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Luego percibió un aroma de café recién hecho que provenía de la cocina. Al cabo de unos segundos entró dubitativamente por la puerta, atravesó el vestíbulo y le echó un vistazo a su amplio despacho, elegantemente amueblado. Lisbeth Salander estaba sentada en la silla de su escritorio, dándole la espalda y con los pies apoyados en el alféizar de la ventana. El ordenador de la mesa estaba encendido y al parecer no había tenido problemas para averiguar su contraseña. Tampoco a la hora de abrir su armario de seguridad: sobre las rodillas tenía una carpeta con correspondencia y contabilidad sumamente privadas.

– Buenos días, señorita Salander -acabó diciendo.

– Mmm -contestó ella-. En la cocina tienes café recién hecho y cruasanes.

– Gracias -dijo él mientras suspiraba resignado.

Bien era cierto que había comprado el bufete con el dinero de Lisbeth y a petición de ella, pero Stuart no se esperaba que se le presentara allí sin previo aviso. Además, ella había encontrado -y, al parecer, leído- una revista porno gay que él escondía en un cajón.

¡Qué vergüenza! O tal vez no.

Por lo que se refería a las personas que lo irritaban, Lisbeth Salander se le antojaba la persona más intransigente que jamás había conocido, pero luego, por otra parte, ni tan siquiera arqueaba las cejas ante las debilidades de la gente. Ella sabía que, oficialmente, él era heterosexual, pero que su oscuro secreto consistía en que le atraían los hombres y que, desde que se divorciara, hacía ya quince años, se había dedicado a hacer realidad sus fantasías más íntimas.

¡Qué raro! Me siento seguro con ella.

Ya que se encontraba en Gibraltar, Lisbeth había decidido visitar al abogado Jeremy MacMillan, que se ocupaba de su economía. No se ponía en contacto con él desde principios de año y quería saber si, durante su ausencia, él la había estado arruinando.

Pero no urgía, y tampoco era la razón por la que había ido directamente a Gibraltar cuando fue puesta en libertad. Lo había hecho porque sentía una imperiosa necesidad de alejarse de todo, y, en ese sentido, Gibraltar era perfecto. Había pasado casi una semana borracha y luego unos cuantos días más acostándose con ese hombre de negocios alemán que acabó presentándose como Dieter. Dudaba de que ése fuera su verdadero nombre, pero no hizo ni el más mínimo intento por averiguarlo. Él se pasaba todo el día metido en reuniones. Por la noche cenaba con Lisbeth y luego subían a la habitación de él o de ella.

No era del todo malo en la cama, constató Lisbeth. Tal vez un poco falto de costumbre y, a ratos, innecesariamente bruto.

Lo cierto era que Dieter estaba asombrado de que ella se hubiese ligado así, sin más, a un hombre de negocios alemán con sobrepeso que ni siquiera había intentado ligar con nadie. En efecto, estaba casado y no solía ser infiel ni buscar compañía femenina cuando se encontraba de viaje. Pero cuando el destino le puso en bandeja a una delgada y tatuada chica le resultó imposible resistir la tentación, dijo él.

A Lisbeth no le preocupaba mucho lo que él dijera. Ella no tenía más intención que la de pasarlo bien en la cama, pero le sorprendió que él, de hecho, se esforzara en satisfacerla. Fue en la cuarta noche, la última que pasaron juntos, cuando a él le dio una crisis de ansiedad y empezó a comerse la cabeza sobre lo que su esposa le diría. Lisbeth Salander pensó que debería mantener el pico cerrado y no contarle nada a su mujer.

Pero no le dijo nada.

El ya era mayorcito y podía haber rechazado su invitación. No era problema de ella que él sintiera remordimientos o decidiera confesárselo todo a su mujer. Lisbeth yacía en la cama de espaldas a él y lo escuchó durante quince minutos hasta que, irritada, levantó la vista hacia el techo, se dio la vuelta y se sentó a horcajadas encima de él.

– ¿Crees que podrías dejar tu angustia de lado un momento y volver a satisfacerme? -preguntó.

