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El convoy frenó rechinando agudamente, y Will subió junto con docenas de personas más. Las luces del tren le daban a todo el mundo un aspecto onírico y enfermizo. Especuló sobre los otros pasajeros, todos enfrascados en un periódico, o un libro, o con la mirada perdida. Echó atrás la cabeza y cerró los ojos un momento, dejando que la velocidad y el traqueteo del tren lo mecieran como a un niño en brazos de su madre. La llamaría mañana, decidió. Le pediría salir y trataría de entretenerla un rato al teléfono. Repasó temas de conversación y trató de encontrar alguno original. Se preguntó adónde iba a llevarla. ¿A cenar y al cine? Predecible. Ashley era el tipo de mujer que quiere ver algo especial. ¿Una obra de teatro, tal vez? ¿Un club de comedia? Seguido de una cena tardía en un sitio algo mejor que el habitual garito donde tomar hamburguesas y cerveza. Pero no demasiado esnob, pensó. Y tranquilo. Bien, risas y luego algo romántico. Tal vez no era el mejor de los planes, pero resultaba estimulante.

En su parada, bajó al andén, moviéndose con rapidez pero un poco errante mientras salía a la calle. La luz de Porter Square acuchillaba la oscuridad, dando una sensación de actividad donde había poca. Se encogió para protegerse de una ráfaga glacial y salió de la plaza por una calle lateral. Su apartamento quedaba a cuatro manzanas de distancia. Mientras andaba, trató de decidir el restaurante adecuado adonde llevarla.

Aminoró el paso al oír ladrar un perro con súbita alarma. En la distancia, la sirena de una ambulancia rompía la noche. Algunos apartamentos de la manzana tenían las ventanas iluminadas por el resplandor de los televisores, pero la mayoría estaba a oscuras.

A su derecha, en un callejón entre dos edificios, le pareció oír un roce y se volvió. De repente vio una figura negra abalanzarse hacia él. Sorprendido, retrocedió un paso y alzó el brazo para protegerse. Alcanzó a pensar que debía gritar pidiendo ayuda, pero las cosas sucedieron muy rápido. Sólo tuvo un instante de lucidez y miedo, porque intuyó que algo se le venía encima inexorablemente. Era una tubería de plomo que, cortando el aire con un siseo de espada, cayó de lleno sobre su frente.

Tardé casi siete horas de un día largo y agotador en encontrar el nombre de Will Goodwin en el Boston Globe. Venía en una reseña titulada «La policía busca al asaltante de un posgraduado», en la sección local, casi al pie de la página. Sólo ocupaba cuatro párrafos, e incluía escasa información sobre lo sucedido, sólo que las heridas sufridas por el estudiante de veinticuatro años eran graves y se hallaba en estado crítico en el Hospital General de Massachusetts. Reseñaba que un peatón lo había encontrado por la mañana, tirado y ensangrentado detrás de los contenedores de basura de un callejón. La policía pedía ayuda a toda persona del barrio de Somerville que pudiera haber visto u oído algo sospechoso.

Eso era todo.

Ningún otro artículo al día siguiente, ni en semanas posteriores. Sólo otro episodio de violencia urbana, adecuadamente anotado y registrado y luego ignorado, engullido por la constante aparición de nuevas noticias.

Tardé dos días al teléfono en encontrar la dirección de Will. El registro de la Universidad de Boston dijo que nunca había terminado el programa en que estaba matriculado y dio una dirección en el barrio de Concord. El número de teléfono no estaba incluido.

Concord es un lugar bonito de las afueras, lleno de casas que rezuman historia. Tiene un parque central con una biblioteca pública impresionante, y un centro coqueto lleno de tiendas de moda. Cuando yo era más joven, llevaba a mis hijos a pasear por los escenarios de batallas cercanos y recitaba el famoso poema de Longfellow. Por desgracia, la ciudad ha dejado, como tantas otras partes de Massachusetts, que la historia sea menos importante que el desarrollo urbanístico. Pero la casa del joven que yo había llegado a conocer como Will Goodwin era un edificio de arquitectura colonial, menos ostentoso que las casas más nuevas, apartado unos cincuenta metros tras un camino de grava. En la parte delantera, alguien se dedicaba a plantar flores en el jardín. Vi una placa pequeña, fechada en 1789, en la impoluta pared blanca. Había una puerta lateral con una rampa de madera para sillas de ruedas. Me acerqué y pude oler los hibiscos. Llamé torpemente.

