Una extraña euforia lo invadió cuando salió por la puerta principal del hospital de Sahlgrenska.
Faltaba poco para las dos de la mañana cuando Lisbeth Salander volvió a despertarse. Abrió lentamente los ojos y vio un haz de luz proveniente del techo. Unos minutos después, volvió la cabeza y se percató de que llevaba un collarín. Tenía un impreciso pero fastidioso dolor de cabeza y, al intentar mover el cuerpo, experimentó un intenso dolor en el hombro. Cerró los ojos.
Hospital, pensó. ¿Qué hago aquí?
Se sentía extremadamente agotada.
Al principio le costó concentrarse. Luego una serie de imágenes sueltas volvió a acudir a su memoria.
Durante unos cuantos segundos fue presa del pánico, cuando afluyó a su mente un torrente de fragmentos de recuerdos en los que se vio escarbando para salir de la tumba. Luego apretó con fuerza los dientes y se concentró en la respiración.
Constató que estaba viva. No sabía muy bien si eso era bueno o malo.
Lisbeth Salander no se acordaba con exactitud de lo sucedido, pero en su memoria guardaba un difuso mosaico de imágenes del leñero y de cómo, llena de rabia, levantó un hacha en el aire y se la hundió a su padre en toda la cara. Zalachenko. Ignoraba si estaba vivo o muerto.
No conseguía recordar qué había ocurrido con Niedermann. Tenía la vaga sensación de haberse sorprendido al verlo salir corriendo como si temiera por su vida, pero no entendía por qué.
De pronto, recordó que había visto a Kalle Blomkvist de los Cojones. No estaba segura de si había soñado todo eso o no, pero se acordaba de una cocina -sería la de Gosseberga- y de que le había parecido que fue él quien se acercó a ella. Habrá sido una alucinación.
Los acontecimientos de Gosseberga se le antojaron ya muy lejanos o, tal vez, un absurdo sueño. Se concentró en el presente.
Estaba herida. No hacía falta que nadie se lo contara. Levantó la mano derecha y se palpó la cabeza. Estaba llena de vendas. Y de repente recordó. Niedermann. Zalachenko. El puto viejo también llevaba un arma. Una Browning del calibre 22, que, comparada con todas las demás pistolas, había que considerar bastante inofensiva. Por eso estaba viva.
Me disparó en la cabeza. Pude meter el dedo en el agujero de entrada y tocar mi cerebro.
La sorprendía estar viva. Constató que se sentía extrañamente despreocupada y que, en realidad, le daba igual. Si la muerte era ese negro vacío del que acababa de despertarse, entonces no había nada de lo que preocuparse. Nunca notaría la diferencia.
Con esa esotérica reflexión cerró los ojos para volver a dormirse.
Sólo llevaba un par de minutos adormilada cuando percibió unos movimientos y entreabrió ligeramente los párpados. Vio cómo una enfermera de uniforme blanco se inclinaba sobre ella. Cerró los ojos y se hizo la dormida.
– Me parece que estás despierta -dijo la enfermera.
– Mmm -murmuró Lisbeth Salander.
– Hola, me llamo Marianne. ¿Entiendes lo que te digo?
Lisbeth intentó asentir, pero se dio cuenta de que su cabeza estaba inmovilizada por el collarín.
– No, no intentes moverte. No tengas miedo. Te han herido y te han operado.
– ¿Me puedes dar agua?
Marianne se la dio con ayuda de una pajita. Mientras bebía, Lisbeth Salander se percató de que una persona más había aparecido a su izquierda.
– Hola, Lisbeth. ¿Me oyes?
– Mmm -contestó Lisbeth.
– Soy la doctora Helena Endrin. ¿Sabes dónde estás?
– Hospital.
– Estás en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo. Te han operado y estás en la UVI.
– Mmm.
– No tengas miedo.
– Me han disparado en la cabeza.
La doctora Endrin dudó un instante.
– Correcto. ¿Recuerdas lo que ocurrió?
– El puto viejo tenía una pistola.
– Eh… sí, eso es.
– Calibre 22.
– ¿Ah, sí? No lo sabía.
– ¿Estoy muy mal?
– Tu pronóstico es bueno. Has estado bastante mal, pero creemos que tienes muchas posibilidades de recuperarte del todo.
