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– ¿No le da vergüenza? -dijo un padre de familia a quien la tripa le colgaba sobre el bañador y el pecho sobre la tripa. Él y su mujer eran lo último que yo hubiera querido mirar con o sin prismáticos-. Si no para inmediatamente, mirón, romperé en pedazos ese trasto.

Era absurdo. Los hombres que se hallaban a mi alrededor no sabían adónde dirigir la mirada, bien para ver todo o para no ver nada, y no creo que sea demasiado anticuado suponer que las mujeres sabían lo que ellos hacían. Y allí estaba yo, a quien nada de aquello importaba; no porque no hubiese podido interesarme, sino porque en aquel momento realmente no me interesaba, en aquel momento sólo tenía una misión en la cabeza. Y precisamente yo era sospechoso, acusado y declarado convicto y culpable de lascivia.

A esa gente sólo se la puede vencer con sus propias armas.

– Y usted, ¿no se avergüenza? -dije yo-, con ese aspecto que tiene debería cubrirse con algo. -Y metí mis prismáticos en la bolsa. Por añadidura, al incorporarme vi que le sacaba la cabeza. Él no pasó de unos gestos de desaprobación con la boca.

Salté al lago y fui nadando hasta la otra piscina. Pero una vez allí no salí del agua; la señora Buchendorff y Mischkey se habían tumbado a pleno sol cerca de la orilla. Mischkey estaba a punto de abrir una botella de vino tinto en ese preciso instante. Eso me daba, pensé, en todo caso una hora. Volví nadando. Mi desafiador se había puesto una camisa hawaiana, resolvía crucigramas con su mujer y me dejaba en paz. Fui a comprar una salchicha con mucha mostaza y patatas fritas y me puse a leer mi Süddeutsehe.

Una hora después estaba esperando de nuevo con mi coche delante de la otra piscina. Pero hasta las seis no atravesaron los dos el torniquete. Las delgadas piernas de Mischkey estaban rojas, la señora Buchendorff llevaba el pelo suelto hasta los hombros, y subrayaba su bronceado con un vestido azul de seda. Luego se fueron a casa de ella, a la Rathenaustrasse. Cuando volvieron a salir ella llevaba un pantalón de pinzas tres cuartos de cuadros atrevidos y encima un jersey negro de punto combinado con cuero, él iba con un traje de hilo claro. Fueron caminando los pocos pasos que los separaban del Steigenberger Hotel, en el parque Augusta, y una vez allí se dirigieron al bar. Yo estuve rondando por el vestíbulo del hotel hasta que los vi pasar con sus vasos desde el bar al restaurante. Entonces fui yo al bar y pedí un aviateur. El barman puso cara de sorpresa, le expliqué la combinación y él mostró su aprobación con un movimiento de cabeza. Empezamos a hablar.

– Hemos tenido una suerte increíble -dijo-. Acaba de llegar una pareja al bar, querían comer en el restaurante, Al hombre se le ha caído una tarjeta de la cartera aquí en la barra, delante de mí. La ha guardado otra vez enseguida, pero yo he podido ver lo que ponía: Inspecteur de bonne table, y al lado el dibujo del hombrecito de Michelin. Es uno de ésos, sabe usted, que hacen la guía. Nosotros somos un buen restaurante, pero a pesar de todo se lo he comunicado inmediatamente al maître de service, y ahora les están poniendo un servicio y una comida que no van a olvidar.

– Y al final a ustedes les ponen la estrella o por los menos las cucharitas y los tenedorcitos cruzados.

– Esperemos.

Inspecteur de bonne table, diablo también [9]. No creo que existan acreditaciones de ese tipo; lo que me fascinaba era la fantasía de Mischkey, pero al mismo tiempo no me sentía bien con esta pequeña estafa. También el estado de la gastronomía alemana me preocupaba. ¿Era necesario recurrir a eso para obtener un servicio decente?

Por ese día podía interrumpir tranquilamente el seguimiento. Después de un último calvados se irían a casa de la señora Buchendorff, o a la de Mischkey en Heidelberg. Un paseo matinal el domingo veraniego hasta la iglesia de Jesús me permitiría averiguar rápidamente si estaban los dos coches, ninguno o sólo el de la señora Buchendorff ante la casa de la Rathenaustrasse.

Fui a casa, alimenté al gato con comida de lata y a mí con ravioli y me fui a la cama. Todavía antes de dormir leí un poco de Enrique el verde, y deseé encontrarme junto al lago de Zurich.

18. LA SUCIEDAD DEL MUNDO

El domingo por la mañana me llevé el té y las galletas de mantequilla a la cama y me puse a reflexionar. Estaba seguro: tenía a mi hombre. Mischkey correspondía en todo a la imagen que me había hecho del autor, era un manitas, jugador y pícaro, y el rasgo de impostor la completaba. Como empleado del RRZ tenía oportunidad de penetrar en el sistema de las empresas conectadas; como amigo de la señora Buchendorff, el motivo para hacerlo precisamente en la RCW La subida salarial de las secretarias de dirección había sido una deferencia anónima para la amiga. Estos indicios por sí solos no serían suficientes para un tribunal si las cosas fueran como tenían que ser. Con todo, para mí eran suficientemente convincentes, no tanto para seguir reflexionando si era él como para pensar en la forma de probar su culpabilidad.

Someterlo a un careo ante testigos para que se derrumbara por el peso de la culpa era absurdo. Ponerle una trampa, con la colaboración de Oelmüller y de Thomas, esta vez con un objetivo y mejor preparada: por un lado, no sabía si tendría éxito, y, por otro, no quería perderme el duelo con Mischkey, con mis propios medios. Sin duda era éste uno de esos casos que a mí personalmente me cautivan. Quizá hasta me incitaba en exceso personalmente. Sentía una mezcla poco limpia de ambición profesional, respeto por el adversario, celos incipientes, clásica rivalidad entre cazador y cazado y envidia por la juventud de Mischkey. Ya sé que en esto consiste la suciedad del mundo, a la que sólo escapan los santos, mientras que los fanáticos creen poder escapar de ella. Pero a veces me molestaba. Como son tan pocos los que la confiesan, concluyo que tan sólo yo sufro por ella. En la Universidad de Berlín Carl Schmitt, profesor mío, nos había expuesto una teoría que distinguía limpiamente entre el enemigo político y el personal, y todos estaban convencidos y se sentían justificados en su antisemitismo. Ya entonces me había preocupado la idea de que o bien los otros no podían soportar la falta de limpieza de sus sentimientos y tenían que encubrirla, o bien la que estaba subdesarrollada era mi capacidad para trazar emocionalmente una clara frontera entre lo personal y lo objetivo.

Me preparé otro té. ¿Podía obtener una confesión por medio de la señora Buchendorff? ¿Podría lograr a través de la señora Buchendorff que Mischkey interviniera otra vez en el sistema de la RCW, esta vez de forma identificable? ¿O podía hacer uso de Gremlich y de sus innegables deseos de jugarle una mala pasada a Mischkey? No se me ocurrió nada convincente. Tendría que fiarme de mi talento para improvisar.

Me podía ahorrar seguimientos ulteriores. Pero para ir al Meiner Rosengarten, donde a veces me encuentro con los amigos para comer, en lugar de seguir el camino habitual por el Depósito de Agua y el Ring, pasé por la iglesia de Jesús. El Citroën de Mischkey no estaba, y la señora Buchendorff trabajaba en el jardín. Cambié de acera para no tener que saludarla.