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– ¿Has pensado en mi propuesta de representar a Lisbeth Salander? -preguntó Mikael tras darle un beso en la mejilla a su hermana y una vez que el camarero les trajo el café y los sándwiches.

– Sí. Y tengo que decirte que no. Sabes que no soy una abogada penalista. Aunque se libre de los asesinatos por los que la andan buscando, todavía le queda una larga lista de acusaciones. Va a necesitar a alguien con un prestigio y una experiencia completamente diferentes a los míos.

– Te equivocas. Eres una abogada con un reconocido prestigio en cuestiones relacionadas con los derechos de la mujer. Me parece que tú eres justo el tipo de abogado que ella necesita.

– Mikael… creo que no lo entiendes. Este es un caso penal muy complicado, y no se trata de un simple caso de malos tratos o de agresión sexual. Que yo me encargara de su defensa podría acabar en una auténtica catástrofe.

Mikael sonrió.

– Creo que te olvidas de lo más importante: si Lisbeth hubiese sido procesada por los asesinatos de Dag y de Mia, entonces habría contratado a alguien como Silbersky o a algún otro peso pesado de los abogados penalistas. Pero este juicio tratará de cuestiones completamente distintas. Y tú eres la abogada más perfecta que puedo imaginar.

Annika Giannini suspiró.

– Es mejor que me lo expliques.

Hablaron durante casi dos horas. Cuando Mikael terminó, Annika Giannini ya se había convencido. Y Mikael cogió su móvil y llamó de nuevo a Marcus Erlander a Gotemburgo.

– Hola. Soy Blomkvist otra vez.

– No tengo novedades sobre Salander -dijo Erlander irritado.

– Algo que, tal y como están las cosas, supongo que son buenas noticias. Yo, en cambio, sí tengo novedades.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Lisbeth Salander cuenta con una abogada llamada Annika Giannini. La tengo justo delante; te la paso.

Mikael pasó el móvil por encima de la mesa.

– Hola. Me llamo Annika Giannini y me han pedido que represente a Lisbeth Salander. Así que necesito ponerme en contacto con mi clienta para que me dé su consentimiento. Y también necesito el número de teléfono del fiscal.

– Comprendo -dijo Erlander-. Tengo entendido que ya se ha contactado con un abogado de oficio.

– Muy bien. ¿Alguien le ha preguntado a Lisbeth Salander su opinión al respecto?

Erlander dudó.

– Sinceramente, aún no hemos tenido la posibilidad de intercambiar ni una palabra con ella. Esperamos hacerlo mañana, si su estado lo permite.

– Muy bien. Entonces les comunico aquí y ahora que, desde este mismo instante, a menos que la señorita Salander diga lo contrario, deben considerarme su abogada defensora. No la podrán someter a ningún interrogatorio sin que yo me halle presente. Y sólo podrán ir a verla para preguntarle si me acepta como abogada. ¿De acuerdo?

– Sí -dijo Erlander, dejando escapar un suspiro.

Erlander se preguntó si eso sería válido desde un punto de vista jurídico. Meditó un instante y continuó:

– Más que nada, lo que queremos es preguntarle a Salander si dispone de alguna información sobre el paradero del asesino Ronald Niedermann. ¿Sería posible hacerlo sin que usted se encuentre presente?

Annika Giannini dudó.

– De acuerdo… Pregúntenle a título informativo si les puede ayudar a localizar a Niedermann. Pero no le hagan ninguna pregunta que se refiera a eventuales procesamientos o acusaciones contra ella. ¿Queda claro?

– Creo que sí.

Marcus Erlander se levantó inmediatamente de su mesa, subió un piso y llamó a la puerta de la instructora del sumario, Agneta Jervas. Le relató el contenido de la conversación que acababa de mantener con Annika Giannini.

– No sabía que Salander tuviera una abogada.

– Ni yo. Ha sido contratada por Mikael Blomkvist. Y creo que Salander tampoco lo sabe.

– Pero Giannini no es una abogada penalista; se dedica a los derechos de la mujer. Una vez asistí a una conferencia suya. Es muy buena, pero creo que bastante inapropiada para este caso.

– Eso, no obstante, le corresponde decidirlo a Salander.

