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Pero no resultaba fácil prestar atención. Laila no hacía más que distraerse.

– ¿Cuál es el área de una pirámide? -preguntaba babi, y Laila sólo pensaba en los labios carnosos de Tariq, en el calor de su aliento, en su boca, en su propia imagen reflejada en los ojos color avellana de su amado. Se habían besado dos veces más desde la primera vez debajo del árbol; habían sido besos más largos, más apasionados y, según creía ella, menos torpes. En ambos casos se habían encontrado en secreto en el oscuro callejón donde Tariq había fumado un cigarrillo el día de la fiesta de mammy. La segunda vez, también le había dejado que le tocara los pechos.

– ¿Laila?

– Sí, babi.

– Pirámide. Área. Estás en las nubes.

– Lo siento. Pues… Ah, sí. Pirámide, pirámide. Un tercio del área de la base por la altura.

Su padre asintió con aire vacilante mirándola fijamente, mientras ella sólo pensaba en las manos de Tariq acariciándole los pechos y deslizándose por su nuca para luego darle un beso interminable.

Aquel mismo mes de junio, un día que Giti volvía a casa con dos compañeras de clase, un misil perdido cayó sobre ellas cuando se encontraban a sólo tres manzanas de su casa. A Laila le dijeron más tarde, en aquella jornada aciaga, que la madre de Giti, Nila, había ido corriendo de un lado a otro de la calle donde habían asesinado a Giti, recogiendo los pedazos de su hija en un delantal, sin dejar de chillar histéricamente. Dos semanas más tarde hallaron en una azotea el pie derecho de Giti en descomposición, todavía con su calcetín de nailon y su zapato de color violeta.

En el fatiha de Giti, el día después de su muerte, Laila permaneció aturdida en una habitación llena de mujeres llorosas. Era la primera vez que moría alguien a quien conocía de verdad, alguien con quien mantenía una relación estrecha, alguien a quien quería, y no conseguía asimilar la incomprensible realidad de que Giti ya no estaba viva. La misma Giti con la que había intercambiado notitas en clase, a la que había pintado las uñas y había arrancado los pelos de la barbilla con unas pinzas. La misma que iba a casarse con Sabir, el portero de un equipo de fútbol. Giti estaba muerta. Muerta. Había volado en pedazos. Finalmente, Laila lloró por su amiga. Y todas las lágrimas que no había sido capaz de derramar en el funeral de sus hermanos, brotaron como un torrente.

25

Laila apenas podía moverse, como si tuviera las articulaciones soldadas con cemento. Se estaba desarrollando una conversación de la que formaba parte, pero se sentía distanciada, como si sólo las escuchara por casualidad. Mientras Tariq hablaba, ella imaginaba su propia vida como una cuerda podrida, rota bruscamente, cuyas fibras se separaban y caían, ya inútiles.

Se encontraban en la sala de estar de la casa de Laila, en una calurosa y húmeda tarde de agosto de 1992. Mammy llevaba todo el día con dolor de estómago, y babi la había llevado al médico a pesar de los misiles que había lanzado Hekmatyar desde el sur hacía apenas unos minutos. Y allí estaba Tariq, sentado junto a ella en el sofá, mirando el suelo con las manos entre las rodillas.

Le estaba diciendo que se iba.

No se marchaba del barrio. Ni de Kabul. Se marchaba de Afganistán.

Se iba.

La noticia había caído sobre ella como un mazazo.

– ¿Adónde? ¿Adónde te vas?

– Primero a Pakistán. A Peshawar. Luego no lo sé. Tal vez al Indostán. A Irán.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé.

– Quiero decir, ¿cuánto hace que lo sabes?

– Unos días. Quería decírtelo, Laila, te lo juro, pero no me atrevía. Sabía cómo te pondrías.

– ¿Cuándo?

– Mañana.

– ¿Mañana?

– Laila, mírame.

– Mañana.

– Es mi padre. Su corazón ya no puede soportar más tantas luchas y matanzas.

Laila se cubrió el rostro con las manos y sintió que el miedo le oprimía el pecho.

