El artículo que acompañaba la foto se titulaba: «Enorme cantidad de creyentes asisten a misa en latín.»
Brockton, Massachusetts.- A pesar del lamentable estado de las carreteras y de las gélidas temperaturas, más de mil creyentes acudieron a la iglesia católica de Nuestra Señora Auxiliadora de los Cristianos para oír al padre Silvio Della Torre decir misa en latín.
De espaldas a los feligreses, el líder tradicionalista se dirigió al altar con una voz portentosa que resonaba en toda la iglesia. La emoción de muchos de los asistentes llegó hasta el extremo de ponerse a llorar. Algunos elogiaron la «fuerza y la belleza de la ceremonia», mientras que otros destacaron el vínculo casi místico con las generaciones de católicos que solían celebrar la misa en esa lengua ancestral.
Durante el sermón, Della Torre abogó por un «catolicismo más activo» y alentó a todos los presentes a «hacer frente a las abominaciones de la ciencia».
El sacerdote tradicionalista italiano es el líder de Umbra Domini, una asociación católica que está experimentando un rápido crecimiento. Della Torre llegó a Boston el viernes pasado para asistir a la ceremonia de inauguración del nuevo hospicio que la asociación ha abierto en el barrio de Brookline.
Umbra Domini rechaza muchas de las reformas adoptadas por la Iglesia en el Concilio Vaticano II y defiende el derecho de los católicos a practicar el culto al modo tradicional, una reforma doctrinal que el Vaticano aprobó hace algunos años.
Un representante de la asociación dijo que la estancia de Della Torre en Estados Unidos será «flexible y de duración indeterminada».
Lassiter leyó la noticia a toda la velocidad. Cuando acabó, la leyó por segunda vez. Después cogió una botellita de whisky del minibar, se sirvió el contenido en un vaso y, mientras miraba fijamente la foto de Della Torre, vació el vaso de un trago.
Por la mañana condujo hasta la jefatura de tráfico con los ojos entrecerrados para disminuir el efecto cegador de la luz que se reflejaba en la nieve. El cielo estaba cubierto de nubes y, aunque hacía menos frío que el día anterior, también había más humedad en el aire. El resultado era un frío crudo que se pegaba a los huesos y hacía soñar con el sol de Florida.
La mujer de la ventanilla de obtención de datos le entregó un sobre marrón. Lassiter se sentó delante de una mesa larga que había pegada a la pared. A su lado, una chica rubia con la cara llena de granos estaba rellenando un formulario con uno de los bolígrafos que había enganchados a la mesa con una cadenita.
La lista tenía unas diez páginas y contenía todas las furgonetas Volkswagen matriculadas en el estado de Maine. La información estaba ordenada alfabéticamente e incluía el nombre del dueño del vehículo, su dirección, su fecha de nacimiento, la matrícula del vehículo y el año del modelo. La fecha de nacimiento le permitiría reducir la lista considerablemente, ya que Calista había nacido en 1962.
Aun así, Lassiter sabía que sería un proceso arduo y tedioso, pues, una vez eliminados los hombres y reducida la lista a las mujeres de una edad determinada, tendría que visitarlas personalmente de una en una. Desplazándose por la lista en orden alfabético, ya había marcado siete nombres cuando lo vio:
Sanders, Marie A.
Fecha de nacimiento: 8-3-1962.
Apartado postal 39.
Cundys Harbor, Maine 04010.
Vehículo: Volkswagen (furgoneta), 1968.
Matrícula: EAW-572.
Primero se fijó en el año de nacimiento. Después en el nombre: Marie. Leyó la información detenidamente. Ocho de marzo. ¿Era ésa la fecha de nacimiento? Estaba seguro de que lo era.
«Dios mío -pensó, -la he encontrado.»
Dio un puñetazo en la mesa y la chica de los granos se dio la vuelta y lo miró con desaprobación. Lassiter se metió el listado en el bolsillo y salió a la calle tan deprisa que estuvo a punto de resbalar sobre el hielo.
