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Bebía con tranquilidad, no hablaba con nadie y no montaba broncas. Su único pasatiempo, aparte de consumir alcohol, parecía ser un ordenador de mano con el que jugaba y que, de vez en cuando, conectaba a un teléfono móvil. En más de una ocasión él intentó entablar una conversación con ella, pero lo único que consiguió fue un arisco silencio. Parecía evitar las compañías. Algunas veces, cuando el bar se llenaba de gente, ella se iba a la terraza, y otras se metía en un restaurante italiano situado dos puertas más abajo y cenaba allí, tras lo cual volvía al bar de Harry y pedía más Tullamore Dew. Solía salir sobre las diez de la noche y empezaba a caminar lentamente, haciendo eses en dirección norte.

Aquel día en concreto había bebido más de la cuenta y más deprisa que de costumbre, así que Harry empezó a echarle un ojo. Hacía poco más de dos horas que estaba allí y ya llevaba siete copas de Tullamore Dew. Fue entonces cuando Harry decidió no servirle ni una más. Sin embargo, antes de que tuviera ocasión de poner en práctica su decisión, oyó el estruendo que ella produjo cuando se cayó del taburete.

Dejó una copa que estaba lavando, salió de detrás de la barra y la levantó. Ella pareció ofenderse.

– Creo que ya has bebido bastante -dijo él.

Ella lo miró sin poder concentrar la mirada.

– Creo que tienes razón -contestó ella con una voz de una sorprendente nitidez.

Se apoyó en la barra con una mano y con la otra se hurgó el bolsillo de la pechera para sacar unos billetes, y luego se dirigió hacia la salida dando tumbos. El la cogió suavemente por el hombro.

– Espera un momento. ¿Qué te parece si vamos al cuarto de baño, vomitas esos últimos tragos y te quedas un rato en el bar? No quiero dejarte ir en este estado.

Lisbeth no protestó cuando él la condujo al baño. Se metió los dedos en la garganta e hizo lo que Harry le había propuesto. Cuando ella salió, él ya le había servido un gran vaso de agua mineral con gas. Se la tomó entera y eructó. Le sirvió otro vaso.

– Mañana te sentirás fatal -dijo Harry.

Ella asintió.

– No es asunto mío, pero si yo fuera tú, estaría un par de días sin beber.

Ella volvió a asentir. Luego regresó al baño y vomitó.

Se quedó en Harry's Bar un par de horas más antes de que su mirada se aclarara lo suficiente como para que Harry se atreviera a dejarla marchar. Abandonó el lugar tambaleándose, bajó hasta el aeropuerto y continuó andando por la playa hasta la marina. Paseó hasta que fueron las ocho y media y la tierra dejó de moverse bajo sus pies. Entonces volvió al hotel. Subió a su habitación, se lavó los dientes, se echó agua en la cara, se cambió de ropa y bajó hasta el bar, donde pidió un café y una botella de agua mineral.

Permaneció sentada en silencio y sin hacerse notar, junto a un pilar, mientras estudiaba a la gente del bar. Vio a una pareja de unos treinta años enfrascada en una discreta conversación. La mujer llevaba un vestido claro de verano. El hombre la tenía cogida de la mano por debajo de la mesa. Dos mesas más allá había una familia negra, él con unas incipientes canas en las sienes, ella con un hermoso y colorido vestido amarillo, negro y rojo. Tenían dos hijos que estaban a punto de entrar en la adolescencia. Estudió a un grupo de hombres de negocios vestidos con camisa blanca y corbata y con las americanas colgadas en el respaldo de sus respectivas sillas. Se encontraban tomando cerveza. Vio a un grupo de pensionistas que, sin duda, eran turistas americanos. Los hombres llevaban gorras de béisbol, polos y pantalones de sport. Las mujeres llevaban exclusivos vaqueros de marca, tops rojos y gafas de sol con cordones. Vio entrar desde la calle a un hombre con una americana clara de lino, camisa gris y corbata oscura que fue a buscar la llave a la recepción antes de dirigirse al bar para pedir una cerveza. Ella se hallaba a tres metros de él y lo enfocó con la mirada cuando éste cogió un teléfono móvil y se puso a hablar en alemán.

