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– No, no lo es -afirmó la mujer categóricamente-. No compares a ese hijo cojo de un carpintero con tus hermanos. No hay quien pueda compararse a tus hermanos.

– Yo no he dicho que él… No me refería a eso.

Mammy suspiró exhalando el aire por la nariz con los dientes apretados.

– De todas formas -prosiguió, pero ya sin el alegre desenfado de antes-, lo que intento decirte es que si no te andas con cuidado, la gente empezará a rumorear.

Laila abrió la boca para hablar, pero sabía que a su madre no le faltaba razón: atrás habían quedado los días de retozar por la calle con Tariq, inocentemente y sin inhibiciones. Hacía algún tiempo que había empezado a notar una sensación extraña cuando estaban juntos en público, la impresión de que los miraban, los vigilaban y cuchicheaban a su paso. Era algo que nunca había sentido antes y que tampoco sentiría entonces, de no ser por un hecho fundamental: estaba locamente enamorada de Tariq. Cuando lo tenía cerca, no podía evitar que la consumieran los más escandalosos pensamientos del cuerpo esbelto y desnudo de Tariq entrelazado con el suyo. De noche, en la cama, se imaginaba a su amigo besándole el vientre, trataba de imaginar la dulzura de sus labios y el tacto de sus manos en el cuello, el pecho, la espalda y aún más abajo. Cuando pensaba en él de esa manera, se sentía sumamente culpable, pero también notaba una cálida y peculiar sensación que se extendía desde su vientre hasta el rostro, como si se hubiera ruborizado.

Mammy tenía razón. Más de lo que creía. De hecho, Laila sospechaba que algunos vecinos, si no la mayoría, chismorreaban ya sobre Tariq y ella. Ella había reparado en las sonrisas maliciosas y era consciente de que en el vecindario se rumoreaba que eran pareja. No hacía mucho, por ejemplo, que Tariq y ella se habían cruzado por la calle con Rashid, el zapatero, que iba seguido de su mujer, Mariam, vestida con el burka. Al pasar junto a ellos, Rashid había dicho en broma: «Si son Laili y Maynun», refiriéndose a los desventurados enamorados del popular poema romántico de Nezami del siglo XII; una versión farsi de Romeo y Julieta, había dicho babi, sólo que Nezami había escrito su poema cuatro siglos antes que Shakespeare.

Pero, aunque su madre tuviera razón, a Laila le dolía que no se hubiera ganado el derecho a actuar como tal. Habría sido distinto de haberse tratado de su padre. Pero después de tantos años de mantenerse distante, de encerrarse en sí misma sin preocuparse por dónde iba su hija, a quién veía y qué pensaba, había perdido ese derecho. Laila tenía la impresión de no ser mejor que los cacharros de la cocina, objetos que podían dejarse de lado para ser reclamados luego a voluntad, cuando uno tuviera ganas.

Sin embargo, aquél era un gran día, un día muy importante para todos. Habría sido una mezquindad arruinarlo, así que, impulsada por el espíritu del momento, lo dejó pasar.

– Sí, te entiendo.

– ¡Bien! -exclamó mammy-. Entonces, todo resuelto. ¿Y dónde está Hakim? ¿Dónde está ese dulce maridito mío?

Hacía un día radiante, perfecto para una fiesta. Los hombres se sentaron en destartaladas sillas en el patio, bebieron té, fumaron y comentaron a viva voz el plan de los muyahidines entre bromas. Laila tenía una idea aproximada gracias a su padre: Afganistán se llamaba ahora Estado Islámico de Afganistán. Un Consejo Islámico de la Yihad, formado en Peshawar por varias facciones muyahidines, se encargaría de gobernar durante dos meses, dirigido por Sibgatulá Moyadidi. Los cuatro meses siguientes, tomaría el poder un consejo dirigido por Rabbani. Durante ese total de seis meses, se celebraría una loya yirga, una gran asamblea de líderes y ancianos, que formaría un gobierno interino para los dos años siguientes, antes de convocar unas elecciones democráticas.

Uno de los hombres abanicaba los pinchos de cordero que chisporroteaban sobre una improvisada parrilla. Babi y el padre de Tariq, muy concentrados, jugaban una partida de ajedrez a la sombra del viejo peral. Tariq también estaba sentado junto al tablero, observando la partida a ratos, al tiempo que escuchaba la charla política de la mesa contigua.

