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– Una interesante variante. Señor Mischkey, me ha ayudado mucho. ¿puedo llamarle si se me ocurre algo más? Aquí está mi tarjeta. -Saqué de mi cartera la tarjeta de visita con mi dirección y mi teléfono privados; en ella aparezco como Gerhard Selk, periodista free lance.

Hicimos juntos el camino a la Ebertplatz.

– ¿Qué dice su meteorograma sobre el próximo fin de semana?

– Está mejorando el tiempo, nada de polución y ni siquiera lluvia. Parece que vamos a tener un fin de semana de piscina.

Nos despedimos. Pasando por el Römerkreisel llegué a la Bergheimstrasse, para llenar el depósito. Al oír la gasolina fluyendo por el conducto no pude evitar pensar en la línea entre RCW y RRZ y ahora cualquiera sabía qué otras empresas. Si mi caso era un caso de espionaje industrial, pensé en la autopista, entonces todavía faltaba una pieza. Lo ocurrido en el sistema de la RCW, por lo que recordaba, no correspondía a un caso de espionaje. A no ser que…, ¿y si el espía hubiera querido borrar con ello su rastro? Pero ¿qué motivo aparte del temor a que estuviéramos sobre su pista? ¿Y por qué había de temer eso? ¿Quizá uno de los primeros percances hubiera podido desenmascararle? Tenía que ver otra vez los informes. Y tenía que llamar a Firner y hacerme con una lista de las empresas conectadas al sistema de alarma de polución.

Llegué a Mannheim. Eran las tres, la posición de las persianas de tablillas de la Mannheimer Versicherung anunciaban ya el fin de la jornada laboral. Sólo en las ventanas que permanecían iluminadas por la noche para formar la M, había todavía gente. M de Mischkey, pensé.

El hombre me gustaba. También me gustaba como sospechoso. Allí estaba el jugador, el sofisticado y el pícaro que había estado buscando desde el principio. Tenía la fantasía necesaria, la competencia necesaria y ocupaba el puesto adecuado. Pero no pasaba de ser un sentimiento. Y si pretendía pedirle cuentas, me dejaría soberanamente con dos palmos de narices.

Le seguiría durante el fin de semana. Por el momento, no tenía más sentimiento que ése, y no veía otra forma de seguir sus huellas. Quizá hiciera también un movimiento susceptible de darme nuevas ideas. De haber sido invierno me habría abastecido en la librería con literatura sobre delitos informáticos para el fin de semana. Seguir a alguien en invierno es un asunto duro y frío. Pero en verano puede hacerse, y Mischkey quería ir a la piscina.

17. ¿NO LE DA VERGÜENZA?

Que Mischkey vivía en la actualidad en el Burgweg 9, que tenía un Citroën DS descapotable con matrícula HD-CZ 985, que era soltero y sin hijos y como funcionario de rango medio ganaba 55.000 marcos, y que en el Bank für Gemeinwirtschaft tenía un crédito personal de 30.000 marcos que amortizaba regularmente, me lo dijo el mismo viernes mi colega Hemmelskopf del Servicio de Información Crediticia. El sábado a las siete estaba yo en el Burgweg.

El Burgweg es un trozo corto de calle cerrado al tráfico, y su parte superior es un camino por donde se va a pie al castillo. Los habitantes de las cuatro o cinco casas de la parte inferior pueden aparcar allí el coche y tienen llave de la barrera que separa el Burgweg del Unterer-Fauler-Pelz. Me alegró ver allí aparcado el coche de Mischkey. Era una belleza, de color verde botella con cromados relucientes y capota crema. Así que en esto se había ido el crédito personal. Aparqué el coche en la curva llamada Haarnadel, de la Neue Schlosstrasse, desde la cual una escalera recta y empinada baja hasta el Burgweg. El coche de Mischkey estaba con el morro hacia arriba; cuando arrancara, yo tendría tiempo suficiente para estar al mismo tiempo que él en el Unterer-Fauler-Pelz. Me situé de tal modo que podía vigilar la entrada sin ser visto desde la casa.

A las ocho y media en la casa que yo había tomado por la de los vecinos se abrió una ventana a la altura de mis ojos, y Mischkey se estiró desnudo en el aire de la mañana, ya tibio. Tuve el tiempo justo de escurrirme detrás de una columna publicitaria. Me asomé, bostezó, hizo flexiones de tronco. No me había visto.

