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Llegué media hora tarde a la comida con Korten, pero con ello no pude demostrar nada a nadie.

– ¿Es usted el señor Selb? -me preguntó en recepción un ratón gris que se había aplicado demasiado colorete-. Ahora mismo aviso al señor director general. Si tiene usted la amabilidad de esperar.

Esperé en el vestíbulo de recepción. Korten llegó y me saludó sin ceremoniales.

– ¿No avanzas, mi querido Selb? ¿Necesitas mi ayuda?

Era el tono con que el tío rico saluda al sobrino incómodo, que tiene deudas y mendiga dinero. Le miré perplejo. Él podía tener mucho que hacer y estar estresado y crispado, pero yo también estaba crispado.

– Necesitar, sólo necesito que pagues la factura que está aquí, dentro del sobre. Por lo demás, puedes escuchar cómo he resuelto el caso, pero también puedes dejarlo estar.

– No seas tan susceptible, querido, no seas tan susceptible. ¿Por qué no has dicho directamente a la señora Schlemihl de qué se trataba?

Me cogió del brazo y me llevó de nuevo al Salón Azul. Mi mirada buscó en vano a la pelirroja con pecas.

– ¿Así que has resuelto el caso?

Le reproduje brevemente el contenido de mi informe. Cuando, con la sopa, toqué el tema de los fallos de su equipo, aprobó con seriedad.

– ¿Entiendes ahora por qué no puedo soltar el timón? Todo son mediocridades. -A eso no tenía yo nada que decir-. ¿Y qué tipo de hombre es ese Mischkey? -preguntó.

– ¿Cómo te imaginas a alguien que hace un pedido para vuestra empresa de cien mil monitos rhesus y que borra los números de cuenta que empiezan por trece?

Korten sonrió satisfecho.

– Exacto -dije-, un pájaro divertido y además un informático alucinantemente competente. Si lo hubierais tenido en vuestro centro de cálculo, no se habrían producido averías.

– ¿Y cómo has cogido a ese pájaro alucinantemente competente?

– Está todo en el informe. No tengo ganas ahora de entrar en detalles ni en elogios; de alguna manera encontraba simpático a Mischkey, y no me ha sido fácil demostrar su autoría. Sería bonito si por vuestra parte no hay mucho rigor, mucha dureza, tú me entiendes, ¿verdad?

– Selb, nuestra alma cándida -rió Korten-. Eso es algo que no has aprendido nunca, llevar las cosas hasta el final o no empezarlas. -Después, en tono pensativo-: Pero a lo mejor es ésa precisamente tu fuerza: con sensibilidad descubres los secretos de personas y cosas, con sensibilidad cuidas tus escrúpulos, y después de todo funcionas.

Me quedé sin habla. ¿Por qué esa agresividad y ese cinismo? La observación de Korten me había dado donde hacía daño, y él lo sabía y pestañeaba divertido.

– No temas, mi querido Selb, no haremos destrozos innecesarios. Y lo que he dicho sobre ti, yo lo valoro, no me entiendas mal.

No hizo más que empeorar las cosas y me miró benévolamente a la cara. Aunque en sus palabras hubiera algo de cierto, ¿no es la amistad el proceder cuidadosamente con las mentiras vitales del otro? Pero no había nada de cierto. En mí creció la cólera.

Ya no quise postre. Y el café preferí también tomarlo en el Café Gmeiner. Y Korten tenía una reunión a las dos.

A las ocho fui a Frankfurt y cogí el avión de Atenas.

Segunda parte

1. FELIZMENTE A TURBO LE GUSTA EL CAVIAR

En agosto estaba de nuevo en Mannheim.

Siempre me ha gustado viajar en vacaciones, y las semanas en el Egeo transcurrieron bajo un resplandor claro y azul. Pero también desde que soy mayor regreso con más ganas que antes a casa. A ésta vine a vivir tras la muerte de Klara. No pude imponer mi gusto durante nuestro matrimonio, así que con cincuenta y seis años tuve que recuperar las alegrías de amueblar un piso, las otras las disfruté ya en la juventud. Me gustan mis dos pesados sofás de cuero, que costaron una fortuna y que resisten mis resacas, las viejas estanterías de farmacia donde tengo mis libros y discos, y en el despacho la cama de barco, que he encajado en un hueco de la pared. A mi regreso me alegra también siempre encontrar a Turbo, al que desde luego sé en buenas manos con la vecina, pero que sin mí sufre a su modo silencioso.