Lisbeth ponderó la información. Luego fijó a la doctora Endrin con la mirada: la veía borrosa.
– ¿Qué ha pasado con Zalachenko?
– ¿Con quién?
– Con ese puto viejo. ¿Está vivo?
– ¿Te refieres a Karl Axel Bodin?
– No. Me refiero a Alexander Zalachenko. Ese es su verdadero nombre.
– Eso ya no lo sé. Pero el hombre mayor que entró al mismo tiempo que tú está malherido, aunque fuera de peligro.
El corazón de Lisbeth se hundió ligeramente. Sopesó las palabras del médico.
– ¿Dónde está?
– En la habitación de al lado. Pero no te preocupes por él; preocúpate sólo de curarte tú.
Lisbeth cerró los ojos. Por un instante, pensó si tendría fuerzas para levantarse de la cama, buscar algo que le sirviera de arma y terminar lo que había empezado. Luego descartó esa idea. Apenas le quedaba energía para mantener abiertos los párpados. En otras palabras: había fracasado en su resolución de matar a Zalachenko. Se me va a escapar de nuevo.
– Quiero examinarte un momento. Después te dejaré dormir -dijo la doctora Endrin.
Mikael Blomkvist se despertó de golpe y sin ningún motivo aparente. No sabía dónde se encontraba. Tardó unos segundos en recordar que se había alojado en el City Hotel. La habitación se hallaba completamente a oscuras. Encendió la lámpara de la mesita de noche y miró el reloj: las dos y media de la madrugada. Había dormido quince horas sin interrupción.
Se levantó y fue al baño a orinar. Luego reflexionó durante un breve instante. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño, de modo que se metió bajo la ducha. A continuación se vistió con unos vaqueros y un jersey color burdeos al que no le habría venido mal un lavado. Tenía un hambre de mil demonios, así que llamó a la recepción y preguntó si podía tomar un café y un sándwich a esas horas. No había ningún problema.
Se puso unos mocasines y una americana y bajó a la recepción a por el café y un sándwich, envuelto en plástico, de pan de centeno con queso y paté, que se subió a la habitación. Mientras comía, encendió su iBook y conectó la banda ancha. Entró en la página web del Aftonbladet. Como cabía esperar, la detención de Lisbeth Salander era la principal noticia. La información seguía siendo confusa pero, al menos, iba por el buen camino: se buscaba a Ronald Niedermann, de treinta y siete años, por el asesinato del agente. Y la policía también quería interrogarlo acerca de los asesinatos de Estocolmo. La policía aún no había revelado nada sobre el estado de Lisbeth Salander, y a Zalachenko ni lo nombraban. Sólo se hablaba del propietario de una finca de Gosseberga, y resultaba obvio que los medios de comunicación todavía lo consideraban una posible víctima.
Cuando Mikael terminó de leer, abrió el móvil y advirtió que tenía veinte mensajes. Tres de ellos le pedían que llamara a Erika Berger. Dos eran de Annika Giannini. Catorce provenían de otros tantos periodistas de distintos periódicos. Uno era de Christer Malm, que le había enviado un SMS muy directo: «Mejor que cojas el primer tren para casa».
Mikael frunció el ceño. Para ser de Christer Malm le resultó un mensaje raro. Lo había mandado a las siete de la tarde del día anterior. Reprimió el impulso de llamar y despertarlo a las tres de la mañana. En su lugar, consultó en la red el horario de trenes de SJ y vio que el primero para Estocolmo salía a las cinco y veinte.
Abrió un nuevo documento de Word. Después encendió un cigarrillo y se quedó quieto durante tres minutos mirando fijamente la pantalla vacía. Acto seguido, alzó los dedos y se puso a escribir:
Su nombre es Lisbeth Salander y Suecia la ha conocido por las ruedas de prensa de la policía y los titulares de los periódicos vespertinos Tiene veintisiete años de edad y mide un metro y medio. La han descrito como psicópata, asesina y lesbiana satánica. Apenas ha habido límites para las fantasías que se han vendido sobre su persona. En este número, Millennium cuenta la historia de como unos funcionarios del Estado conspiraron contra Lisbeth Salander para proteger a un asesino patológicamente enfermo.