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– También a ti te consolarán, Mariam yo -aseguró-. Puedes solicitar su ayuda en momentos de necesidad, y no te fallarán. Las palabras de Dios jamás te traicionarán, hija mía.

El ulema Faizulá sabía escuchar tan bien como se expresaba. Cuando Mariam hablaba, la atención del maestro jamás vacilaba. Asentía lentamente y sonreía con expresión de gratitud, como si se le otorgara un codiciado privilegio. A Mariam le resultaba fácil contar al ulema Faizulá cosas que no se atrevía a confiarle a Nana.

Un día, mientras paseaban, Mariam le dijo que deseaba ir a la escuela.

– Me refiero a una escuela de verdad, ajund sahib. A un aula. Como los demás hijos de mi padre.

El ulema Faizulá se detuvo.

La semana anterior, Bibi yo les había dado la noticia de que las hijas de Yalil, Saidé y Nahid asistirían a la escuela Mehir para niñas de Herat. Desde entonces, en la cabeza de Mariam daban vueltas pensamientos sobre aulas y maestros, imágenes sobre cuadernos con hojas pautadas, columnas de números y plumas que dejaban gruesos y oscuros trazos. Se imaginaba a sí misma en la clase con otras niñas de su edad. Mariam ansiaba colocar una regla sobre un papel y trazar líneas que parecieran importantes.

– ¿Es eso lo que quieres? -preguntó el ulema Faizulá, fijando en ella sus dulces ojos llorosos, con las manos a la espalda y la sombra de su turbante proyectándose sobre una mata de hirsutos ranúnculos.

– Sí.

– ¿Y quieres que yo le pida permiso a tu madre?

Mariam sonrió. Sabía que nadie en el mundo, aparte de Yalil, la comprendía mejor que su anciano maestro.

– Entonces, ¿qué puedo hacer? Dios, en su sabiduría, nos ha asignado a cada uno nuestras debilidades, y la mayor entre las muchas que poseo es mi incapacidad de negarte nada, Mariam yo -dijo el ulema, dándole unos golpecitos en la mejilla con su dedo artrítico.

Pero más tarde, cuando habló con Nana, ésta dejó caer el cuchillo con que estaba cortando cebollas en rodajas.

– ¿Para qué? -preguntó.

– Si la niña quiere aprender, permite que lo haga. Deja que reciba una educación.

– ¿Aprender? ¿Aprender qué, ulema sahib? -replicó Nana con aspereza-. ¿Qué ha de aprender? -Desvió la mirada hacia Mariam.

La pequeña bajó los ojos y se contempló las manos.

– ¿Qué sentido tiene enviar a la escuela a alguien como tú? Sería como sacar brillo a una escupidera. Además, en esos sitios no se aprende nada que valga la pena. Sólo existe una sola habilidad que las mujeres como tú y yo necesitamos en la vida, y eso no lo enseñan en los colegios. Mírame.

– No deberías hablarle así, hija mía -intervino el ulema Faizulá.

– Mírame.

Mariam obedeció.

– Sólo una habilidad. Y es ésta: tahamul. Resistir.

– ¿Resistir qué, Nana?

– Oh, no te preocupes por eso -contestó-. No te faltarán cosas que resistir.

Y añadió que las mujeres de Yalil la habían llamado horrible y sucia hija de cantero, y que la habían obligado a lavar la ropa en medio del frío hasta que la cara se le quedaba helada y le ardían los dedos.

– Es lo que nos toca en esta vida a las mujeres como nosotras. Resistimos. Es lo único que tenemos. ¿Lo entiendes? Además, en la escuela se reirían de ti. Sí. Te llamarían harami. Dirían cosas horribles sobre ti. No lo permitiré.

Mariam asintió.

– Y no quiero oírte volver a hablar de escuelas. Eres todo lo que tengo. No voy a perderte. Mírame. No vuelvas a hablar de escuelas.

– Sé razonable, mujer. Si la niña quiere… -empezó el ulema Faizulá.

– Y tú, ajund sahib, con el debido respeto, no deberías alentar esas ideas insensatas de la niña. Si realmente te importa, hazle comprender que su sitio está aquí, en casa con su madre. No hay nada para ella ahí fuera. Nada más que rechazo y tristeza. Yo lo sé, ajund sahib. Lo sé de sobra.

