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Contempló el resto de la habitación. Fotografías de Ashley y sus amistades pegadas en una pared; baratijas; notas escritas a mano con la letra florida y ampulosa de las adolescentes. Pósters de atletas y poetas, y el poema enmarcado de William Butler Yeats que terminaba con «Anhelo ese beso tuyo que he de poseer, y que echaré de menos cuando crezcas»; él se lo había regalado por su quinto cumpleaños, y a menudo se lo susurraba mientras ella se dormía. También había fotografías de sus diversos equipos de fútbol y softball, y una foto enmarcada del baile de graduación, tomada en ese momento exacto de perfección adolescente, cuando su vestido silueteaba cada curva recién hallada, el cabello le caía perfectamente sobre los hombros desnudos y su piel resplandecía. Scott reparó en que estaba contemplando una colección de recuerdos: la infancia documentada de manera típica, probablemente no muy distinta de la habitación de cualquier otra joven, pero única a su modo. Una arqueología del crecimiento.

Había una foto de los tres, tomada cuando Ashley tenía seis años, quizás un mes antes de que Sally lo abandonara. Estaban de vacaciones familiares en la costa, y le parecía que las sonrisas que todos esbozaban tenían cierto matiz de fatalidad, pues apenas enmascaraban la tensión que había dominado sus vidas. Ashley había construido un castillo de arena con su madre aquel día, pero la marea y las olas lastraron sus esfuerzos, derribando cada estructura, aunque no cejaban en cavar fosos y levantar murallas de arena.

Escrutó las paredes y la mesa, sin ver ningún rastro de algo fuera de lo normal. Esto lo preocupó aún más.

Scott echó otro vistazo a la carta. «Nadie puede amarte como yo lo hago.» Sacudió la cabeza. Eso no era cierto, pensó. Todo el mundo amaba a Ashley.

Lo que le asustaba era que el remitente pudiera tomarse en serio aquel sentimiento exagerado. Por un instante, trató de convencerse de que estaba siendo demasiado protector. Ashley ya no era una adolescente, ni siquiera una estudiante universitaria. Estaba a punto de iniciar un curso para posgraduados de Historia del Arte en Boston, y tenía su propia vida.

No traía firma. Eso significaba que ella conocía al remitente. El anonimato era una firma tan clara como cualquier nombre escrito.

Junto a la cama había un teléfono rosa. Lo cogió y marcó el número del móvil de Ashley.

Ella respondió al segundo tono.

– ¡Hola, papá! ¿Qué tal? -Su voz irradiaba juventud, entusiasmo y confianza.

Él suspiró lentamente, aliviado.

– ¿Cómo estás? -repuso-. Sólo quería oír tu voz.

Una vacilación momentánea.

A Scott no le gustó.

– Sin novedad. La facultad está bien y el trabajo, bueno, es trabajo. Pero eso ya lo sabes. La verdad es que nada ha cambiado desde que estuve en casa la última vez.

Él tomó aire.

– Apenas te vi. Y no tuvimos muchas ocasiones de hablar. Sólo quería asegurarme de que todo va bien. ¿Ningún problema con tus profesores? ¿Has oído algo del curso en que te has matriculado?

Otra pausa.

– No. Aún no.

Él se aclaró la garganta.

– ¿Y los chicos? Los hombres, quiero decir. ¿Algo que yo debiera saber?

Ella no contestó.

– ¿Ashley?

– No -dijo rápidamente-. Nada, de verdad. Nada especial. Nada que no pueda manejar.

Scott esperó, pero ella no dijo más.

– ¿Hay algo que quieras contarme?

– No, de verdad que no. Papá, ¿a qué viene este tercer grado? -preguntó con tono de broma forzado.

– Sólo intento no perderte de vista. Tu vida pasa de largo, y a veces necesito seguirte los pasos.

Ella rió, también de manera algo forzada.

– Bueno, ese viejo coche tuyo es bastante rápido.

– ¿Algo de lo que tengamos que hablar? -insistió él, aunque sabía que ella advertiría la insistencia.

– Ya te he dicho que no. ¿Por qué lo preguntas? ¿Todo bien por tu parte?

– Sí, sí, estoy bien.

– ¿Y mamá? ¿Y Hope? Están bien, ¿no?

