Lassiter sonrió y se acercó a una estufa de leña. Se calentó las manos y miró a su alrededor. Había cartas marítimas, señuelos de pesca, navajas, linternas, comestibles, caramelos, bombillas, magdalenas, periódicos… En un extremo había una oficina postal en miniatura, con una rendija para depositar las cartas, un diminuto mostrador y cincuenta pequeños buzones de bronce.
Pero en ninguno de ellos figuraba el nombre de Calista Bates, ni tampoco el de Marie Sanders.
La mujer de pelo cano volvió a dirigirse a él con su pesado acento de Maine:
– ¿Puedo ayudarlo en algo, querido?
«¡Qué demonios!», pensó Lassiter.
– Espero que sí -dijo. -Estoy buscando a Marie Sanders.
La mujer hizo un ruidito con el paladar.
– Vaya, vaya -comentó con gesto de preocupación.
– ¿No es su furgoneta la que está fuera? -preguntó Lassiter.
– Sí. Debe de serlo. Pero ella no está. ¿Es usted amigo de Marie?
Lassiter asintió.
– ¿Cuándo volverá? -preguntó.
– Dentro de un mes, o puede que mes y medio.
Lassiter movió la cabeza con perplejidad. Era como si la mujer hubiera echado abajo todas sus esperanzas.
– Pero… Creía que vivía aquí -replicó.
– Pues claro que vive aquí. Bueno, no aquí mismo. Aunque, realmente, tampoco está tan lejos.
– Pero… Entonces… ¿Está de viaje o…?
La mujer lo miró fijamente desde detrás de sus gafas. Después se rió como lo haría una adolescente.
– ¡Dios santo! -exclamó. -Esto empieza a parecer un juego de adivinanzas. Déjeme que se lo enseñe. -La mujer se puso un inmenso jersey azul y le indicó con un gesto que la siguiera. Al salir a la calle, cerró la puerta golpeándola con la cadera.
El viento los obligaba a bajar la cabeza mientras se acercaban a los muelles.
– Allí -dijo apuntando hacia la fila de islas que se divisaba delante del horizonte. -En la última isla.
– ¿Vive ahí?
La vieja sonrió socarronamente.
– Sí. En los días claros se puede ver el humo que sale de su estufa de leña. -La mujer tembló de frío. -Vamos adentro, querido. Creo que nos vendría bien tomarnos una taza de té.
Volvieron a la tienda.
– Marie tendrá una emisora de radio o algo parecido, ¿no? -preguntó Lassiter.
– Un teléfono móvil.
– Entonces…
– No funciona.
– Está bromeando, ¿no?
La mujer movió la cabeza y encendió un hornillo de gas que había en el mostrador. Después colocó una tetera encima.
– No. Jonathan intentó avisarla justo antes de la última tormenta, pero no consiguió hablar con ella. Quizá no le funcione. No sería la primera vez que se estropea. Mire. -La mujer salió de detrás del mostrador y se acercó a una gran carta de navegación que había en la pared. La franja costera era una extensión pardusca prácticamente vacía, mientras que el agua estaba llena de datos y detalles de profundidades, corrientes y características del fondo marino. Puso el dedo sobre una bahía con forma de cimitarra. -Nosotros estamos aquí -dijo. Después movió el dedo hacia una de las tres islas. -Y su amiga está aquí.
– Isla Sanders -leyó Lassiter en voz alta. ¿Isla Sanders? Entonces, después de todo, ése debía de ser su verdadero apellido.
– Así se llama, querido. Cuando el capitán Sanders compró la isla, hace mucho tiempo ya, quería que figurara así en las cartas de navegación y sabe Dios que lo consiguió. De todas formas, por aquí todo el mundo sigue llamándola isla Mellada, que es como se ha conocido siempre.
– ¿Por qué se llamaba así?
La mujer se acercó al mostrador y apagó el hornillo.
– Mire la costa. Es absolutamente irregular. En cambio, isla Duquesa, la de al lado, tiene la costa tan lisa que casi no se puede encontrar una roca para amarrar una barca.
Lassiter observó despistadamente una máquina dispensadora de caramelos.
– ¿Azúcar? -preguntó ella. – ¿Leche?
– Las dos cosas, por favor.
– Igual que yo. Me gusta el té claro y dulce. -La mujer puso dos tacitas de porcelana fina, con sus respectivos platos, encima del mostrador. -Y no me gustan las tazas grandes.
