Para sorpresa de Ashley, la única persona adulta con la que pudo hablar de manera civilizada durante ese período fue la compañera de su madre, Hope. Esto la sorprendió, porque en el fondo culpaba a Hope de la separación de sus padres y a menudo les comentaba a sus amigas que la odiaba por ello. Esta mentira la molestaba, en parte porque creía que se debía a que era lo que sus amigas querían oír. Después del grunge y la moda gótica, pasó por la fase del caqui y los cuadros, luego por los pantalones estrechos, y durante un par de semanas se hizo vegetariana y le dio por comer tofu y hamburguesas vegetales. Se metió en un grupo de teatro y representó a una pasable Marian, la bibliotecaria en The Music Man, escribió montones de apasionadas entradas en su diario, imitando a Emily Dickinson, Eleanor Roosevelt y Carrie Nation, con una pizca de Gloria Steinem y Mia Hamm. Había trabajado en la construcción de una casa para Hábitats para la Humanidad, y una vez acompañó al mayor camello del instituto en una aterradora visita a una ciudad cercana para recoger un cargamento de cocaína, hecho que quedó registrado en las cámaras de vigilancia de la policía y provocó una llamada de un detective a su madre. Sally Freeman-Richards se puso furiosa, la castigó durante semanas, le espetó que había tenido una suerte extraordinaria de que no la hubieran arrestado, y que le costaría trabajo recuperar su confianza. Por separado, Hope y su padre llegaron a conclusiones más benignas, y hablaron de rebeldía adolescente y conceptos similares, y él recordó algunas tonterías que había hecho en sus tiempos, cosa que a ella la hizo reír, pero sobre todo la tranquilizó. Ashley no creía que tuviera una predisposición inconsciente a hacer cosas peligrosas en su vida, pero de vez en cuando le gustaba correr un poco de riesgo, y agradecía la suerte de haber evitado las consecuencias hasta el momento. A menudo pensaba que era como la arcilla de un alfarero, girando constantemente, tomando forma, esperando el calor del horno que la terminara de cocer.
Se sentía a la deriva. No le gustaba demasiado su trabajo a tiempo parcial en el museo, ayudando a confeccionar catálogos de exposiciones. Tenía que aislarse en una sala al fondo, delante de un ordenador. No las tenía todas consigo en Historia del Arte, y a veces pensaba que se dedicaba a esa actividad sólo porque era diestra con la pluma y el pincel. Esto la preocupaba, porque, como muchos jóvenes, creía que sólo debería hacer aquello que la apasionaba, pero aún no tenía claro qué era.
Salieron del bar, y Ashley se arrebujó en su abrigo para protegerse del frío nocturno. Se dijo que debería prestar un poco de atención a Will. Era guapo, atento, y quizás hasta tuviera sentido del humor. Tenía una peculiar manera de caminar a su lado que la desarmaba y, probablemente, en conjunto, era alguien interesante. Advirtió que llevaban caminando casi dos manzanas y sólo faltaban cincuenta metros para llegar a la puerta de su apartamento, y él aún no le había formulado la pregunta.
Decidió poner en práctica un jueguecito. Si él le preguntaba algo interesante, le concedería una segunda cita. Si le preguntaba la previsible «¿Puedo subir a tu casa?», entonces no volvería a verlo.
– ¿Tú qué opinas? -dijo él de repente-. Cuando los tipos de un bar discuten de béisbol, ¿lo hacen porque les gusta el juego o porque les gusta discutir? Quiero decir que en el fondo no hay verdades inapelables en sus comentarios, sólo se trata de lealtad al equipo. Y la lealtad ciega no se presta realmente al debate, ¿no?
Ashley sonrió. Allí estaba su segunda cita.
– Por cierto -añadió él-, el amor a los Red Sox es un buen punto para plantear en mi seminario avanzado de psicología patológica.
Ella se echó a reír. Decididamente, otra cita.
– Aquí, es mi casa -dijo-. Me lo he pasado muy bien esta noche.
Will la miró.
