O'Connell había cogido un cuchillo de cocina de entre el caos que los rodeaba y se lo había clavado en el costado, buscándole el corazón. Hope sintió la punta de la hoja hincándose. Su único pensamiento fue: «Es ahora. Vive o muere.»
Forcejeó con la pistola y logró volverla hacia la cara de O'Connell mientras se retorcía en una combinación de dolor y furia. La llevó bajo la barbilla del hombre justo cuando la hoja del cuchillo parecía buscarle el alma, y apretó el gatillo.
Scott quiso mirar la esfera fluorescente de su reloj, pero no se atrevía a apartar los ojos del cobertizo y la puerta lateral de la casa. Entre dientes, contaba los segundos pasados desde que había visto la oscura figura de Hope desaparecer en el interior de la casa.
Estaba tardando demasiado.
Se apartó un paso de su escondite, pero luego retrocedió, inseguro de qué hacer. Una parte de él le gritaba que todo había salido mal, que todo era un lío, que huyese por piernas antes de ser absorbido aún más en un desastroso remolino de acontecimientos nefastos. El miedo, como una ola, amenazaba con ahogarlo.
Tenía la garganta seca y los labios agrietados. La noche parecía estar congelándolo y se subió el cuello alto del jersey. Se ordenó marcharse. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, debía largarse de allí.
Pero no lo hizo. Sus ojos escrutaron la oscuridad y sus oídos se aguzaron. Miró a derecha e izquierda y no vio a nadie.
Hay momentos en que uno sabe que tiene que hacer algo, pero todas las opciones parecen más peligrosas que la anterior, y cada elección parece augurar algo malo. Pasara lo que pasase, Scott sabía que de algún modo la vida de Ashley podía depender de lo que él hiciera en los siguientes segundos.
Tal vez las vidas de todos ellos.
Y a pesar del pánico que crecía en su interior, tomó aliento y, tratando de desechar cualquier pensamiento, consideración, posibilidad u opción, echó a correr hacia la casa.
Hope quiso gritar, pero apenas logró emitir un gemido débil y entrecortado.
El segundo disparo había alcanzado a O'Connell directamente bajo la barbilla, se había abierto paso a través de la boca, rompiendo dientes y destrozando lengua y encías, y finalmente se había alojado en su cerebro, matándolo de manera casi instantánea. El impulso del disparo lo empujó hacia atrás, casi quitándoselo de encima, pero luego volvió a caer sobre ella, de modo que quedó bajo su cuerpo, casi asfixiada por su peso.
O'Connell todavía aferraba el cuchillo, pero la fuerza que lo impulsaba había desaparecido. Hope casi perdió el conocimiento, cegada por un súbito arrebato de dolor que envió rayos de fuego por todo su costado, hasta sus pulmones y su corazón, y rayos de negra agonía a su cabeza. Se sintió bruscamente exhausta, y una parte de ella pareció querer abandonarse, cerrar los ojos y dormirse allí mismo. Pero la fuerza de voluntad le dio fuerzas para intentar quitarse de encima el cadáver. Probó una vez y otra, hasta que el cuerpo pareció retroceder unos centímetros. Empujo por enésima vez. Era como intentar mover un peñasco.
Oyó abrirse la puerta, pero no pudo ver quién era. Luchó contra el desvanecimiento, jadeando en busca de aire.
– ¡Dios mío!
La voz le sonó familiar y Hope gimió.
De repente, como por arte de magia, el peso del cadáver desapareció y Hope pudo respirar. En ese momento, el cadáver cayó sobre el suelo de linóleo junto a ella.
– ¡Hope! ¡Hope!
Ella oyó que susurraban su nombre y se volvió hacia el sonido. A pesar del dolor, consiguió esbozar una sonrisa.
– Hola, Scott -dijo-. He tenido algunos problemas.
– Tenemos que sacarte de aquí.
Ella asintió y se esforzó por sentarse en el suelo. El cuchillo todavía sobresalía en su costado. Scott intentó cogerlo, pero ella negó con la cabeza.
– No lo toques -advirtió.
– Vale, tranquila.
La ayudó a incorporarse y Hope logró ponerse en pie. Por un momento su mareo aumentó, pero logró recuperarse. Apretando los dientes y apoyándose en Scott, pasó por encima del cadáver del padre de O'Connell.
