Nieminen sacó las dos armas polacas restantes, las cargó y le dio una a Waltari.
– ¿Tenemos algún plan?
– Vamos a ir a hablar con Niedermann. No es uno de los nuestros y nunca ha sido detenido por la policía. No sé cómo reaccionará si lo pillan, pero como cante nos puede pringar a todos. Nos meterán en el trullo pitando.
– ¿Quieres decir que vamos a…?
Nieminen ya había decidido que Niedermann desapareciera, pero se dio cuenta de que no convenía asustar a Waltari hasta que llegaran al lugar.
– No lo sé. Hay que tantearlo. Si tiene un plan para largarse al extranjero echando leches, le ayudaremos. Pero mientras exista el riesgo de que la policía lo pueda detener, representa una amenaza para nosotros.
La casa de Viktor Göransson, a las afueras de Järna, se hallaba a oscuras cuando Nieminen y Waltari entraron en el patio al caer la noche. Eso en sí mismo era ya un mal presagio. Se quedaron un rato esperando en el coche.
– Quizá hayan salido -dijo Waltari.
– Seguro. Habrán salido por ahí a tomar algo con Niedermann -le contestó Nieminen para, acto seguido, abrir la puerta del coche.
La puerta de la casa no tenía echado el cerrojo. Nieminen encendió la luz. Fueron de habitación en habitación. Todo estaba perfectamente limpio y recogido, algo que sin duda era obra de esa mujer -se llamara como se llamase- con la que vivía Viktor Göransson.
Encontraron a Viktor Göransson y su pareja en el sótano, concretamente en el cuarto destinado a la lavadora.
Nieminen se agachó y contempló los cadáveres. Con un dedo tocó a la mujer cuyo nombre no recordaba: estaba helada y rígida. Tal vez llevaran muertos unas veinticuatro horas.
Nieminen no necesitaba ningún informe forense para determinar cómo habían fallecido: a ella le habían partido el cuello con un giro de cabeza de ciento ochenta grados. Se hallaba vestida con una camiseta y unos vaqueros y, según pudo apreciar Nieminen, no presentaba más lesiones.
En cambio, Viktor Göransson sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Había sido salvajemente destrozado a golpes y tenía moratones y sangre por todo el cuerpo. Le habían roto los brazos, que apuntaban en todas direcciones como torcidas ramas de abedul. Había sido víctima de un prolongado maltrato que, por definición, debía ser considerado una tortura. Por lo que Nieminen fue capaz de apreciar, murió de un fuerte golpe asestado en la garganta: tenía la laringe profundamente metida para dentro.
Sonny Nieminen se levantó, subió la escalera del sótano y salió al exterior. Waltari lo siguió. Nieminen atravesó el patio y entró en el establo, que quedaba a unos cincuenta metros de distancia. Levantó el travesaño y abrió la puerta.
Encontró un Renault azul oscuro del año 1991.
– ¿Qué coche tenía Göransson? -preguntó Nieminen.
– Un Saab.
Nieminen asintió. Sacó unas llaves del bolsillo de la cazadora y abrió una puerta situada al fondo del establo. Le bastó con echar un rápido vistazo a su alrededor para comprender que había llegado tarde: el pesado armario donde se guardaban las armas se encontraba abierto de par en par.
Nieminen hizo una mueca.
– Más de ochocientas mil coronas -dijo.
– ¿Qué? -preguntó Waltari.
– Que Svavelsjö MC guardaba más de ochocientas mil coronas en este armario. Nuestro dinero.
Tan sólo tres personas conocían dónde guardaba Svavelsjö MC el dinero a la espera de invertirlo y blanquearlo: Viktor Göransson, Magge Lundin y Sonny Nieminen. Niedermann estaba huyendo de la policía. Necesitaba dinero. Y sabía que Göransson era el encargado del dinero.