Las mujeres se reunieron en la sala de estar, el zaguán y la cocina. Charlaban con los bebés en brazos, esquivando expertamente con mínimos movimientos de cadera a los niños que correteaban por la casa. En un casete sonaba a pleno volumen un gazal de Ustad Sarahang.

Laila estaba en la cocina, preparando jarras de dog con Giti. Su amiga ya no se mostraba tan tímida ni tan seria como antes. Hacía varios meses que había desaparecido de su rostro la severa expresión de antaño. Reía abiertamente y con mayor frecuencia, y Laila tenía la impresión de que también con algo de coquetería. Giti había desterrado las sosas colas de caballo, se había dejado crecer el pelo y se había hecho reflejos rojizos. Laila descubrió al final que el origen de semejante transformación se encontraba en un joven de dieciocho años que se interesaba por la muchacha. Se llamaba Sabir y era el portero del equipo de fútbol del hermano mayor de Giti.

– ¡Oh, tiene una sonrisa encantadora, y el cabello muy negro! -había explicado a Laila.

Nadie sabía que se gustaban, por supuesto. Se habían encontrado un par de veces en secreto para tomar el té, quince minutos en cada ocasión, en una pequeña casa de té del otro extremo de la ciudad, en Taimani.

– ¡Va a pedir mi mano, Laila! A lo mejor se decide este mismo verano. ¿Qué te parece? No puedo dejar de pensar en él, te lo juro.

– ¿Y los estudios? -había preguntado Laila.

Su amiga había ladeado la cabeza para lanzarle una mirada que lo decía todo.

«Cuando cumplamos los veinte -solía decir Hasina-, Giti y yo habremos parido ya cuatro o cinco niños cada una. Pero tú, Laila, harás que dos tontas como nosotras nos sintamos orgullosas de ti. Serás alguien. Sé que un día cogeré un periódico y encontraré tu foto en primera plana.»

Giti se encontraba ahora junto a Laila, troceando pepino con aire soñador.

Mammy andaba por ahí cerca, con un vestido veraniego de vistosos colores, pelando huevos duros con Wayma, la comadrona, y la madre de Tariq.

– Voy a regalarle al comandante Massud una foto de Ahmad y Nur -decía mammy a Wayma, mientras ésta asentía tratando de parecer interesada y sincera-. Él se encargó personalmente del funeral. Rezó una plegaria junto a su tumba. Sería una muestra de agradecimiento por su consideración. -Mammy cascó un huevo duro-. Dicen que es un hombre serio y honorable; seguro que sabrá apreciar el detalle.

A su alrededor, las mujeres entraban y salían de la cocina llevando cuencos de qurma, fuentes de mastawa y hogazas de pan, que disponían sobre el sofrá extendido en el suelo de la sala de estar.

De vez en cuando, Tariq se acercaba por allí como si tal cosa y picaba algo.

– No se permiten hombres aquí -dijo Giti.

– Fuera, fuera, fuera -exclamó Wayma.

Tariq sonrió al oír las protestas amistosas de las mujeres. Parecía complacerle no ser bien recibido y contaminar la atmósfera femenina con su sonriente falta de respeto masculina.

Laila se esforzó por no mirarlo y así no dar motivos a las mujeres para nuevos chismorreos. Así que mantuvo la vista baja y no le dijo nada, pero recordó un sueño que había tenido unas noches atrás, de su rostro y el de Tariq juntos en un espejo, bajo un fino velo verde. Y de unos granos de arroz que caían del cabello de Tariq y rebotaban en el espejo con un leve tintineo.

El joven alargó la mano para probar un trozo de ternera guisada con patatas.

– Ho bacha! -exclamó Giti, dándole un golpe en la mano. Tariq cogió el trozo de todas formas y rió.

Era ya un palmo más alto que Laila. Se afeitaba. Su rostro era más anguloso. Sus hombros se habían ensanchado. A Tariq le gustaba llevar pantalones de pinzas, relucientes mocasines negros y camisas de manga corta que mostraban sus brazos, musculosos gracias a unas viejas pesas herrumbrosas con las que se ejercitaba a diario en el patio de su casa. Su rostro había adoptado últimamente una expresión de burlona belicosidad. Y también le había dado por ladear la cabeza con afectación cuando hablaba, y por arquear una ceja cuando reía. Se había dejado crecer el pelo y había adquirido la costumbre de sacudir la cabeza -a menudo innecesariamente- para echárselo hacia atrás. La sonrisita malévola también era una nueva adquisición.