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Se mordió el labio antes de contestar. «Sé prudente», se advirtió.

– Bueno, no creo que sea justo, pero, si piensas que es importante, bueno, me inclino ante tu conocimiento superior en estos asuntos.

Lo último pudo ser sincero o sarcástico. Sally no supo qué decidir. Se sentía un poco sorprendida por haberle pedido a Hope que se retirara cuando llegara su ex marido. «¿Qué me pasa?»

– No es… -empezó, pero la interrumpió el sonido del coche de Scott-. Han llegado.

– De acuerdo -dijo Hope, envarada-. Entonces me quedaré aquí.

Anónimo dio un salto al reconocer el sonido del Porsche. Las dos se dirigieron a la puerta, y el perro se abrió paso entre sus piernas justo cuando el coche enfilaba el camino de acceso. Ashley se apeó casi tan rápidamente como salió el perro, y se agachó para hacerle carantoñas y recibir sus lametones. Scott bajó sin saber muy bien qué iba a pasar. Medio saludó a Sally e hizo un gesto a Hope con la cabeza.

– Aquí la tenemos, sana y salva -dijo.

Sally cruzó el césped y abrazó a su hija.

– ¿No crees que deberías entrar, para ver si se nos ocurre algún plan? -le dijo a su ex.

Ashley miró a sus padres, esperando. Fue consciente en ese instante de las pocas veces que estaban tan cerca el uno del otro. Una distancia bien definida marcaba siempre sus encuentros.

– Es cosa de Ashley -dijo él-. Puede que no quiera abordar el tema ahora mismo. Tal vez necesite almorzar y un rato para despejarse.

Los dos miraron a Ashley, que asintió, aunque tuvo la sensación de que se comportaba como una cobarde.

– Muy bien -dijo Sally con su tono de abogada, siempre dispuesta a hacerse cargo-. Esta tarde, entonces. ¿A las cuatro o cuatro y media?

Scott asintió y señaló la casa.

– ¿Aquí?

– ¿Por qué no? -dijo Sally.

A Scott se le ocurrían una docena de motivos, pero se contuvo.

– Bien, a las cuatro y media, pues. Podemos tomar té. Eso sería muy civilizado.

Sally no respondió al sarcasmo. Se volvió hacia su hija.

– ¿Esto es todo lo que has traído? -dijo, señalando la maleta.

– Es todo.

Hope, que observaba y escuchaba a un lado, pensó que en realidad Ashley había traído mucho más. Pero no era tan obvio.

Ashley se abrió paso a saltitos por el borde del campo embarrado y ocupó un sitio desde donde podía ver a Hope dirigir a sus chicas. Anónimo estaba amarrado a un extremo del banquillo, pero al divisarla agitó la cola, antes de echarse. Al mirarlo, Ashley pensó en leones. A menudo dormían hasta veinte horas al día en un día africano. Anónimo parecía acercarse a ese baremo, aunque su actitud no era muy leonesca. A veces Ashley se preguntaba si alguna de ellas tres habría sobrevivido de no ser por él. Siempre le decepcionaba que su madre no reconociera la importancia de Anónimo. «Un perro de rescate -pensó-. Un perro oteador. Un perro guardián.» Anónimo había realizado metafóricamente cada una de esas funciones, y ahora era viejo y estaba casi retirado, pero seguía siendo como un hermano.

Dirigió sus ojos a las lejanas colinas. Los lugareños decían que las Holyoke eran montañas, pero exageraban. «Las Rocosas sí son montañas», pensó. Las colinas locales recibían una grandiosidad no merecida, aunque las buenas tardes de otoño compensaban su falta de altura con generosas vetas de rojo, marrón y magenta.

Se volvió para ver el partido. No le resultó difícil imaginarse unos cinco años atrás, cuando ella misma habría estado allí abajo vestida de blanco y azul, corriendo por la banda izquierda. Siempre había sido una buena jugadora, aunque no como Hope. Ésta jugaba con una especie de intrépido desparpajo, y Ashley se contenía.

Sintió una curiosa emoción cuando la chica que jugaba en su antiguo puesto marcó el gol de la victoria. Esperó a que terminaran los vítores y aplausos. Vio a Hope soltar a Anónimo y lanzar un balón al centro del campo. Sólo uno, advirtió, y no tan lejos como antes. Observó cómo el perro recogía el balón y lo llevaba de vuelta hacia Hope empujándolo con el hocico y las patas, rebosante de alegría canina.