Una mujer delgada y canosa abrió la puerta.

– Sí, ¿en qué puedo ayudarle? -preguntó.

Me presenté y pedí disculpas por aparecer sin anunciarme previamente, ya que el número no aparecía en la guía. Le dije que era escritor y estaba investigando algunos crímenes cometidos hacía unos años en las zonas de Cambridge, Newton y Somerville, y pregunté si podría hablar un momento con Will.

Ella se sorprendió, pero no me cerró la puerta en la cara.

– No creo que sea posible -dijo amablemente.

– Lamento molestarlos, pero sólo serán unas pocas preguntas.

Ella negó con la cabeza.

– Él no… -empezó, pero se detuvo y me miró. Pude ver que su labio inferior empezaba a temblar, y un atisbo de lágrimas asomó a sus ojos-. Ha sido… -Entonces una voz desde atrás la interrumpió.

– ¿Mamá? ¿Quién es?

La mujer vaciló, como si no supiera qué decir. Detrás de ella, un joven en una silla de ruedas salió de una habitación lateral. Tenía un aspecto pálido y abotargado, y su cabello castaño era una masa descuidada que le caía hasta los hombros. Tenía una cicatriz rojiza en forma de Z en un lado de la frente; le llegaba casi hasta la ceja. Sus brazos parecían musculosos, pero su pecho estaba hundido, casi consumido. Sus manos grandes y elegantes permitían percibir reminiscencias de quien había sido una vez. Avanzó con la silla de ruedas.

La madre me miró.

– Ha sido muy duro -dijo en voz baja, con repentina intimidad.

La silla chirrió al detenerse.

– Hola -saludó con gesto amable.

Le dije mi nombre y expliqué concisamente que estaba investigando el crimen que lo había dejado lisiado.

– ¿Mi crimen? -repuso él, y añadió-: Nada del otro mundo. Un asalto corriente. De todos modos, no puedo contarle gran cosa. Pasé dos meses en coma. Y luego esto… -Señaló la silla de ruedas.

– ¿Hizo la policía alguna detención?

– No. Cuando desperté, me temo que no fui de mucha ayuda. No recuerdo nada de aquella noche. Absolutamente nada. Es como pulsar una tecla de tu ordenador y ver cómo todas las palabras de un trabajo escrito desaparecen. Sabes que probablemente están en algún lugar del disco duro, pero no puedes encontrarlas. Las han borrado.

– ¿Regresabas a casa después de una cita?

– Sí. Nunca volvimos a contactar. No me extraña. Estaba hecho una piltrafa. Todavía lo estoy. -Soltó una risita y sonrió amargamente.

Asentí.

– La policía nunca encontró nada, ¿verdad?

– Bueno, un par de cosas curiosas.

– ¿Cuáles?

– Encontraron a unos chicos de Roxbury tratando de usar mi tarjeta Visa. Pensaron que eran mis agresores, pero resultó que no. Al parecer los chicos encontraron la tarjeta en un cubo de basura.

– De acuerdo, pero ¿por qué…?

– Pues porque al final encontraron mis demás documentos intactos en Dorchester… ya sabe, carnet de conducir, carnet del comedor de la facultad, seguridad social, seguro médico, todas esas cosas. A kilómetros de distancia del vertedero donde los chicos encontraron la tarjeta de crédito. Y las demás tarjetas fueron encontradas por todo Boston.

– ¿Qué estás haciendo ahora? -pregunté.

– ¿Ahora? -Will miró a su madre-. Ahora estoy esperando.

– Esperando qué.

– No lo sé. Sesiones de rehabilitación en el Centro de Traumatismos Craneales. El día que pueda levantarme de esta silla. No puedo hacer mucho más.

Me despedí, y su madre empezó a cerrar la puerta.

– ¡Eh! -dijo Will-. ¿Cree que encontrarán alguna vez al tipo que me hizo esto?

– No lo sé -respondí-. Pero si descubro algo, te lo haré saber.