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– De acuerdo -cedió Sally, y se dirigió al teléfono.

Scott intentó llamar a Ashley al teléfono fijo, pero la línea comunicaba y por tercera vez esa tarde le saltó el contestador automático. Ya lo había intentado en el móvil, pero también le había contestado el buzón de voz. Se sintió más que frustrado. Se preguntó para qué sirven exactamente todas estas modernas formas de comunicación, si no se llega a ninguna parte con mayor eficacia. En el siglo XVIII, pensó, cuando alguien recibía una carta de un lugar lejano, significaba algo. Actualmente, al estar conectados de manera permanente, pensó, todo parecía mucho más lejos y carente de significado.

Antes de que su frustración aumentara, sonó el teléfono.

– ¿Ashley? -preguntó con precipitación.

– No, Scott, soy yo -dijo Sally.

– Sally… ¿Algo va mal?

Ella vaciló, creando el suficiente espacio oscuro para que su estómago se tensara.

– La última vez que hablamos -dijo ella con su tono de abogada ecuánime-, expresaste cierta preocupación por una carta recibida por Ashley. Pues bien, puede que tu reacción estuviera justificada.

Scott hizo una pausa para evitar gritarle a aquel tono razonable y profesional.

– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Ashley?

– Está bien. Pero puede que en efecto tenga un problema.

Michael O'Connell entró en una pequeña tienda de artículos de arte antes de volver a casa. Se estaba quedando sin carboncillos, y se guardó una caja en el bolsillo del chaquetón. Escogió una libreta de bocetos de tamaño medio y la llevó al mostrador. Una joven de aspecto aburrido que lucía piercings faciales y el pelo veteado de negro y rojo, leía tras la caja registradora una novela de vampiros de Anne Rice. Vestía una camiseta negra con la leyenda «Libertad para los tres de West Memphis» en grandes letras góticas. O'Connell se reprochó no haber arramblado con más artículos, dada la nula atención que la chica prestaba a las idas y venidas de los clientes. Anotó mentalmente regresar al cabo de unos días y tendió un par de dólares gastados por la libreta. A aquella dependienta nunca se le ocurriría examinar los bolsillos de alguien dispuesto a pagar por algo.

«Maniobras de diversión», pensó. Recordó cuando jugaba al fútbol americano en el instituto. Sus jugadas favoritas eran aquellas basadas en el engaño. Hacer que el rival creyera una cosa cuando en realidad estaba sucediendo otra. El pase de pantalla, el doble giro atrás. Era la clave de gran parte de su vida, y la aprovechaba a cada oportunidad. Hacer creer que sucedía una cosa, cuando en realidad estaba en juego otra muy distinta.

Era el juego lo que hacía que todo mereciera la pena.

La chica le entregó unas monedas de vuelta.

– ¿Quiénes son los tres de West Memphis? -preguntó él.

Ella lo miró como si el simple acto de comunicarse fuera doloroso. Suspiró.

– Tres chicos condenados por haber asesinado a otro chico, pero no lo hicieron. Los condenaron por su aspecto. A los meapilas de allí no les gustó la forma en que vestían y hablaban de cosas góticas y de Satanás. Ahora están condenados a muerte y eso es una gran injusticia. Ser diferente no te hace culpable.

Michael O'Connell asintió.

– Cierto -dijo-. Pero facilita que los polis te busquen. Cuando eres diferente, no puedes librarte de todo. Pero, si eres igual, puedes hacer lo que quieras.

Salió. Mientras caminaba por la calle, hizo una modesta reflexión basada en lo que acababa de oír. «Hay un pequeño margen en la sociedad -se dijo- donde uno puede moverse con relativa impunidad. Apártate de los grandes almacenes con guardias de seguridad. Evita robar en un Dairy Mart o un 7-Eleven, porque en esos sitios roban continuamente y puede que haya un poli vigilando con una escopeta del 12 detrás de un espejo falso. Haz siempre lo inesperado, ya que de ese modo mantienes a la gente confundida pero no alerta. Y nunca confíes en los demás.»

Para él todo eso era natural.

