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Conseguí mantener mi grato estado de indecisión todavía en las siguientes semanas. Seguía sin entusiasmo el caso de fraude con una compañía de seguros que me habían confiado. Sergej Mencke, mediocre bailarín del Teatro Nacional de Mannheim, había suscrito un elevado seguro para sus piernas y poco después se había roto una de modo más bien complicado. No podría volver a bailar. La cosa rondaba el millón de marcos, y la aseguradora quería tener la certeza de que allí no había nada raro. La idea de que alguien se rompiera a propósito la pierna me resultaba espantosa. Cuando era pequeño, mi madre me contó, para ilustrar la fuerza de voluntad del hombre, que cuando Ignacio de Loyola vio que la fractura de su pierna había soldado mal volvió a rompérsela con un martillo. Siempre he abominado de los que se automutilan, el pequeño espartano que permite que el zorro le devore la tripa, Mucio Escévola e Ignacio de Loyola. Pero por mí podrían haber dado a todos ellos un millón de marcos si de esa forma hubieran desaparecido de los textos escolares. Mi bailarín decía que la rotura se había producido al cerrar la pesada puerta de su Volvo; la tarde del día en cuestión tuvo mucha fiebre, añadía, y a pesar de ello tuvo que soportar una aparición en público, después de lo cual ya no volvió a sentirse en condiciones. Por eso, siempre según él, cerró de golpe la puerta, aunque todavía tenía fuera la pierna. Permanecí mucho tiempo sentado en mi coche e intenté imaginar si algo así sería posible. No pude hacer mucho más a causa de las vacaciones teatrales que habían dispersado en todas las direcciones a sus amigos y colegas.

A veces pensaba en la señora Buchendorff y en Mischkey. En los periódicos no había leído nada sobre su caso. En una ocasión en que pasé con cierta prisa por la Rathenaustrasse vi que las persianas del primer piso estaban cerradas.

2. EN EL COCHE TODO ESTABA EN ORDEN

Fue pura casualidad que escuchara a tiempo su mensaje, a primera hora de la tarde de un día de mediados de septiembre. Normalmente, escucho los mensajes que llegan a esas horas al anochecer o a la mañana siguiente. La señora Buchendorff había llamado pronto por la tarde para preguntar si podía hablar conmigo a la salida del trabajo. Yo había olvidado el paraguas y tuve que volver al despacho, vi la señal en el contestador y la llamé. Quedamos para las cinco. Su voz sonaba débil.

Poco antes de las cinco estaba yo en mi despacho. Preparé café, lavé las tazas, ordené los papeles del escritorio, me aflojé la corbata, me abrí el botón superior de la camisa, volví a ajustarme la corbata y estuve desplazando de un lado a otro las sillas delante del escritorio. Al final estaban donde siempre. La señora Buchendorff fue puntual.

– Ya no sé si he hecho bien en venir. Quizá sean todo fantasías mías.

Sofocada, se hallaba de pie junto a la palmera de interior. Sonreía insegura, estaba pálida y tenía ojeras. Cuando le ayudé a quitarse el abrigo sus movimientos fueron de inquietud.

– Siéntese. ¿Le apetece un café?

– Desde hace días sólo tomo café. Pero sí, déme una taza, por favor.

– ¿Con leche y azúcar?

Estaba con sus pensamientos en otra parte y no contestó. Entonces me miró con una resolución que contuvo enérgicamente sus dudas e inseguridades.

– ¿Entiende algo de asesinatos?

Puse con cuidado las tazas sobre la mesa y me senté en mi silla.

– He trabajado en casos de asesinato. ¿Por qué lo pregunta?

– Peter ha muerto, Peter Mischkey. Fue un accidente, dicen, pero sencillamente no puedo creerlo.

– ¡Dios mío!

Me levanté y me puse a caminar arriba y abajo detrás del escritorio. Me sentí desfallecer. Yo había destruido en verano parte de la vivacidad de Mischkey en la pista de tenis, y ahora estaba muerto.

¿No había destruido también entonces algo de ella? ¿Por qué venía a mi oficina a pesar de ello?

– Usted lo vio una sola vez, jugando al tenis, y jugó como un loco, y es verdad que también conducía como un loco, pero nunca tuvo un accidente y se mantenía siempre muy seguro y concentrado. Esto no cuadra con lo que dicen que ha pasado ahora.

