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Por desgracia, en la práctica no había gran cosa que él pudiera hacer. No tenía ni idea de los círculos en los que Niedermann se movía ni tampoco a quién le podría pedir cobijo.

Sobre las once recibió la breve visita de un representante de la fiscalía que le comunicó formalmente que era sospechoso de haber participado en graves malos tratos o, en su defecto, del intento de asesinato de Lisbeth Salander. Zalachenko contestó explicando con mucha paciencia que él no era más que una víctima y que, en realidad, era Lisbeth Salander la que había intentado matarlo a él. El Ministerio Fiscal le ofreció asistencia jurídica poniendo a su disposición un abogado defensor público. Zalachenko dijo que se lo pensaría.

Algo que no tenía ninguna intención de hacer. Ya contaba con un abogado; la primera gestión de esa mañana había sido llamarlo para pedirle que viniera cuanto antes. Por lo tanto, la tercera visita fue la de Martin Thomasson. Entró con paso tranquilo y aire despreocupado, se pasó la mano por su abundante pelo rubio, se ajustó las gafas y le tendió la mano a su cliente. Estaba algo rellenito y resultaba sumamente encantador. Era cierto que se sospechaba de él que había trabajado para la mafia yugoslava -algo que todavía seguía siendo objeto de investigación-, pero también tenía fama de ganar todos los juicios.

Cinco años antes, un conocido con el que había hecho negocios le recomendó a Thomasson cuando a Zalachenko le surgió la necesidad de reestructurar ciertos fondos vinculados a una pequeña empresa financiera que poseía en Lichtenstein. No se trataba de desorbitadas sumas, pero Thomasson llevó el asunto con mucha maña y Zalachenko se ahorró los impuestos. Luego, Zalachenko contrató al abogado en un par de ocasiones más. Thomasson sabía perfectamente que el dinero provenía de actividades delictivas, algo que no parecía preocuparle lo más mínimo. Al final, Zalachenko decidió que toda su actividad se reestructurara en una nueva empresa cuyos propietarios serían él mismo y Niedermann. Acudió a Thomasson y le propuso formar parte -en la sombra- como tercer socio y encargarse de la parte financiera. Thomasson lo aceptó sin más.

– Bueno, señor Bodin, esto no tiene muy buen aspecto.

– He sido objeto de graves malos tratos y de un intento de asesinato -dijo Zalachenko.

– Ya lo veo… Una tal Lisbeth Salander, si no estoy mal informado.

Zalachenko bajó la voz.

– Como ya sabrás, Niedermann, nuestro socio, se ha metido en un lío.

– Eso tengo entendido.

– La policía sospecha que yo estoy implicado en el asunto…

– Algo que no es verdad, por supuesto. Tú eres una víctima y es importante que nos aseguremos enseguida de que ésa sea la imagen que se difunda en los medios de comunicación. La señorita Salander no tiene, como ya sabemos, muy buena prensa… Yo me ocupo de eso.

– Gracias.

– Pero, ya que estamos, déjame que te diga que no soy un abogado penal. Vas a necesitar la ayuda de un especialista. Te buscaré un abogado de confianza.

La cuarta visita del día llegó a las once de la noche del sábado y consiguió pasar el control de las enfermeras mostrando su identificación e indicando que se trataba de un asunto urgente. Lo condujeron hasta la habitación de Zalachenko. El paciente seguía despierto y sumido en sus pensamientos.

– Mi nombre es Jonas Sandberg -dijo, extendiendo una mano que Zalachenko ignoró.

Era un hombre de unos treinta y cinco años. Tenía el pelo de color arena y vestía ropa de sport: vaqueros, camisa a cuadros y una cazadora de cuero. Zalachenko lo contempló en silencio durante quince segundos.

– Ya me empezaba a preguntar cuándo aparecería alguno de vosotros.

– Trabajo en la policía de seguridad de la Dirección General de la Policía -dijo Jonas Sandberg, mostrándole su placa: DGP/Seg.

– No creo -contestó Zalachenko.

– ¿Perdón?

– Puede que seas un empleado de la Säpo, pero dudo mucho que trabajes para ellos.