– ¿Tal vez podríamos repetir alguna tarde tranquila? -propuso-. Puede que sea más fácil conocernos si no tenemos que competir con voces a gritos y especulaciones descabelladas sobre las predilecciones de Derek Jeter por los látigos de cuero, los juguetes sexuales tamaño gigante y los usos que se puede dar a los diversos orificios del cuerpo…
– Me gustaría -respondió Ashley-. ¿Me llamarás?
– Hecho.
Ella dio un paso hacia el primer escalón de su edificio y advirtió que aún iban cogidos de la mano. Se volvió y le dio un beso. Un beso parcialmente casto, con sólo una leve sensación de lengua entre los labios. Un beso de promesa para los días venideros, aunque no una invitación para esa noche. Él pareció comprenderlo, cosa que la animó, pues retrocedió medio paso, hizo una elaborada reverencia y, como un cortesano dieciochesco, le besó el dorso de la mano.
– Buenas noches -dijo ella-. De verdad que me lo he pasado muy bien.
Ashley subió los escalones. Entre las dos puertas de cristal, miró hacia atrás. Un pequeño cono de luz se proyectaba desde el foco de la puerta exterior, y Will estaba al otro lado del débil círculo amarillo, que se disolvía rápidamente en la oscura noche de Nueva Inglaterra. Una sombra arrugó su rostro, como una flecha de oscuridad que lo cruzara. Pero ella no lo advirtió y le dirigió un breve saludo. Luego se encaminó hacia su apartamento sintiendo una alegría natural, contenta por no haber pensado en un rollo de una noche, costumbre más que habitual en los círculos universitarios que estaba a punto de abandonar. Sacudió la cabeza. La última vez que había cedido a esa tentación había sido horrible. La había recordado antes, cuando su padre la llamó de improviso. Pero, con la misma rapidez, mientras buscaba la llave de la puerta, desechó todos los pensamientos acerca de noches pasadas, y dejó que el modesto brillo de esa noche la embargara.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría Will primera cita en llamarla y convertirse en Will segunda cita.
Will Goodwin esperó un instante en la oscuridad después de que Ashley desapareciera tras la segunda puerta. Sintió un arrebato de entusiasmo, una punzada de emoción por aquel día y por los venideros.
Se sentía un poco abrumado. La novia de un amigo, la que le había pasado el teléfono de Ashley, le había informado de que era bonita, inteligente y un poco enigmática, pero ella había superado sus expectativas en todos los aspectos. Y además, él había conseguido escapar de la etiqueta de tío aburrido, o al menos se lo parecía.
Encogido contra la fría brisa, se metió las manos en la cazadora y echó a andar. El aire tenía una cualidad antigua, como si cada escalofrío que provocaba transmitiera exactamente lo mismo, con el mismo frío de octubre, que había transmitido a las sucesivas generaciones que habían recorrido las calles de Boston. Las mejillas empezaban a ruborizársele por el frío, y se apresuró hacia la parada del metro. Cubrió rápidamente la distancia con sus largas zancadas. Ella también era alta, pensó. Casi metro setenta y cinco, supuso, con una figura de modelo que ni siquiera los vaqueros y el jersey ancho de algodón habían logrado ocultar. Mientras esquivaba el tráfico al cruzar la calle con el semáforo en rojo, pensó cómo era que no tenía decenas de pretendientes. Probablemente se debía a alguna relación fallida u otra mala experiencia. Decidió no especular, sólo dar gracias a la buena estrella que lo había puesto en contacto con Ashley. En sus estudios todo trataba de probabilidad y predicción. No estaba seguro de que las estadísticas que registraban el trabajo clínico con las cobayas pudieran ser útiles para conocer a alguien como Ashley.
Sonrió para sí y bajó a saltos las escaleras del metro.
El metro de Boston, como el de muchas ciudades, provoca una extraña sensación, como de otra dimensión, cuando uno atraviesa los torniquetes y baja al mundo del tráfico subterráneo. Las luces se reflejan en muros de azulejos blancos, las sombras encuentran espacio entre columnas de acero. Hay un ruido constante de trenes que vienen y van. El mundo cotidiano es sustituido por una especie de universo desmembrado, donde el viento, la lluvia, la nieve e incluso la cálida luz del sol parecen pertenecer a otro lugar y otro tiempo.