Durante los quince minutos siguientes, Maude Hutchison le estuvo contando lo que le gustaba y lo que no, le explicó que vivía allí desde hacía una eternidad y le puso al corriente de la historia local. Mientras hablaban, un par de hombres entraron a comprar cigarrillos y una mujer acudió a ver si tenía correo. Cuando Lassiter volvió a mencionar a Marie Sanders, ya estaban por la segunda taza de té.
– Entonces, ¿Marie está pasando el invierno sola en esa isla?
– Sola no. Con el niño -contestó ella mientras removía el té. -Éste es el primer invierno que pasan en la isla. De hecho, debe de ser el primer invierno que pasa nadie en esa isla al menos en veinticinco años. Me acuerdo perfectamente de ella cuando era una niña. Aunque, claro, después de tantos años, al principio no la reconocí.
– Entonces, ¿Marie se crió aquí?
– Pues claro. Yo conocí bien a sus padres. En verano solía ir toda la familia a la isla. Iba hasta el hermano de Marie, que era un chico enfermizo. Solían envolverlo en mantas y llevarlo en brazos al barco. ¡El viejo John! Era todo un marinero. En verano solían ir todos los fines de semana. Aunque, claro, Marie no levantaba ni así del suelo -dijo la mujer bajando el brazo hasta la altura de las caderas. -No creo que tuviera más de cinco años. ¡Y ahora está pasando el invierno en la isla con su propio hijo!
– ¿Todavía viven por aquí sus padres?
La mujer movió la cabeza.
– No, claro que no. Ya hace muchos años que murieron. ¿No se lo ha contado Marie?
– No.
– La verdad, no me sorprende. Es de esas mujeres que se guardan sus asuntos… Bendita sea. -La mujer respiró hondo. -Después de lo del niño, a John le dio por ir a beber a Portland. Hasta que un día Amanda fue a buscarlo. Bueno…, John dijo que podía conducir. Y condujo, pero sólo hasta que llegaron a las vías del tren. Los abogados dijeron que la señal estaba rota, pero no pudieron probarlo; la verdad es que John siempre fue muy impaciente. Casi puedo imaginármelo intentando ganar al tren. -La mujer movió la cabeza. -La hermana de Amanda se ocupó de Marie. Se llevaron a vivir a la niña a Connecticut. Nunca volvimos a verla por aquí… Hasta que…
– Hasta que un día volvió a aparecer.
– Sí, así es. Guapa como una actriz de cine y sin pelos en la lengua. En cuanto llegó, contrató a unos hombres y se puso a arreglar la casa de la isla. La aisló, puso un cuarto de baño nuevo, estufas nuevas, un horno de leña… Hasta arregló el muelle. Por aquí, todo el mundo comentaba que era una locura, que estaba tirando el dinero, porque nunca iba a conseguir vender la propiedad.
– ¿Por qué no?
– Aquí no tenemos electricidad. Lo más seguro es que nunca la tengamos. -La mujer se acabó su segunda taza de té. – ¡Cómo cambian los tiempos!
– ¿Por qué dice eso?
– Antes, la gente venía aquí para escapar de la vida de la ciudad. Se iban a la costa o a las islas. La idea era volver a las cosas básicas, vivir en contacto con la naturaleza, sin teléfonos ni tostadoras ni nada de eso. Sólo velas y hogueras y el agua de los arroyos o de los barriles que recogen la lluvia.
Lassiter mencionó algo sobre los boy scouts y sobre la moda de volver a la naturaleza.
– Cuando el capitán compró la isla Sanders, parecía un sitio perfecto. Por aquel entonces, mientras más remoto fuera el sitio, mejor. Pero, hoy en día, la gente se ha vuelto cómoda. Ahora, cuando se va de vacaciones, lo que quiere la gente es llevarse su vida de siempre a otro sitio distinto. Las casas de las islas se están viniendo abajo porque ya nadie quiere alejarse de todo.
– Ya, en vez de eso quieren llevarse todo a dondequiera que vayan -le dio la razón Lassiter.
La mujer sonrió.
– Así es. Por Dios santo, ¡cómo iban a perderse su programa favorito de televisión!
– Entonces, ¿Marie está pasando el invierno ahí fuera sin electricidad?