Mientras Hope recogía el balón y lo guardaba en la bolsa de red, vio que Ashley estaba allí a su lado.

– Hola, killer. ¿Qué te ha parecido?

Oír el apodo que Hope le había puesto en su primer año de equipo la hizo sonreír. A Hope se le había ocurrido el nombre porque Ashley era demasiado reticente en el campo, demasiado tímida con las jugadoras mayores. Así que se la llevó aparte y le dijo que cuando jugaba tenía que dejar de ser la Ashley que se preocupaba por los sentimientos de las personas y transformarse en una killer, una exterminadora. Debía jugar duro, sin dar cuartel ni esperar recibirlo, y hacer lo que hiciera falta para, al final del partido, saber que se había dejado la piel. Las dos habían mantenido esta personalidad secundaria en secreto, sin mencionarla a Sally ni a Scott, ni a nadie. Ashley al principio lo consideró una tontería, pero al final acabó por apreciarlo.

– Se las ve bien. Fuertes.

– ¿No ha venido Sally?

Ashley negó con la cabeza.

– Es un equipo demasiado joven. Le falta experiencia -respondió Hope, sin ocultar su decepción por la ausencia de su compañera-. Pero si no nos dejamos intimidar, somos capaces de hacerlo bien.

Ashley asintió. Se preguntó si lo mismo podría decirse de su situación.

Scott estaba sentado en el centro del salón, algo incómodo, flanqueado por espacios vacíos. Las tres mujeres ocupaban sillas distintas, frente a él. La situación tenía una extraña formalidad, e imaginó que era como estar sentado ante un gran jurado.

– Bueno -dijo con buen ánimo-. Supongo que lo primero es qué sabemos de este tipo que está molestando a Ashley. Quiero decir, ¿qué clase de persona es? ¿De dónde procede? Lo básico…

Miró a Ashley, que parecía estar sentada en un borde afilado.

– Ya os he dicho lo que sé -dijo-, que no es gran cosa.

Esperó fríamente que uno de los otros tres añadiera algo como «bueno, supiste lo suficiente para dejarlo entrar en tu casa para un polvo rápido», pero nadie lo dijo.

– Me gustaría saber -añadió Scott- si ese O'Connell responderá a un toque de atención nuestro. Puede que sí y puede que no, pero una muestra de firmeza por nuestra parte tal vez…

– Ya lo he intentado -dijo Ashley.

– Sí, lo sé. Hiciste lo adecuado. Pero ahora sugiero un poco más de fuerza. ¿No creéis que el primer paso es no sobredimensionar el problema? Tal vez lo que haga falta sea una bravata. Ya sabéis, un papá enfurecido.

Sally asintió.

– Tal vez podamos influir en dos sentidos. Scott, tú puedes decirle que la deje en paz y al mismo tiempo endulzarlo ofreciéndole un poco de dinero. Algo sustancioso, cinco de los grandes o así. Eso será más que suficiente para alguien que trabaja en un taller de coches e intenta aprender informática.

– ¿Un soborno para que se aleje de Ashley? -replicó Scott-. ¿Funcionará?

– En muchas disputas familiares, divorcios y casos de custodia, mi experiencia indica que un acuerdo monetario llega muy lejos.

– Acepto tu palabra -dijo Scott. No la creía. También tenía sus dudas de que hablar con O'Connell fuera a servir de nada. Pero sabía que lo primero era intentar el camino más sencillo-. Pero supongo…

Sally alzó una mano.

– No nos adelantemos. Ese tipo se ha comportado de manera rara. Pero, tal como lo veo, aún no ha quebrantado ninguna ley. Quiero decir que más adelante podemos hablar de detectives privados, recurrir a la policía, conseguir una orden de alejamiento…

– Seguro que eso lo solucionará todo -ironizó Scott, pero Sally lo ignoró.

– O examinar otros medios legales. Incluso podríamos hacer que Ashley se marchara de Boston. Sería un contratiempo, sin duda, pero siempre es una posibilidad. Aunque creo que primero hemos de probar con lo más sencillo.