Tenía que ser ella. ¿Qué probabilidades existían de que hubiera dos mujeres llamadas Marie en el estado de Maine que hubieran nacido el 8 de marzo de 1962 y fueran dueñas de una vieja furgoneta Volkswagen?
Abrió la guantera, sacó el mapa y miró en el índice. Cundys Harbor: K-2. Lassiter deslizó la yema del dedo por el vacío rosa de Quebec, cruzó la frontera, entró en Maine y atravesó un sinfín de lagos y pueblos antes de llegar a un pequeño punto junto a la costa, al sudeste de Brunswick.
Una hora después pasaba junto a la entrada de la Universidad de Bowdoin; gracias, Dicky Biddle. A los pocos minutos giró a la derecha al llegar a una señal que decía:
El paisaje resultaba agradable incluso en un día tan nublado como ése. Las grandes rocas de color gris pizarra y los oscuros pinos verdes se recortaban contra las nubes. La luz, de un gris intenso, tenía una cualidad especial que recordaba al cercano océano. Mientras avanzaba por la carretera que indicaba el mapa, pasó junto a un sinfín de negocios de temporada que estaban cerrados por el invierno: un restaurante junto a la playa, un cobertizo con un cartel que anunciaba empanadas de langosta, una tienda de recuerdos… La carretera giró bruscamente hacia la izquierda, haciéndose más estrecha al tiempo que trazaba un arco hacia el callejón sin salida que era la pequeña población de Cundys Harbor. Al llegar, Lassiter aparcó delante de la pequeña oficina de correos presidida por una bandera de Estados Unidos que también hacía las veces de tienda de alimentación.
En el pequeño aparcamiento que había delante de la tienda, Lassiter vio una furgoneta Volkswagen azul. Incluso sin mirar la matrícula, supo que era la furgoneta de Calista. En un extremo del parachoques, la furgoneta tenía una pegatina que decía «Los hobbits existen» y en el otro extremo otra que decía «Imagina un guisante relleno». Entre las dos pegatinas estaba la matrícula:
EAW-572
«¿Y ahora qué?», se preguntó Lassiter mientras hacía equilibrios sobre una roca a menos de treinta metros del mar. Lo lógico era pensar que Calista…, Marie, estaba en la tienda. La misma Marie que había sido perseguida y acosada sin compasión. Y Lassiter no quería asustarla.
Aunque ella lo reconociese del funeral de Kathy, eso no tenía por qué ser necesariamente bueno. A lo mejor, en vez de tranquilizarla, la conexión podía tener el efecto contrario. Lassiter se acercó al borde del mar mientras reflexionaba sobre la mejor manera de abordarla. Había estado tan concentrado en la búsqueda que nunca había pensado en lo que iba a decirle si alguna vez la encontraba. Se acercó a la orilla, sumido en la indecisión, y permaneció unos instantes mirando el mar.
Cundys Harbor era una vieja aldea de pescadores. Los muelles de madera estaban repletos de lapas, percebes y algas. Encima, se amontonaban trampas para langostas y todo tipo de artes de pesca junto a una colección variopinta de barcos: un pesquero de arrastre con los aparejos oxidados, varios atractivos barcos langosteros, un par de modernas y brillantes lanchas de motor…
La marea estaba baja y el fondo marino, de barro y piedras y algas amarillentas, estaba salpicado por los trozos de hielo resquebrajado que se habían formado en la superficie del agua antes de que la marea bajara. El cielo se iba oscureciendo a medida que se cubría con una capa cada vez más espesa de nubes. Una ráfaga de viento lo hizo temblar de frío. Realmente, no llevaba suficiente ropa de abrigo para la temperatura que hacía.
La pequeña oficina postal era un viejo edificio de madera. Tenía varios estantes repletos de todo tipo de comestibles y una vieja nevera que guardaba la leche, los huevos y la cerveza. Una mujer de pelo canoso levantó la mirada del periódico que estaba leyendo.
– Hola -dijo pronunciando la palabra como si fuese una amenaza.