A las nueve salió de casa, fue al mercado que hay ante la iglesia del Espíritu Santo, comió allí dos panecillos con salmón, tomó un café en el drugstore de la Kettengasse, estuvo flirteando con la bella exótica que servía en la barra, llamó por teléfono, leyó la Frankfurter Rundschau, jugó una partida de ajedrez relámpago, hizo todavía un par de gestiones, fue a casa para dejar la compra y salir de nuevo con un gran bolso, y subió al coche. Iba a bañarse, llevaba una camiseta con la inscripción «Greatul Dead», vaqueros recortados y sandalias de Jesucristo, y tenía las piernas delgadas y blancas.

Mischkey tuvo que dar media vuelta con el coche, pero la barrera de abajo estaba levantada, por lo que me costó mucho situarme tras él con mi Kadett, entre nosotros había otro coche. Podía oír la música de su equipo estereofónico, que estaba al máximo. «He's a pretender», cantaba Madonna.

Fue hacia la autopista de Mannheim. Luego pasó a ochenta frente al pabellón de ADAC y el edificio del Tribunal Administrativo, y más adelante bordeó la parte superior del Luisenpark. De pronto frenó bruscamente y torció a la izquierda. Cuando el tráfico en sentido contrario me hizo torcer también a mí había perdido de vista el coche de Mischkey. Continué conduciendo lentamente, buscando el descapotable verde. En la esquina de la Rathenaustrasse oí música ruidosa, que se extinguió de pronto. Seguí avanzando con lentitud. Mischkey bajó del coche y se dirigió a la casa de la esquina.

No sé lo que me llamó la atención primero, si el domicilio o el coche de la señora Buchendorff, que brillaba plateado ante la iglesia de Jesús. Bajé el cristal derecho y me incliné hacia fuera para echar una mirada a la casa. A través de una reja de hierro forjado y del jardín descuidado vi el balcón del primer piso. La señora Buchendorff y Mischkey se estaban besando.

¡Que precisamente entre ellos existiera algo! Eso no me cuadraba lo más mínimo. Seguir los pasos de alguien que te conoce ya es algo penoso, pero si te descubren puedes fingir un encuentro fortuito y salir pasablemente airoso del asunto. En principio esto vale también cuando son dos, pero no en este caso. ¿Me presentaría la señora Buchendorff a él como el detective privado Selb o Mischkey a ella como el periodista free lance Selk? Si iban a bañarse tendría que quedarme fuera. Lástima, ya me había hecho ilusiones y llevaba mis bermudas en el maletero. Se estaban besando tiernamente. ¿Había allí algo más que no me cuadrara?

Al cabo de media hora pasaron ante mí con el coche, y yo me oculté tras el Süddeutsehe. Luego les seguí por Canal de Suez hasta las instalaciones de Stollenswörth.

Se encuentran al sur de la ciudad, y constan de dos piscinas privadas. La señora Buchendorff y Mischkey fueron a la de correos. Yo permanecí con mi coche frente a la entrada. ¿Cuánto tiempo se pasan bañándose hoy día los jóvenes enamorados? En mis tiempos eso podía durar horas en el lago Müggel; yo contaba con que las cosas no hubieran cambiado a peor. Desde luego, ya había renunciado al baño en la Rathenaustrasse, pero la perspectiva de permanecer tres horas sentado en el coche o apoyado en él me impulsó a buscar otra solución. ¿Podía verse esta piscina desde la otra? En cualquier caso el intento merecía la pena.

Fui a la piscina de enfrente y metí los prismáticos Zeiss en la bolsa de la ropa de baño. Los heredé de mi padre, que fue oficial del ejército y que con ellos perdió la Primera Guerra Mundial. Saqué la entrada, me puse las bermudas, metí la tripa y salí al sol.

Encontré un sitio desde el que podía ver la otra piscina. El césped estaba lleno de familias, grupos, parejas y gente sola, e incluso entre las mamás algunas se arriesgaban a llevar los pechos al aire.

Cuando saqué los prismáticos de la bolsa me alcanzaron las primeras miradas reprobatorias. Los dirigí a los árboles, a las golondrinas que había por allí, y a un pato de plástico de la superficie del lago. Ah, si hubiera traído mi atlas ornitológico, pensé, con él podría adoptar medidas que no inspiraran desconfianza. Enseguida tuve la otra piscina en el campo visual; de haber sido sólo por la distancia, habría podido controlarlos bien a los dos. Pero no se me permitió.