Scott contuvo la respiración. La familiaridad con que ella mencionaba el nombre de la compañera de su madre siempre lo aturullaba, aunque no debería sorprenderse después de tantos años.

– Las dos están bien, supongo.

– Entonces, ¿te preocupa otra cosa?

Él miró la carta.

– No, en absoluto. Nada concreto. Sólo que los padres siempre nos preocupamos por nada. Solemos imaginar lo peor. Cosas ominosas, desesperación y dificultades acechando en cada esquina. Es lo que nos convierte en las personas terriblemente aburridas y pesadas que somos.

La oyó reír, cosa que lo alivió un poco.

– Mira, tengo que ir al museo y voy a llegar tarde. Ya hablaremos, ¿vale?

– Claro. Te quiero.

– Yo también, papá. Adiós.

Scott colgó y pensó que a veces lo que no oyes es tan importante como lo que oyes. Y en esta ocasión no había oído un montón de problemas.

Hope Frazier observó a la centrocampista del equipo contrario. La joven tenía tendencia a avanzar demasiado, dejando sola a la defensora que tenía detrás. La jugadora de Hope, marcándola de cerca, no acababa de ver que en ese momento podía lanzar un contraataque. Hope se paseó por la banda, pensó en hacer un cambio, pero luego se arrepintió. Sacó una libretita del bolsillo trasero e hizo una rápida anotación. «Lo mencionaré en el entrenamiento», pensó. Tras ella, oyó un murmullo entre las chicas del banquillo; estaban acostumbradas a verla emplear la libreta. A veces esto suponía alabanzas, pero otras se convertía en dar varias vueltas alrededor del campo después del entrenamiento del día siguiente. Hope se volvió hacia las muchachas.

– ¿Alguien ve lo que yo veo?

Hubo un momento de vacilación. «Estudiantes -pensó-. En un instante, son todo bravatas. Al siguiente, todo timidez.» Una chica alzó la mano.

– Muy bien, Molly. ¿Qué?

Molly se levantó y señaló a la centrocampista rival.

– Nos está causando problemas por la derecha, pero podemos aprovechar su adelantamiento…

Hope dio una palmada.

– ¡En efecto! -dijo. Vio sonreír a las otras chicas. Mañana no habría vueltas extra-. Muy bien, Molly, empieza a calentar. Sustituirás a Sarah en el centro. Controla el balón y contraataca desde ahí.

Hope fue a sentarse en el sitio dejado por Molly en el banquillo.

– Mirad el terreno de juego, chicas -dijo-. Vedlo en su conjunto. El juego no es siempre la pelota que tenéis a los pies: trata del espacio, el tiempo, la paciencia y la pasión. Es como el ajedrez. Hay que convertir las desventajas en…

Alzó la cabeza al oír una exclamación del público. Se había producido un encontronazo en la otra banda, y varios espectadores exigían al árbitro que sacara una tarjeta amarilla. Un padre airado corría por la banda y agitaba los brazos. Hope se levantó y se acercó a la banda, intentando ver qué había pasado.

– Entrenadora…

Se volvió y vio que el juez de línea la llamaba.

– Creo que la necesitan.

El entrenador del equipo contrario había echado a correr, así que rápidamente cogió una botella de Gatorade y el maletín de primeros auxilios. Mientras iba hacia allí, pasó junto a Molly.

– Molly, me lo he perdido. ¿Qué ha pasado?

– Han chocado con la cabeza, entrenadora. Creo que Vicki se ha quedado grogui, pero la otra chica se ha llevado la peor parte.

Cuando llegó al lugar, su jugadora se estaba incorporando ya, pero la del equipo contrario estaba tendida en el suelo. Hope oyó unos sollozos entrecortados. Se dirigió a su jugadora.

– ¿Estás bien, Vicki?

La chica asintió con expresión de miedo. Todavía jadeaba en busca de aire.

– ¿Te duele algo en particular?

Vicki negó con la cabeza. Algunas jugadoras se habían acercado, pero Hope las hizo retroceder.

– ¿Crees que podrás ponerte en pie?

Vicki asintió de nuevo, y Hope la cogió por el brazo y la ayudó a levantarse.

– Vamos a sentarnos un momento en el banquillo -dijo. Vicki empezó a negar con la cabeza, pero Hope la llevó del brazo.