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– Aquí no nos queda nada -dijo babi-. Nuestros hijos han muerto, pero aún tenemos a Laila. Aún nos tenemos el uno al otro, Fariba. Podemos empezar una nueva vida.

Babi alargó la mano sobre la cama, y cuando se inclinó para coger las de su esposa, ella no las apartó. En su rostro se leía la rendición, la resignación. Se cogieron de la mano levemente, y luego se abrazaron, meciéndose en silencio. Mammy apoyó el rostro en el cuello de su marido, se aferró a su camisa.

Esa noche, Laila estaba tan nerviosa que no consiguió conciliar el sueño. Desde la cama contempló los estridentes tonos amarillos y anaranjados que iluminaban el horizonte. Sin embargo, en determinado momento, a pesar de la euforia que la embargaba y de los estallidos de la artillería, se quedó dormida.

Y soñó.

Están en una playa, sentados sobre una colcha. El día es frío y nublado, pero se encuentra muy a gusto junto a Tariq bajo la manta que los envuelve. Ve coches aparcados tras una valla baja, blanca y cuarteada, bajo una hilera de palmeras azotadas por el viento. Tiene los ojos llorosos por culpa del viento y los zapatos medio enterrados en la arena. El viento arroja también matojos de hierba seca de las onduladas crestas de una duna a la siguiente. Tariq y ella observan unos veleros que se mecen en el agua a lo lejos. A su alrededor vuelan las gaviotas entre chillidos. El viento arranca una nueva lluvia de arena de las leves pendientes. Se oye entonces un sonido semejante a un cántico, y Laila le cuenta lo que babi le enseñó años atrás sobre ese canto.

Tariq le limpia la frente de arena. Laila capta el destello de una alianza en su dedo. Es idéntica a la que lleva ella, de oro y con una especie de dibujo laberíntico en todo su contorno.

«Es verdad -le dice a Tariq-. Es la fricción de los granos entre sí. Escucha.» Él obedece. Frunce el ceño. Vuelven a oír el sonido. Un quejido cuando el viento es suave, un agudo coro de maullidos cuando el viento sopla con fuerza.

***

Babi dijo que debían llevarse sólo lo absolutamente necesario. El resto lo venderían.

– Con lo que saquemos podremos vivir en Peshawar hasta que encuentre trabajo.

Durante los dos días siguientes reunieron todo lo que podía ser vendido y formaron grandes montones.

En su habitación, Laila apartó viejos zapatos, blusas, libros y juguetes. Bajo la cama encontró una diminuta vaca de cristal amarillo que Hasina le había dado durante el recreo en quinto curso. También un llavero con una pelota de fútbol en miniatura, regalo de Giti. Una pequeña cebra de madera con ruedas. Un astronauta de cerámica que Tariq y ella habían encontrado un día en una alcantarilla. Ella tenía seis años y él ocho. Laila recordaba que se había producido una pequeña disputa por ver quién de los dos lo había encontrado.

Mammy también recogió sus pertenencias, con movimientos reticentes y una expresión letárgica y distante en los ojos. Renunció a la vajilla buena, las servilletas y todas las joyas, salvo la alianza, y a la mayor parte de la ropa.

– No irás a vender esto, ¿verdad? -dijo Laila, levantando en alto el vestido de boda de su madre, que se abrió en cascada sobre su regazo. Acarició el encaje y la cinta que bordeaba el escote, y los aljófares cosidos a mano en las mangas.

Su madre se encogió de hombros y cogió el vestido para arrojarlo con brusquedad sobre el montón. Fue como quitarse un esparadrapo de un tirón, pensó Laila.

A babi le correspondió la tarea más dolorosa.

Lo encontró de pie en su estudio con expresión compungida, observando sus estantes. Llevaba una camiseta de segunda mano con una imagen del puente rojo de San Francisco. Una densa niebla ascendía de las aguas espumosas y engullía las torres del puente.

– Ya conoces esa vieja historia -dijo él-. Estás en una isla desierta y sólo puedes tener cinco libros. ¿Cuáles escogerías? Nunca pensé que tendría que hacerlo realmente.

– Tendremos que ayudarte a iniciar una nueva colección, babi.

