– ¿Por qué?
– Sandberg y yo hemos estado pensando. Están ocurriendo cosas que no entendemos. Esta mañana, la abogada de Salander le ha entregado su autobiografía al fiscal.
– ¿Qué?
El inspector Hans Faste contempló a Annika Giannini mientras el fiscal Richard Ekström servía café de una cafetera termo. Ekström se había quedado perplejo por el documento con el que se desayunó nada más llegar al trabajo esa mañana. Acompañado de Faste, había leído las cuarenta páginas que conformaban la exposición redactada por Lisbeth Salander. Hablaron del extraño documento durante un largo rato. Al final se vio obligado a pedirle a Annika Giannini que viniera para mantener una conversación informal sobre el tema.
Se sentaron en torno a una pequeña mesa de reuniones del despacho de Ekström.
– Gracias por venir -empezó manifestando Ekström-. He leído la… mmm, la declaración que ha entregado esta mañana y siento la necesidad de aclarar algunas cuestiones…
– ¿Sí? -preguntó Annika Giannini, solícita.
– La verdad es que no sé por dónde empezar. Quizá debería empezar diciendo que tanto el inspector Hans Faste como yo estamos absolutamente perplejos.
– ¿Ah, sí?
– Intento comprender sus intenciones.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Esta autobiografía, o lo que sea. ¿Cuál es el objetivo?
– Creo que resulta obvio. Mi clienta quiere exponer su versión de los hechos.
Ekström soltó una bonachona carcajada. Se pasó la mano por la barba en un gesto familiar que a Annika, por alguna razón, ya había empezado a irritarle.
– Ya, pero su clienta ha tenido a su disposición unos cuantos meses para explicarse. Y, sin embargo, en todos los interrogatorios que Faste ha intentado hacerle no ha pronunciado palabra.
– Que yo sepa, no hay ninguna legislación que obligue a mi clienta a hablar cuando le venga bien al inspector Faste.
– No, pero quiero decir que… dentro de dos días empieza el juicio contra Salander y a última hora nos sale con éstas. En cierto modo siento una responsabilidad en todo esto que va un poco más allá de mi deber como fiscal.
– ¿Ah, sí?
– Bajo ninguna circunstancia desearía expresarme de una manera que pueda usted intepretar como una falta de respeto. No es mi intención. En este país contamos con una ley de enjuiciamiento criminal. Pero, señora Giannini, usted es abogada de temas relacionados con los derechos de la mujer y nunca jamás ha defendido a un cliente en un proceso penal. Yo no he dictado auto de procesamiento contra Lisbeth Salander porque sea mujer, sino porque ha cometido graves delitos violentos. Creo que usted también se ha dado cuenta de que sufre un considerable trastorno psíquico y de que necesita los cuidados y la asistencia que el Estado le pueda facilitar.
– Permítame que le ayude -se ofreció, amable, Annika Giannini-: tiene usted miedo de que yo no sea capaz de ofrecerle una defensa satisfactoria a mi clienta.
– No hay ninguna intención despectiva en mis palabras -le explicó Ekström-. No estoy cuestionando su competencia; tan sólo he señalado que usted carece de experiencia.
– Entiendo. Déjeme que le diga que estoy completamente de acuerdo con usted: tengo muy poca experiencia en procesos penales.
– Y, aun así, ha rechazado sistemáticamente la ayuda que le han ofrecido otros abogados mucho más duchos en la materia.
– Cumplo los deseos de mi clienta. Lisbeth Salander quiere que yo sea su abogada, así que dentro de dos días la representaré en el juicio.
Annika mostró una educada sonrisa.
– De acuerdo. Pero me pregunto si de verdad piensa usted presentar el contenido de este documento ante el tribunal.
– Por supuesto: es la historia de Lisbeth Salander.
Ekström y Faste se miraron de reojo. Faste arqueó las cejas. En realidad, no entendía cuál era el problema: si la abogada Giannini no se daba cuenta de que iba a hundir por completo a su clienta, que la dejara, joder; eso no era asunto suyo. No tenía más que darle las gracias y archivar el caso.
