoy has dicho ya una mentira, hamshira -empezó diciendo, tras carraspear y cubrirse educadamente la boca con el puño-. El joven de la estación no era tu primo. Nos lo dijo él mismo. La cuestión es si vas a contar más mentiras hoy, cosa que no te aconsejo.

– Nos dirigíamos a casa de mi tío -afirmó Laila-. Es la verdad.

El policía asintió.

– La hamshira del pasillo, ¿es tu madre?

– Sí.

– Tiene acento de Herat, y tú no.

– Ella se crió en Herat. Yo nací aquí, en Kabul.

– Por supuesto. ¿Y te has quedado viuda? Eso le dijiste al joven. Mis condolencias. Y ese tío, ese kaka, ¿dónde vive?

– En Peshawar.

– Sí, eso habías dicho. -El hombro lamió la punta del lápiz y se preparó para escribir en una hoja de papel en blanco-. Pero ¿en qué parte de Peshawar? ¿En qué barrio, por favor? Necesito el nombre de la calle y el número del distrito.

Laila trató de contener la oleada de pánico que le subía por el pecho. Nombró la única calle que conocía de Peshawar. La había oído mencionar una vez, en la fiesta que había dado su madre al entrar los muyahidines en Kabul.

– La calle Jamrud.

– Ah, sí. La del hotel Pearl Continental. Tal vez tu tío lo mencionara.

Laila vio una oportunidad y quiso aprovecharla.

– Esa calle, sí.

– Pero el hotel Pearl Continental está en la calle Jyber.

Laila oyó el llanto de Aziza en el pasillo.

– Mi hija está asustada. ¿Puedo ir a buscarla, hermano?

– Prefiero que me llames «agente». No te preocupes, pronto volverás con ella. ¿Tienes el número de teléfono de ese tío?

– Lo tengo. Lo tenía. Bueno… -Ni siquiera el burka parecía frenar la penetrante mirada del agente-. Estoy tan nerviosa que lo he olvidado.

El agente soltó aire por la nariz. Preguntó el nombre del tío y el de su esposa. ¿Cuántos hijos tenían? ¿Cómo se llamaban? ¿En qué trabajaba? ¿Qué edad tenía? Sus preguntas no hicieron más que acrecentar el nerviosismo de Laila.

El agente dejó el lápiz sobre la mesa, enlazó los dedos y se inclinó hacia delante con la actitud de un padre a punto de reprender a un niño pequeño.

– ¿Eres consciente, hamshira, de que es delito que una mujer huya de su casa? Lo vemos muy a menudo. Mujeres que viajan solas y afirman que se han quedado viudas. Algunas dicen la verdad, pero la mayoría no. Podrían meterte en la cárcel por huir de casa, supongo que lo entiendes, nay?

– Déjenos marchar, agente… -Laila leyó el nombre en la placa que llevaba en la solapa-, agente Rahman. Haga honor al significado de su nombre y muestre compasión. ¿Qué puede importar que suelte a dos simples mujeres como nosotras? ¿Qué mal habría en ello? No somos delincuentes.

– No puedo.

– Se lo suplico, por favor.

– Es la ley, hamshira, la qanun -declaró Rahman, adoptando un tono grave de suficiencia-. Es responsabilidad mía mantener el orden, ¿entiendes?

A pesar de su angustia, Laila estuvo a punto de echarse a reír. Le asombraba que el agente usara aquella palabra después de todo lo que habían hecho las facciones de muyahidines: asesinatos, saqueos, violaciones, torturas, ejecuciones, bombardeos e intercambio de miles de misiles, sin importarles cuántos inocentes murieran bajo el fuego cruzado. Orden. Laila tuvo que morderse la lengua.

– Si nos envía de vuelta -dijo lentamente-, quién sabe lo que nos hará él.

Laila percibió el esfuerzo que hizo el agente para no apartar la vista.

– Lo que un hombre haga en su casa es asunto suyo.

– Y entonces, ¿qué hay de la ley, agente Rahman? -Lágrimas de rabia acudieron a sus ojos-. ¿Estará usted allí para mantener el orden?

– Nuestra política es no interferir en los asuntos privados de las familias, hamshira.

– Por supuesto, claro que no. Siempre que beneficie al hombre. ¿Y acaso no es esto «un asunto privado de la familia», como dice usted? ¿No lo es?

El hombre empujó su silla hacia atrás, se levantó y se alisó la chaqueta.

– Creo que la entrevista ha terminado. Debo decir, hamshira, que has hecho una pobre defensa de tu caso. Muy pobre, realmente. Bien, y ahora espera fuera mientras charlo un poco con tu… con quien quiera que sea.

Laila empezó a protestar, luego chilló, y el agente tuvo que solicitar la ayuda de dos hombres más, que la sacaron a rastras de la sala.

Tras apenas unos minutos de interrogatorio, Mariam salió de la sala temblando.

– Hacía demasiadas preguntas -se lamentó-. Lo siento, Laila yo. No soy tan lista como tú. Hacía demasiadas preguntas y yo no sabía las respuestas. Lo siento.

– No es culpa tuya -dijo ella con voz débil-, sino mía. Todo ha sido culpa mía.

Eran más de las seis cuando el coche policial se detuvo frente a la casa. Hicieron esperar a las mujeres en el asiento de atrás, vigiladas por un soldado muyahidín que se quedó en el asiento de delante. El conductor se apeó, llamó a la puerta y habló con Rashid. Luego les hizo señas para que bajaran del coche y se acercaran.

– Bienvenidas a casa -dijo el muyahidín del coche, y encendió un cigarrillo.

– Tú -dijo Rashid a Mariam-. Espera aquí.

La mujer se sentó en el sofá sin pronunciar.

– Vosotras dos, arriba.

Agarró a Laila por el codo y la obligó a subir las escaleras a empujones. Aún llevaba los zapatos, aún no se había puesto las chancletas, no se había quitado el reloj ni la chaqueta siquiera. Laila lo imaginó una hora, o quizá unos minutos antes, corriendo de una habitación a otra, dando portazos, furioso e incrédulo, y mascullando maldiciones.

Al llegar a lo alto de la escalera, Laila se dio la vuelta.

– Ella no quería hacerlo -dijo-. Yo la he obligado. Ella no quería irse…

La joven no vio llegar el puñetazo. Estaba hablando y de repente se encontró a cuatro patas, con los ojos como platos y la cara congestionada, tratando de coger aire. Fue como si un coche lanzado a toda velocidad la hubiera golpeado justo en la boca del estómago. Se dio cuenta de que había dejado caer a Aziza y de que la niña chillaba. Trató de respirar una vez más y sólo consiguió soltar un ronco sonido estrangulado. Babeaba.