– Mmm. -Él sonrió con tristeza-. Me cuesta creer que vaya a abandonar Kabul. Fui al colegio aquí, conseguí aquí mi primer trabajo, fui padre en esta ciudad. Resulta extraño pensar que pronto dormiré bajo el cielo de otra ciudad.

– También a mí me lo parece.

– Durante todo el día me ha rondado por la cabeza un poema sobre Kabul. Lo escribió Saib-e-Tabrizi en el siglo diecisiete, creo. Antes me lo sabía entero, pero ahora sólo recuerdo dos versos:

Eran incontables las lunas que brillaban sobre sus azoteas,
o los mil soles espléndidos que se ocultaban tras sus muros.

Laila alzó la vista. Vio que su padre estaba llorando y le rodeó la cintura con el brazo.

– Oh, babi. Volveremos. Cuando termine esta guerra, volveremos a Kabul, inshalá. Ya lo verás.

En la tercera mañana, Laila empezó a trasladar las pilas de bártulos al patio para depositarlos junto al portón. Buscarían un taxi y lo llevarían todo a una casa de empeños.

Laila se pasó la mañana yendo de casa al patio y viceversa, acarreando gran cantidad de ropa y discos, e innumerables cajas con los libros de su padre. Debería haberse sentido extenuada al mediodía, cuando la pila de objetos que había junto al portón le llegaba a la cintura. Pero sabía que, con cada viaje, se acercaba el momento de volver a ver a Tariq, y con cada viaje sus piernas se volvían más ágiles y sus brazos más incansables.

– Vamos a necesitar un taxi muy grande.

La joven alzó la vista. Era su madre, que le hablaba desde el dormitorio. Estaba asomada a la ventana con los codos apoyados en el alféizar. El sol, cálido y espléndido, se reflejaba en sus grises cabellos, iluminando su rostro demacrado. Mammy llevaba el mismo vestido azul cobalto que se había puesto para la fiesta celebrada cuatro meses antes, un vestido desenfadado pensado para una mujer joven, pero, por un momento, a Laila le pareció estar ante una anciana. Una anciana de brazos nervudos, sienes hundidas y ojos cansados con oscuras ojeras, una criatura completamente distinta de la mujer regordeta de cara redonda que exhibía una sonrisa radiante en sus viejas fotos de boda.

– Dos taxis grandes -puntualizó ella.

También veía a su padre en la sala de estar, apilando cajas de libros.

– Sube aquí cuando termines con eso -le indicó su madre-. Nos sentaremos a comer huevos duros y judías que sobraron.

– Mi plato favorito -declaró la muchacha.

Pensó de repente en su sueño. En Tariq y ella sobre una colcha. Con el océano, el viento, las dunas.

¿Cómo sonaban las dunas al cantar?, se preguntó.

Laila se detuvo. Vio una lagartija gris que salía reptando de una grieta en el suelo. La lagartija movió la cabeza de un lado a otro. Parpadeó. Se metió como una flecha bajo una roca.

Ella volvió a imaginar la playa. Sólo que ahora se oía el canto por todas partes, e iba en aumento. Cada vez era más estridente, más agudo, y le llenaba la cabeza, ahogando todo lo demás. Las gaviotas no eran más que mimos con plumas, abriendo y cerrando el pico sin que de él saliera sonido alguno, y las olas rompían en la arena con espuma, pero en silencio. La arena seguía cantando. Chillaba. Sonaba como… ¿un tintineo?

Un tintineo no. No. Un silbido.

Laila dejó caer los libros. Alzó los ojos hacia el cielo, haciendo pantalla con una mano.

Entonces se produjo un espantoso estallido.

Y a su espalda hubo un destello blanco.

El suelo se movió bajo sus pies.

Algo cálido y potente la golpeó por detrás y la levantó por los aires. Y Laila voló, retorciéndose, dando vueltas en el aire, viendo el cielo, luego la tierra, luego el cielo, luego la tierra. Un gran pedazo de madera en llamas pasó velozmente por su lado. También pasaron mil pedazos de cristal, y a ella le pareció que los veía todos individualmente volando a su alrededor, girando lentamente, reflejando la luz del sol por un lado y por otro, con preciosos arco iris diminutos.