A Faste no le cabía la menor duda de que Salander estaba loca de atar. Valiéndose de todos sus recursos, había intentado que, por lo menos, le dijera dónde vivía. Pero, interrogatorio tras interrogatorio, la maldita tía permaneció totalmente callada mirando a la pared. No se movió ni un milímetro. Se negó a aceptar los cigarrillos que le ofreció, y los cafés, y los refrescos… Ni siquiera se inmutó cuando él se lo imploró o cuando, en momentos de gran irritación, le levantó la voz.
Habían sido, sin lugar a dudas, los interrogatorios más frustrantes que el inspector Hans Faste había realizado en su vida.
Faste suspiró.
– Señora Giannini -dijo Ekström finalmente-: considero que su clienta debería ser eximida de este juicio. Está enferma. Tengo una evaluación psiquiátrica muy cualificada en la que basarme. Debería recibir la asistencia psiquiátrica que ha estado necesitando durante todos estos años.
– En ese caso, supongo que presentará usted todo este material en el juicio.
– Sí, así es. No es asunto mío decirle cómo realizar la defensa de su clienta. Pero si ésta es la línea que va usted a seguir, la situación es absurda a más no poder. Esta autobiografía contiene acusaciones descabelladas, carentes de todo fundamento, contra una serie de personas… sobre todo contra su ex administrador, el letrado Bjurman, y contra el doctor Peter Teleborian. Espero que no crea en serio que el tribunal vaya a aceptar unas alegaciones que, sin el menor atisbo de pruebas, ponen en tela de juicio la credibilidad de Teleborian. Este documento constituirá el último clavo del ataúd de su clienta, si me perdona la metáfora.
– Entiendo.
– Durante el juicio podrá usted negar que está enferma y pedir una evaluación psiquiátrica forense complementaria, y el asunto se remitirá a la Dirección Nacional de Medicina Forense. Pero, si he de serle honesto, con ese documento que va a presentar Salander no cabe duda de que cualquier otro psiquiatra forense llegará a la misma conclusión que Peter Teleborian, pues su propia historia no hace más que confirmar que se trata de una paranoica esquizofrénica.
Annika Giannini mostró una educada sonrisa.
– Pues hay una alternativa -dijo ella.
– ¿Cuál? -preguntó Ekström.
– Bueno, pues que su historia sea ciento por ciento verdadera y que el tribunal opte por creer a Lisbeth.
El fiscal Ekström puso cara de asombro. Acto seguido, y pasándose la mano por la barba, mostró igualmente una educada sonrisa.
Fredrik Clinton se había sentado en su despacho en la pequeña mesa que estaba junto a la ventana. Escuchó con mucha atención a Georg Nyström y a Jonas Sandberg. Tenía la cara llena de arrugas, pero sus ojos eran dos granos de pimienta reconcentrados y vigilantes.
– Hemos controlado las llamadas y los correos electrónicos recibidos por los colaboradores más importantes de Millennium desde el mes de abril -dijo Clinton-. Hemos podido constatar que Blomkvist, Malin Eriksson y ese tal Cortez están prácticamente resignados. Hemos leído la versión maquetada del próximo número de Millennium. Parece ser que el propio Blomkvist ha retrocedido a una posición en la que reconoce que, a pesar de todo, Lisbeth Salander está loca. Ha escrito una defensa de carácter social a favor de ella; argumenta que no ha recibido el apoyo de la sociedad que, en realidad, debería haber recibido y que por eso, en cierto sentido, no es culpa suya que haya intentado matar a su padre… pero es una simple opinión que no quiere decir nada. No menciona ni una palabra sobre el robo que se produjo en su apartamento, ni sobre el ataque que sufrió su hermana en Gotemburgo, ni sobre informes desaparecidos. Sabe que no puede probar nada.
– Ese es el problema -sentenció Jonas Sandberg-. Blomkvist debe de saber que está pasando algo. Aunque no sabe exactamente qué. Perdóname, pero no me parece el estilo de Millennium. Además, Erika Berger ha vuelto a la redacción. Ese número de Millennium está tan vacío y falto de contenido que parece una broma.