– Siendo así, es muy posible que me vea obligada a impugnar esa elección delante del tribunal. Por el propio bien de Salander, debe tener un abogado defensor de verdad, y no una famosa con afán de protagonismo. Mmm. Además, a Salander la declararon incapacitada. No sé qué es lo que se aplica en estos casos.

– ¿Y qué hacemos?

Agneta Jervas meditó un instante.

– ¡Menudo follón! Además, tampoco estoy segura de quién acabará encargándose del caso; quizá se lo pasen a Estocolmo y se lo den a Ekström. Pero ella necesita un abogado. De acuerdo… pregúntale si acepta a Giannini.

Cuando Mikael llegó a casa sobre las cinco de la tarde, abrió su iBook y retomó el texto que había empezado a redactar en el hotel de Gotemburgo. Trabajó durante siete horas, hasta que identificó las peores lagunas de la historia. Aún quedaba bastante investigación por hacer. Una pregunta a la que, de momento, no podía responder con la documentación de la que disponía era qué miembros de la Säpo, aparte de Gunnar Björck, habían conspirado para encerrar a Lisbeth Salander en el manicomio. Tampoco había logrado aclarar qué tipo de relación existía entre Björck y el psiquiatra Peter Teleborian.

Hacia medianoche, apagó el ordenador y se fue a la cama. Por primera vez en muchas semanas experimentó la sensación de que podía relajarse y dormir tranquilo. La historia estaba bajo control. Por muchas dudas que quedaran por resolver, ya tenía suficiente material como para desencadenar una auténtica avalancha de titulares.

Sintió el impulso de llamar a Erika Berger y ponerla al tanto de la situación. Luego se dio cuenta de que ella ya no estaba en Millennium. De repente le costó conciliar el sueño.

El hombre del maletín marrón se bajó con mucha prudencia del tren de las 19.30 procedente de Gotemburgo y, mientras se orientaba, permaneció quieto durante un instante en medio de todo aquel mar de gente de la estación central de Estocolmo. Había iniciado su viaje en Laholm, poco después de las ocho de la mañana, para ir a Gotemburgo, donde hizo un alto en el camino para comer con un viejo amigo antes de tomar otro tren que lo llevaría a la capital. Llevaba dos años sin pisar Estocolmo, ciudad a la que, en realidad, había pensado no volver jamás. A pesar de haber pasado allí la mayor parte de su vida profesional, en Estocolmo siempre se sentía como un bicho raro, una sensación que había ido en aumento cada vez que, desde su jubilación, visitaba la ciudad.

Cruzó a paso lento la estación, compró los periódicos vespertinos y dos plátanos en el Pressbyrån y contempló pensativo a dos mujeres musulmanas que llevaban velo y que lo adelantaron apresuradamente. No tenía nada en contra de las mujeres con velo; no era asunto suyo si la gente quería disfrazarse. Pero le molestaba que se empeñaran en hacerlo en pleno Estocolmo.

Caminó poco más de trescientos metros hasta el Freys Hotel, situado junto al viejo edificio de correos del arquitecto Boberg, en Vasagatan. Durante sus cada vez menos frecuentes estancias en Estocolmo siempre se alojaba en ese hotel. Céntrico y limpio. Además era barato, una condición indispensable cuando él se costeaba el viaje. Había hecho la reserva el día anterior y se presentó como Evert Gullberg.

En cuanto subió a la habitación se dirigió al cuarto de baño. Había llegado a esa edad en la que se veía obligado a visitarlo cada dos por tres. Hacía ya muchos años que no pasaba una noche entera sin despertarse para ir a orinar.

Después de visitar el baño, se quitó el sombrero, un sombrero inglés de fieltro verde oscuro de ala estrecha, y se aflojó el nudo de la corbata. Medía un metro y ochenta y cuatro centímetros y pesaba sesenta y ocho kilos, así que era flaco y de constitución delgada. Llevaba una americana con estampado de pata de gallo y pantalones de color gris oscuro. Abrió el maletín marrón, sacó dos camisas, una corbata y ropa interior, y lo colocó todo en la cómoda de la habitación. Luego colgó el abrigo y la americana en la percha del armario que estaba detrás de la puerta.