Así que no sabía nada de mi encuentro con Mischkey en Heidelberg. Y el partido de tenis tampoco lo habría mencionado si hubiera sabido que así yo había probado la autoría de Mischkey. Al parecer, él no le había contado nada, y tampoco como secretaria de Firner se había enterado de nada. Yo no sabía qué pensar.

– Mischkey me gustaba, y siento terriblemente, señora Buchendorff, enterarme de su muerte. Pero los dos sabemos que hasta el mejor conductor puede tener accidentes. ¿Por qué cree usted que no fue un accidente?

– ¿Conoce el puente de ferrocarril que hay entre Eppelheim y Wieblingen? Allí ocurrió, hace dos semanas. Según el informe de la policía, el coche de Peter patinó en el puente, rompió la valla y cayó a las vías, no en las de tránsito, sino en las que están en medio. Llevaba puesto el cinturón, pero quedó aprisionado bajo el coche. Se rompió una vértebra cervical, y murió al instante. -Rompió a sollozar, sacó el pañuelo y se sonó-. Discúlpeme. Hacía el trayecto todos los jueves; después de la sauna en la piscina de Eppelheim ensayaba con su banda en Wieblingen. Tenía dotes para la música, sabe usted, y era realmente bueno con el piano. El tramo del puente es prácticamente recto, el piso estaba seco y la visibilidad era buena. A veces hay niebla allí, pero esa noche no.

– ¿Hay testigos?

– La policía no ha encontrado a ninguno. Y también era tarde, hacia las once.

– ¿Examinaron el coche?

– La policía dice que en el coche todo estaba en orden.

No tuve que preguntar por Mischkey. Se lo habían llevado al depósito forense, y si allí le hubieran detectado alcohol en la sangre, un paro cardíaco o cualquier cosa de ese tipo, la policía se lo habría dicho a la señora Buchendorff. Por un momento vi a Mischkey en la mesa de mármol de las autopsias. De joven, cuando era fiscal, tuve que presenciarlas a menudo. Por la cabeza se me pasó la imagen de las virutas con que al final llenaban la cavidad del estómago y las grandes puntadas para coserlo.

– Anteayer fue el entierro.

Me puse a pensar.

– Dígame, señora Buchendorff, ¿hay otros motivos, aparte de la forma como sucedió, por los que duda de la versión del accidente?

– En las últimas semanas a menudo estaba desconocido. Se le veía ausente, absorto, se quedaba mucho en casa, no quería hacer casi nada conmigo. Una vez me echó lisa y llanamente de su casa. Y eludía mis preguntas. A veces pensaba que había otra, pero al mismo tiempo dependía de mí con una ternura que nunca había mostrado conmigo antes. Todo esto me tenía desconcertada. Una vez que estuve particularmente celosa yo… A lo mejor piensa que no puedo superar mi pena y que estoy histérica. Pero lo que pasó por la tarde…

Le serví más café y la miré animándola a que siguiera.

– Era un miércoles, y los dos nos habíamos tomado el día libre para tener más tiempo el uno para el otro. El día ya empezó mal; no es exactamente que quisiéramos tener más tiempo el uno para el otro, lo que yo quería es que él tuviera más tiempo para mí. Después de comer dijo de repente que tenía que ausentarse durante dos horas para ir al centro de cálculo. Me di perfecta cuenta de que eso no era cierto y me sentí defraudada y rabiosa, y sentí su frialdad y le imaginé con la otra e hice algo que, bien mirado, encuentro miserable. -Se mordió los labios-. Le seguí con el coche. No fue al centro de cálculo, sino que se metió en la Rohrbacher Strasse y ascendió la colina por el Steigerweg. Era fácil seguirle. Iba al cementerio de celebridades. Tuve cuidado en todo momento de mantener entre nosotros una distancia prudente. Cuando llegué al cementerio, él ya había bajado del coche y avanzaba por el camino central, el ancho. ¿Conoce usted el cementerio y ese camino que parece que lleva al cielo? Al final hay un bloque de arenisca casi de la altura de un hombre, parecido a un sarcófago pero apenas tallado. Se dirigió allí. Yo no entendía nada en absoluto y me mantuve oculta tras los árboles. Cuando ya casi había alcanzado el bloque salieron de detrás dos hombres, rápidos y silenciosos, como surgidos de la nada. Peter miraba a uno y a otro; parecía que quería dirigirse a uno de ellos, pero sin saber a quién.