– Hola, soy yo… ¿todo bien?… Tenemos la próxima reunión mañana por la tarde… no, creo que se va a solucionar… me quedaré cinco o seis días y luego iré a Madrid… no, no estaré de vuelta hasta finales de la semana que viene… yo también… te quiero… claro que sí… te llamaré esta semana… un beso.

Medía un metro ochenta y cinco centímetros y tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Su pelo era rubio, algo canoso, y más tirando a largo que a corto. Tenía un mentón poco pronunciado y una cintura a la que le sobraban unos cuantos kilos. Aun así se conservaba bastante bien. Estaba leyendo el Financial Times. Cuando terminó su cerveza se dirigió al ascensor. Lisbeth Salander se levantó y lo siguió.

Él pulsó el botón de la sexta planta. Lisbeth se puso a su lado y apoyó el cogote contra la pared del ascensor.

– Estoy borracha -dijo ella.

Él la miró.

– ¿Ah, sí?

– Sí. He tenido una semana horrible. Déjame adivinar: eres uno de esos hombres de negocios de Hannover o de algún otro sitio del norte de Alemania. Estás casado. Quieres a tu mujer. Y tienes que quedarte aquí en Gibraltar unos cuantos días más. Eso es todo lo que he podido sacar de tu llamada telefónica.

Él la miró asombrado.

– Yo soy de Suecia. Siento la irresistible necesidad de acostarme con alguien. Me importa una mierda que estés casado y no quiero tu número de teléfono.

Él arqueó las cejas.

– Estoy en la habitación 711, una planta más arriba que la tuya. Pienso ir a mi habitación, desnudarme, ducharme y meterme bajo las sábanas. Si quieres acompañarme, llama a mi puerta dentro de media hora. Si no, me dormiré.

– ¿Es esto algún tipo de broma? -preguntó cuando se paró el ascensor.

– No. Me da pereza salir a algún bar para ligar. O bajas a mi habitación o paso del tema.

Veinticinco minutos más tarde llamaron a la habitación de Lisbeth. Ella salió a abrir envuelta en una toalla de baño.

– Entra -dijo.

Él entró y, lleno de suspicacia, recorrió la habitación con la mirada

– Estoy sola -dijo ella.

– ¿Qué edad tienes en realidad?

Lisbeth estiró la mano, cogió su pasaporte, que estaba encima de una cómoda, y se lo dio.

– Pareces más joven.

– Ya lo sé -le respondió. Luego se quitó la toalla y la tiró a una silla. Se acercó a la cama y retiró la colcha.

Él se quedó observando fijamente sus tatuajes. Ella lo miró de reojo por encima del hombro.

– Esto no es ninguna trampa. Soy una mujer, estoy soltera y llevo aquí un par de días. Hace meses que no me acuesto con nadie.

– ¿Y por qué me has elegido a mí?

– Porque eras la única persona del bar que no parecía estar acompañada.

– Estoy casado…

– No quiero saber quién es, ni tampoco quién eres tú. Y no quiero hablar de sociología. Quiero follar. O te desnudas o vuelves a tu habitación.

– ¿Así, sin más?

– ¿Por qué no? Ya eres mayorcito y sabes lo que hay que hacer.

Él reflexionó medio minuto. Daba la sensación de que se iba a ir. Ella se sentó en el borde de la cama a esperar. Él se mordió el labio inferior. Luego se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en calzoncillos, como si no supiera qué hacer.

– Todo -dijo Lisbeth Salander-. No pienso follar con alguien que lleve calzoncillos. Y tienes que usar condón. Yo sé con quién he estado, pero no con quién has estado tú.

Se quitó los calzoncillos, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Lisbeth cerró los ojos cuando él se agachó y la besó. Sabía bien. Ella dejó que él la tumbara sobre la cama. Pesaba.

El abogado Jeremy Stuart MacMillan sintió cómo se le ponía el vello de punta en el mismo momento en que abrió la puerta de su bufete de Buchanan House en Queensway Quay, por encima de la marina. Le vino un olor a tabaco y oyó el crujir de una silla. Eran poco menos de las siete de la mañana y lo primero que le pasó por la cabeza fue que había sorprendido a un ladrón.