Jeremy MacMillan era una historia muy distinta. Él no ejercía ninguna atracción sobre Lisbeth Salander. Era un canalla. Por raro que pudiera parecer, su aspecto físico era bastante similar al de Dieter. Tenía cuarenta y ocho años, encanto, algo de sobrepeso y un pelo rizado y rubio peinado hacia atrás y por el que empezaban a asomar algunas canas. Llevaba unas gafas con una fina montura dorada.

Hubo una vez en la que fue un jurista comercial de sólida formación «Oxbridge» y asentado en Londres. Tenía un futuro prometedor; era socio de un bufete al que contrataban grandes empresas así como advenedizos y forrados yuppies que se dedicaban a comprar inmuebles y a diseñar estrategias para evadir impuestos. Había pasado los felices años ochenta relacionándose con famosos nuevos ricos. Había bebido mucho y esnifado cocaína en compañía de personas junto a las que, en realidad, no habría querido despertarse al día siguiente. Nunca llegó a ser procesado, pero perdió a su mujer y a sus dos hijos, y fue despedido por haber descuidado los negocios y haberse presentado borracho en un juicio de reconciliación.

Sin apenas pensárselo, en cuanto se le pasó la borrachera huyó avergonzado de Londres. ¿Por qué eligió precisamente Gibraltar? No lo sabía, pero en 1991 se asoció con un abogado local y abrió un modesto bufete en un callejón que, oficialmente, se ocupaba de una serie de actividades poco glamurosas de reparto de bienes y testamentos. De forma algo menos oficial, MacMillan & Marks se dedicaba a establecer empresas buzón y a hacer de hombre de paja de diversos y oscuros personajes europeos. El negocio tiraba para delante hasta que Lisbeth Salander eligió a Jeremy MacMillan para que le administrara los dos mil cuatrocientos millones de dólares que le había robado al derrocado imperio del financiero Hans-Erik Wennerström.

Sin duda, MacMillan era un canalla. Pero Lisbeth lo consideraba su canalla, y él se había sorprendido a sí mismo manifestando una intachable honradez para con ella. Al principio lo contrató para una tarea sencilla. Por una modesta suma, él le creó una serie de empresas buzón que Lisbeth podría utilizar y en las que invirtió un millón de dólares. Contactó con él por teléfono, de modo que ella no era más que una lejana voz para él. MacMillan nunca le preguntó de dónde venía el dinero. Hizo lo que ella le pidió y le facturó un cinco por ciento del montante. Poco tiempo después, Lisbeth le pasó una cantidad mayor de dinero que él debería usar para fundar una empresa, Wasp Enterprises, que compró una casa en Estocolmo. De este modo, el contacto con Lisbeth Salander se volvió lucrativo, aunque para él no se tratara más que de calderilla.

Dos meses más tarde, ella fue a visitarlo por sorpresa a Gibraltar. Lo llamó y le propuso una cena privada en su habitación de The Rock, que tal vez no fuera el hotel más grande de La Roca pero sí el de más solera. No sabía a ciencia cierta con qué se iba a encontrar, aunque nunca se hubiera imaginado que su clienta fuera una chica menuda como una muñeca que parecía recién salida de la pubertad. Se creyó víctima de una especie de extraña broma.

Cambió de opinión enseguida. La extraña chica habló despreocupadamente con él sin mostrarle jamás una sonrisa ni el menor asomo de calor humano. Ni tampoco frío, ciertamente. Él se quedó paralizado cuando ella, en cuestión de minutos, le echó abajo por completo esa fachada profesional de mundana respetabilidad que él tanto se esforzaba por conservar.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– He robado una cierta cantidad de dinero -contestó ella con gran seriedad-. Necesito a un canalla que me la administre.

Él se preguntó si ella estaría bien de la cabeza, pero le siguió el juego con educación: constituía una potencial víctima de un rápido regateo que podría proporcionarle algún dinerillo. Luego se quedó paralizado, como si hubiese sido alcanzado por un rayo, cuando ella le explicó a quién había robado el dinero, cómo lo había hecho y a cuánto ascendía la suma. El caso Wennerström era el tema de conversación más candente del mundo financiero internacional.