Jonas Sandberg permaneció callado un momento y miró a su alrededor. Acercó la silla a la cama.

– He venido a estas horas de la noche para no llamar la atención. Hemos estado hablando sobre cómo le podríamos ayudar, y de alguna manera debemos tener claros los pasos que vamos a dar. Estoy aquí simplemente para escuchar la versión que usted tiene de los hechos e intentar comprender sus intenciones para empezar a diseñar una estrategia conjunta.

– ¿Y cómo te imaginas tú esa estrategia?

Jonas Sandberg contempló pensativo al hombre de la cama. Al final hizo un resignado gesto de manos.

– Señor Zalachenko… me temo que hay un proceso en marcha cuyos daños resultan difíciles de calcular. Hemos hablado de la situación. La tumba de Gosseberga y el hecho de que Salander acabara con tres tiros resulta difícil de explicar. Pero no lo demos todo por perdido. El conflicto entre usted y su hija podría explicar su miedo hacia ella y la razón que lo llevó a tomar unas medidas tan drásticas. Pero mucho me temo que va a tener que pasar algún tiempo en la cárcel.

De repente, Zalachenko se sintió de muy buen humor; hasta se habría echado a reír si no hubiese resultado imposible teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Todo se quedó en un ligero temblor de labios; cualquier otra cosa le causaba un dolor demasiado intenso.

– ¿Así que ésa es nuestra estrategia conjunta?

– Señor Zalachenko: usted conoce a la perfección lo que significa el concepto «control de daños colaterales». Es necesario que lleguemos a un acuerdo conjunto. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para proporcionarle asistencia jurídica y lo que precise, pero necesitamos su colaboración y ciertas garantías.

– Yo te daré una garantía. Os vais a asegurar de que todo esto desaparezca -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Niedermann es el chivo expiatorio, y os garantizo que nunca lo encontrarán.

– Hay pruebas técnicas que…

– A la mierda con las pruebas técnicas. Se trata de ver cómo se lleva a cabo la investigación y cómo se presentan los hechos. Mi garantía es la siguiente: si no hacéis desaparecer todo esto, convocaré a los medios de comunicación a una rueda de prensa. Me acuerdo de los nombres, las fechas y los acontecimientos. No creo que haga falta que te recuerde quién soy.

– No lo entiende…

– Lo entiendo a la perfección. Tú eres el chico de los recados, ¿no? Pues comunícale a tu jefe lo que te acabo de decir. Él lo entenderá. Dile que tengo copias de… de todo. Os puedo hundir.

– Hay que intentar llegar a un acuerdo.

– No hay más que hablar. Lárgate de aquí inmediatamente. Y diles que la próxima vez manden a un adulto.

Zalachenko volvió la cabeza hasta que perdió el contacto visual con su visita. Jonas Sandberg lo contempló un instante. Luego se encogió de hombros y se levantó. Casi había llegado a la puerta cuando volvió a oír la voz de Zalachenko.

– Otra cosa.

Sandberg se dio la vuelta.

– Salander.

– ¿Qué pasa con ella?

– Debe desaparecer.

– ¿Qué quiere usted decir?

Por un segundo, Sandberg pareció tan preocupado que a Zalachenko no le quedó más remedio que sonreír a pesar de que un fuerte dolor le recorrió la mandíbula.

– Ya sé que unas nenazas como vosotros sois demasiado blandengues para matarla y que tampoco disponéis de recursos para llevar a cabo una operación así. ¿Quién lo iba a hacer?… ¿Tú? Pero tiene que desaparecer. Su testimonio ha de ser invalidado. Debe ingresar en alguna institución de por vida.

Lisbeth Salander percibió unos pasos en el pasillo. Era la primera vez que los oía y no sabía que pertenecían a Jonas Sandberg.

No obstante, su puerta llevaba toda la noche abierta porque las enfermeras venían a verla aproximadamente cada diez minutos. Lo había oído llegar y explicarle a una enfermera que tenía que ver a Karl Axel Bodin para tratar un asunto urgente. Lo oyó identificarse, pero él no pronunció ninguna palabra que diera pista alguna sobre su nombre o su identidad.