Nieminen cerró la puerta y salió muy despacio del establo. Se sumió en profundas cavilaciones intentando hacerse una idea general de la catástrofe. Una parte de los recursos de Svavelsjö MC se había invertido en bonos a los que él mismo podría tener acceso, y otra podía reconstituirse con la ayuda de Magge Lundin. Pero una gran cantidad del dinero invertido sólo existía en la cabeza de Göransson, a no ser que le hubiese dado indicaciones precisas a Magge Lundin. Algo que Nieminen dudaba, pues a Magge Lundin nunca se le había dado bien la economía. Nieminen estimó que, con la muerte de Göransson, Svavelsjö MC habría perdido a grosso modo cerca del sesenta por ciento de sus recursos. Un golpe devastador. Lo que sobre todo necesitaban era dinero para los gastos corrientes.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Waltari.
– Ahora avisaremos a la policía de lo que ha ocurrido aquí.
– ¿Avisar a la policía?
– Sí, joder. Mis huellas dactilares están en esa casa. Quiero que encuentren cuanto antes a Göransson y a su puta para que los forenses puedan determinar que murieron mientras yo estaba en el calabozo.
– Entiendo.
– Bien. Busca a Benny K. Necesito hablar con él. Si es que sigue con vida… Y luego vamos a buscar a Ronald Niedermann. Quiero que cada uno de los contactos que tenemos en los clubes de toda Escandinavia mantenga los ojos bien abiertos. Quiero la cabeza de ese cabrón en una bandeja. Lo más probable es que esté usando el Saab de Göransson. Averigua el número de la matrícula.
Cuando Lisbeth Salander se despertó eran las dos de la tarde del sábado y un médico la estaba toqueteando.
– Buenos días -dijo-. Me llamo Benny Svantesson y soy médico. ¿Te duele?
– Sí -contestó Lisbeth Salander.
– Dentro de un rato te daremos un analgésico. Pero primero quiero examinarte.
Se sentó en la cama y empezó a presionar, palpar y manosear su maltrecho cuerpo. Antes de que terminara, Lisbeth ya se había irritado sobremanera, pero se encontraba demasiado agotada como para iniciar su estancia en el Sahlgrenska con una discusión, de modo que decidió que era mejor callarse.
– ¿Cómo estoy? -preguntó ella.
– Saldrás de ésta -dijo el médico mientras tomaba unas notas antes de ponerse de pie.
Un comentario que resultaba poco clarificador.
En cuanto el médico se fue, se presentó una enfermera y ayudó a Lisbeth con una cuña. Luego la dejaron dormir de nuevo.
Alexander Zalachenko, alias Karl Axel Bodin, tomó un almuerzo compuesto tan sólo por alimentos líquidos. Incluso los pequeños movimientos de sus músculos faciales le causaban enormes dolores en la mandíbula y en los malares, así que masticar ni siquiera se le pasó por la cabeza. Durante la operación de la noche anterior le habían colocado dos tornillos de titanio en el hueso de la mandíbula.
Sin embargo, el dolor no le parecía tan fuerte como para no poder aguantarlo. Zalachenko estaba acostumbrado al dolor. Nada era comparable al que sufrió durante semanas y meses, quince años antes, tras haber ardido como una antorcha en aquel coche de Lundagatan. La atención médica que recibió con posterioridad se le antojó un inigualable e interminable maratón de tormentos.
Los médicos concluyeron que, con toda probabilidad, se hallaba fuera de peligro, pero que, considerando su edad y la gravedad de sus heridas, lo mejor sería que permaneciera en la UVI un par de días.
El sábado recibió cuatro visitas.
El inspector Erlander se presentó alrededor de las diez. Esta vez Erlander había dejado en casa a la siesa de Sonja Modig y, en su lugar, lo acompañaba el inspector Jerker Holmberg, bastante más simpático. Hicieron más o menos las mismas preguntas sobre Ronald Niedermann que la noche anterior. Ya tenía su historia preparada y no cometió ningún error. Cuando empezaron a bombardearlo con preguntas sobre su posible implicación en el trafficking y en otras actividades delictivas, volvió a negar que tuviera algún conocimiento de ello: él no era más que un minusválido que cobraba una pensión por enfermedad y no sabía de qué le estaban hablando. Le echó toda la culpa a Ronald Niedermann y se ofreció a colaborar en lo que fuera preciso para localizar a ese asesino de policías que se había dado a la fuga.