Pensó que debería habérselo imaginado. Casi toda la gente que conocía había hecho las maletas y se había ido. El barrio prácticamente se había vaciado de rostros familiares, y apenas cuatro meses después del inicio de los combates entre las facciones de muyahidines, Laila ya no reconocía a casi nadie por la calle. La familia de Hasina había huido a Teherán en mayo. Wayma se había ido con su clan a Islamabad ese mismo mes. Los padres y hermanos de Giti se habían marchado en junio, poco después de la muerte de la muchacha. Laila no sabía adónde se habían ido, pero le había llegado el rumor de que se dirigían a Mashad, en Irán. Cuando una familia emprendía el viaje, su casa permanecía desocupada unos días; luego se instalaban en ella milicianos o desconocidos.

Todo el mundo partía, y ahora también lo haría Tariq.

– Y mi madre ya no es joven -añadía él-. Tienen mucho miedo. Laila, mírame.

– Deberías habérmelo dicho.

– Por favor, mírame.

Laila soltó un gruñido, luego un gemido, y finalmente se echó a llorar. Y cuando Tariq quiso secarle la mejilla con el pulgar, ella le apartó la mano. Era un gesto egoísta e irracional, pero estaba furiosa porque él la abandonaba, Tariq, que era como una prolongación de sí misma y cuya sombra surgía junto a la de ella en todos y cada uno de sus recuerdos. ¿Cómo podía abandonarla? Lo abofeteó. Luego volvió a abofetearlo y le tiró del pelo, y él tuvo que sujetarla por las muñecas. Le murmuró algo que ella no entendió, en voz baja y tono razonable, y sin saber muy bien cómo, acabaron frente con frente, nariz con nariz, y Laila notó de nuevo la respiración de Tariq en sus labios.

Y cuando él se tumbó de repente, ella lo imitó.

En los días y semanas siguientes, Laila hizo esfuerzos denodados por memorizar todo lo que había ocurrido. Como un amante del arte que huyera de un museo en llamas, echó mano a cuanto pudo salvar del desastre para conservarlo: una mirada, un susurro, un gemido. Pero el tiempo es un fuego que no perdona, y al final no logró salvarlo todo. Sólo le quedó esto: la primera y tremenda punzada de dolor. Los rayos de sol oblicuos sobre la alfombra. Su talón rozando la fría y dura pierna ortopédica de Tariq, que yacía a su lado después de habérsela quitado apresuradamente. Sus manos tomando los codos de Tariq. La roja marca de nacimiento con forma de mandolina que tenía él bajo la clavícula. El rostro de su amado sobre el suyo. Los negros rizos de él cayendo sobre sus labios y su barbilla, haciéndole cosquillas. El terror a ser descubiertos. La incredulidad que les suscitaba su propia audacia, su valor. El extraño e indescriptible placer entremezclado con el dolor. Y la expresión, las múltiples expresiones de Tariq: miedo, ternura, arrepentimiento, vergüenza, y más que nada avidez.

Después llegó el nerviosismo. Camisas y cinturones abrochados a toda prisa, cabellos repeinados con las manos. Se sentaron luego muy juntos, oliendo el uno al otro, con los rostros arrebolados, atónitos ambos y mudos ante la enormidad de lo que acababan de hacer.

Laila vio tres gotas de sangre en el suelo, su sangre, e imaginó a sus padres más tarde, sentados en ese mismo sofá, ignorantes del pecado que había cometido su hija. Y entonces la embargó la vergüenza y la culpa, y arriba se oía el tictac del reloj, que a ella se le antojaba ensordecedor. Como el mazo de un juez que golpeara una y otra vez, condenándola.

– Ven conmigo -dijo Tariq.

Por un momento, Laila casi llegó a creer que sería posible, que podría irse con él y sus padres, hacer la maleta y subir a un autobús, dejando atrás tanta violencia para ir en busca de algo mejor, o de nuevos problemas, porque, fuera lo que fuese, lo afrontarían juntos. No sería necesario pasar por el triste aislamiento y la insufrible soledad que la aguardaban.

Podía irse. Podían estar juntos.

Habría otras tardes como aquélla.

– Quiero casarme contigo, Laila.

Por primera vez desde que se habían sentado, ella alzó los ojos para mirarlo. Escudriñó su rostro y esta vez no halló ni rastro de burla. La expresión del muchacho era firme, de una seriedad cándida pero férrea.