Había dejado las maletas en el suelo y abierto la puerta, y, mientras Turbo se colgaba de la pernera de mi pantalón, descubrí ante mí una enorme cesta de regalo en el pasillo.

La puerta de la vivienda contigua se abrió, y la señora Weiland me saludó:

– Qué bien que ya esté de vuelta, señor Selb. Santo cielo, qué moreno está. Su gato le ha echado mucho de menos, psss, psss, ¿no es verdad, minino? ¿Ha visto ya la cesta? Llegó hace tres semanas con un chofer de la RCW. Lástima de flores, eran bonitas. Pensé ponerlas en un jarrón, pero también se habrían marchitado. El correo está en su escritorio, como siempre.

Le di las gracias y busqué protección de su verborrea detrás de la puerta de mi casa.

Desde el pâté de foie gras hasta el caviar Malossol estaban allí todos los artículos exquisitos que me gustan y los que no me gustan. Felizmente a Turbo le gusta el caviar. El tarjetón adjunto, con un artístico logotipo de la empresa, estaba firmado por Firner. La RCW agradecía mis inapreciables servicios.

También me habían pagado. Entre el correo encontré los extractos de mi cuenta, postales de las vacaciones de Eberhard y Willy y las inevitables facturas. Había olvidado cancelar la suscripción del Mannheimer Morgen; la señora Weiland había apilado limpiamente los periódicos en la mesa de la cocina. Los estuve hojeando antes de echarlos a la basura, sintiendo el sabor insulso de la excitación política rancia.

Abrí las maletas y puse la lavadora en marcha. Luego fui a hacer la compra; dejé que la señora del panadero, el carnicero y el encargado de los ultramarinos admiraran mi aspecto recuperado y pregunté por las novedades, como si en mi ausencia se hubieran producido grandes acontecimientos.

Era época de vacaciones escolares. Los comercios y las calles estaban vacíos; mi mirada de conductor descubría sitios para aparcar en los lugares más insospechadas y sobre la ciudad reinaba la calma veraniega. Había traído de las vacaciones esa ligereza que permite a uno tras su regreso vivir al principio el ambiente familiar como nuevo y distinto. Todo eso me causaba la impresión de estar flotando, y quería seguir disfrutándola. Dejé para la tarde la visita al despacho. Con inquietud fui dando un paseo hasta el Meiner Rosengarten, ¿estaría cerrado por vacaciones? Pero ya de lejos vi a Giovanni de pie a la puerta del jardín y con la servilleta sobre el brazo.

– ¿Tú otra ves aquí de Gresia? Gresia non bueno. Ven, yo a ti hacer spaghetti a la gorgonzola.

– Sí, italiani formidables.

Jugábamos al alemán-conversa-con-trabajador-emigrado.

Giovanni me trajo el frascati y me habló de una película nueva.

– Habría sido un papel para usted, un asesino que también habría podido ser detective privado.

Tras los spaghetti a la gorgonzola, el café y el sambuca, una horita con el Süddeutsehe en los jardines del Depósito de Agua, un helado y otro café en Gmeiner, me fui al despacho. La cosa no estaba tan mal. El contestador automático había comunicado mi ausencia hasta ese día, y no tenía llamadas. En el correo, junto al boletín de la Asociación Federal de Detectives Alemanes, una notificación de impuestos, propaganda diversa y una invitación para suscribirse al Diccionario Evangélico Estatal, encontré dos cartas. Thomas me ofrecía un puesto como docente en los estudios de Diplomatura en Seguridad de la Escuela Técnica Superior de Mannheim. Las Aseguradoras Reunidas de Heidelberg me pedían que contactara con ellas en cuanto volviera de las vacaciones.

Quité un poco el polvo, hojeé los boletines, saqué de un cajón del escritorio la botella de sambuca, la lata del café en granos y el vaso y me serví. Desde luego me niego a aceptar el cliché del whisky en el escritorio del detective, pero una botella tiene que haber. Luego grabé el nuevo mensaje para el contestador, acordé una cita con las Aseguradoras de Heidelberg, dejé para otro momento la contestación a la oferta de Thomas y me fui a casa. Desde primera hora de la tarde permanecí en el balcón resolviendo pequeños detalles. Con los extractos bancarios me puse a hacer cuentas y comprobé que con los casos que me habían ocupado hasta entonces ya había cubierto casi mi plan anual de trabajo. Y esto después las vacaciones. Muy tranquilizador.