– Necesito aire -dijo. Pasó un brazo por su hombro y él la guió hasta la puerta-. La pistola… -susurró-. La pistola, no podemos dejarla aquí.
Scott miró alrededor y vio el arma en el suelo. La recogió y la metió en la mochila de Hope, que se echó al hombro.
– Salgamos -dijo.
Salieron fuera y Scott la ayudó a apoyarse contra la pared.
– Tengo que pensar -dijo él.
Ella asintió, respirando el aire fresco. Eso la ayudó a despejar la cabeza de la bruma que la envolvía. Se enderezó un poco.
– Puedo moverme -dijo.
Scott estaba dividido entre el pánico y la determinación. Sabía que tenía que pensar con claridad y eficacia. Le quitó el pasamontañas y de pronto vio por qué Sally se había enamorado de ella. Era como si el dolor de lo que había hecho se hubiera marcado en su cara con las más valientes pinceladas. En ese instante pensó que Hope se había sacrificado tanto por Ashley como por Sally y él.
– Debo de haber sangrado en el suelo… -dijo ella-. Si la policía…
Scott asintió y reflexionó un momento.
– Espera aquí. ¿Podrás hacerlo?
– Estoy bien -mintió ella-. Estoy lastimada, no lesionada -dijo, usando un viejo tópico de los deportistas. Si sólo estás lastimada, puedes seguir jugando. Si estás lesionada, no.
– Ahora mismo vuelvo -dijo Scott.
Rodeó la esquina de la casa y se agachó para observar el caos de piezas de motor, herramientas, latas de pintura oxidadas y trozos de tejado. Sabía que allí estaba lo que necesitaba, pero dudaba de localizarlo en la penumbra.
Rogó que la suerte acudiera en su ayuda. Y de pronto vio lo que necesitaba: un bidón de plástico rojo. «Por favor -suplicó mentalmente-. No estés vacío.»
Cogió el bidón, lo sacudió y notó que un tercio estaba lleno de líquido. Abrió la tapa y aspiró el inconfundible olor de la gasolina rancia.
Volvió sobre sus pasos con sigilo y entró en la casa.
Sintió unas súbitas náuseas, pero las contuvo. Antes había estado completamente concentrado en Hope y en sacarla de allí, pero esta vez estaba solo con el cadáver y, por primera vez, vio el ensangrentado rostro hecho un abominable amasijo. Boqueó y se ordenó conservar el temple, en vano. El corazón se le desbocó, y todo a su alrededor cobró una súbita intensidad. El desorden provocado por la lucha parecía brillar como pintado con colores vibrantes. Pensó que la muerte violenta lo volvía todo más brillante, no más oscuro.
Se tambaleó un poco y miró hacia donde Hope había estado atrapada bajo el cuerpo de O'Connell, en busca de rastros de sangre, y vio gotas rojas por el suelo. Derramó gasolina sobre ese sitio y luego roció la camisa y los pantalones del muerto. Miró alrededor y vio una pequeña toalla. La frotó en la mezcla de sangre y gasolina del pecho del cadáver y se la guardó en el bolsillo.
Lo asaltó otra oleada de náuseas, pero se sobrepuso: cada segundo que siguiera allí aumentaba la probabilidad de dejar alguna pista delatora. Fue dejando charcos de gasolina por el suelo hasta la cocina. Había cerillas en la encimera.
Encendió la cajetilla entera, y la lanzó hacia el pecho del padre de O'Connell.
La gasolina estalló en llamas. Durante un segundo observó el fuego expandirse, y a continuación se dio la vuelta y regresó a la noche.
Encontró a Hope en el mismo sitio. Con la mano enguantada sujetaba el mango del cuchillo, que aún asomaba de su costado.
– ¿Puedes moverte? -le preguntó.
– Creo que sí… -respondió ella.
Al amparo de las sombras, avanzaron lentamente hasta la calle. Scott la rodeaba con un brazo para que se apoyase en él, y prosiguieron por la oscuridad. Ella lo guió hacia su coche. Ninguno de los dos miró hacia atrás. Scott rogó que el incendio tardara en propagarse y pasaran varios minutos antes de que algún vecino reparase en las llamas.