4

A Mariam le encantaba recibir visitas en el kolba. El arbab de la aldea y sus regalos, Bibi yo con su cadera achacosa y sus interminables chismorreos, y por supuesto el ulema Faizulá. Pero a nadie, a nadie esperaba con tanta impaciencia como a Yalil.

La inquietud se adueñaba de ella los martes por la noche. Mariam dormía mal, temiendo que alguna complicación en los negocios impidiera a Yalil visitarla el jueves y eso la obligara a aguardar otra semana para verlo. Los miércoles se paseaba alrededor del kolba y se dedicaba a arrojar comida a las gallinas distraídamente. Deambulaba por los alrededores, arrancando pétalos de las flores y espantando los mosquitos que le picaban en los brazos. Por fin, los jueves sólo era capaz de sentarse apoyada contra una pared, con los ojos fijos en el arroyo, y esperar. Si Yalil llegaba tarde, el pánico se adueñaba de ella poco a poco. Las rodillas no le respondían y tenía que ir a tumbarse.

Hasta que Nana la llamaba.

– Ahí está tu padre, en toda su gloria.

Mariam se levantaba de un brinco al verlo saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, agitando las manos alegremente, todo sonrisas. Mariam sabía que Nana la observaba, midiendo su reacción, así que siempre debía esforzarse por quedarse en la puerta esperando mientras su padre avanzaba lentamente hacia ella, y no salir corriendo a su encuentro. Se contenía y se limitaba a mirar pacientemente cómo caminaba por la alta hierba, con la chaqueta del traje colgada del hombro y la corbata roja levantada por la brisa.

Cuando Yalil entraba en el claro, arrojaba su chaqueta sobre el tandur y abría los brazos. Mariam echaba a andar hacia él y finalmente empezaba a correr, luego él la tomaba por las axilas y la lanzaba en alto. Mariam gritaba.

Suspendida en el aire, veía el rostro de su padre vuelto hacia ella con su amplia sonrisa torcida, sus entradas en el pelo, su hoyuelo en la barbilla -el apoyo perfecto para la punta del meñique de Mariam-, sus dientes, los más blancos en una ciudad de muelas cariadas. A Mariam le gustaba su bigote recortado y que, hiciera el tiempo que hiciera, Yalil siempre llevase traje en sus visitas -marrón oscuro, su color favorito, con el triángulo blanco de un pañuelo en el bolsillo del pecho-, además de gemelos y corbata, roja por lo general, que dejaba un poco floja. Mariam se veía también a sí misma reflejada en los ojos castaños de Yalil, con los cabellos ondeando, el rostro encendido por la excitación sobre el fondo del cielo azul.

Nana decía que un día Yalil fallaría, que Mariam le resbalaría entre las manos, caería al suelo y se haría daño. Pero Mariam no creía que Yalil la dejara caer. Creía que aterrizaría siempre sana y salva en las manos limpias y de uñas bien arregladas de su padre.

Se sentaban a la puerta del kolba y Nana les servía té. Los dos adultos se saludaban con una sonrisa incómoda y una inclinación de la cabeza. A Yalil, Nana no lo recibía con piedras ni con insultos.

A pesar de que despotricaba contra él cuando no estaba, se mostraba contenida y cortés durante las visitas de Yalil. Siempre se lavaba el pelo, se cepillaba los dientes y se ponía su mejor hiyab. Se sentaba en silencio en una silla frente a él, con las manos cruzadas sobre el regazo. No lo miraba directamente a los ojos y jamás utilizaba un lenguaje grosero. Cuando se reía, se cubría la boca con la mano para ocultar los dientes picados.

Nana se interesaba por sus negocios. Y también por sus esposas. Cuando le dijo que se había enterado por Bibi yo de que su esposa más joven, Nargis, esperaba su tercer hijo, Yalil sonrió cortésmente y asintió.

– Bueno. Debes de estar muy contento -comentó Nana-. ¿Cuántos tienes ya? ¿Son diez, mashala? ¿Diez?

Él asintió.

– Once, contando a Mariam, por supuesto.

Más tarde, cuando Yalil se hubo marchado, madre e hija discutieron por eso. Mariam la acusó de haberlo engañado para que cayera en su trampa.