Recorrió la calle hasta su edificio y subió las escaleras. Como de costumbre, el pasillo estaba lleno de maullidos de gato. Como siempre, su vecina les había puesto cuencos con agua y comida. Varios mininos se apartaron de su camino. Eran los listos, pensó, porque reconocían una amenaza, aunque no supieran identificarla. Los otros permanecieron cerca. Abrió la puerta con sigilo y aguzó el oído para escuchar a alguien en los otros apartamentos, sobre todo a la vieja. Luego se arrodilló y extendió la mano, hasta que uno de los gatos menos recelosos se acercó lo suficiente para acariciarle la cabeza. Entonces, con un rápido y hábil movimiento lo agarró por el pescuezo y lo metió en su apartamento.

El gato se debatió un instante, pero O'Connell lo sostuvo con firmeza. Fue a la cocina y cogió una bolsa hermética grande. Éste se reuniría con los demás en el congelador. Cuando llegara a la media docena, se dijo, los arrojaría a algún vertedero lejano. Y luego empezaría otra vez. Dudaba que la vieja llevase la cuenta de sus bichos. Después de todo, él le había pedido amablemente un par de veces que limitara su número. No haber seguido su sugerencia, sobre todo cuando la había expresado con cortesía, era en realidad lo que estaba matando a los gatos. Él no era más que el agente de la muerte.

Scott escuchó hablar a su ex esposa, más furioso a cada segundo que pasaba.

No era que ella hubiera ignorado su corazonada, ni que él no hubiera tenido razón todo el tiempo. Era aquel tono calmado lo que lo enfurecía. Pero discutir con Sally no iba a mejorar las cosas.

– Bien -dijo-, yo creo, y Ashley también, que lo mejor sería que fueras a Boston y la trajeras a casa por el fin de semana, para que pueda calibrar qué clase de problemas puede causarle ese joven.

– De acuerdo. Iré mañana.

– Un poco de distancia suele dar perspectiva.

– Bien lo sabes tú -replicó Scott-. ¿Cuál es tu perspectiva?

Sally quiso responder con igual sarcasmo, pero se abstuvo.

– Bien, Scott, ¿tú recogerás a Ashley? Yo iría, pero…

– No; iré yo. Probablemente tendrás una vista en los tribunales o algo impostergable.

– La verdad es que sí.

– Durante el trayecto podré sondearla -dijo Scott-. Luego podremos trazar un plan o lo que sea. O al menos tomar alguna medida más efectiva que traerla a casa por el fin de semana. Tal vez sea necesario que yo tenga una charla con ese tipo.

– Antes de entrometernos deberíamos darle a Ashley una oportunidad de resolverlo sola. Es parte de la maduración de la persona, ya sabes…

– Ésa es la clase de enfoque razonable y sensato que odio con toda mi alma -replicó Scott.

Ella no respondió. No quería que la conversación siguiera deteriorándose. Desde luego Scott tenía motivos para estar enfadado. Pero ya debería saber cómo funcionaba su mente, la de ella, haciendo que cada palabra pareciera luz reflejada a través de un prisma donde un rayo concreto era importante. Esto la convertía en una abogada excelente y en ocasiones en una persona difícil.

– Tal vez debería ir esta noche -dijo Scott.

– No. Eso sugeriría una alarma desmedida. Actuemos con calma.

Hubo un breve silencio.

– Oye -preguntó Scott bruscamente-, ¿tienes alguna experiencia con esta clase de cosas? -Se refería a experiencia legal, pero ella lo interpretó de un modo distinto.

– Pues no. El único hombre que dijo que me amaría eternamente fuiste tú.

En el periódico local había aparecido un artículo que había sobrecogido a los habitantes del valle donde yo vivía. Un niño de trece años, dejado en custodia en el décimo de una serie de hogares adoptivos, había muerto en extrañas circunstancias. La policía y la oficina del fiscal de distrito local estaban investigando, igual que todos los periodistas de kilómetros a la redonda. El niño había muerto de un disparo de escopeta a bocajarro. Los padres adoptivos decían que el chico había encontrado la escopeta del padre, y estaba jugando con ella cuando se disparó accidentalmente. O tal vez no estaba jugando, sino que se suicidó. O tal vez los moratones recientes en brazos y torso revelados por la autopsia sugerían que le habían propinado una tremenda paliza, o lo habían sujetado mientras algo más terrible tenía lugar. O tal vez niño y adulto forcejearon por la escopeta, y ésta se disparó por accidente. O, aún peor, se trataba de un asesinato. Un asesinato provocado por la furia, por la frustración, por el deseo o simplemente por los malos naipes que la vida reparte a veces a aquellos peor preparados para ir de farol y no meterse en problemas.