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Me perdí una vez en ese mar de cemento y tuve que preguntar antes de encontrar la escalera correcta que desciende a un vestíbulo pelado y una cafetería. Vacilé un momento, y luego divisé al profesor Corcovan, que me saludaba desde un rincón tranquilo.

Las presentaciones fueron rápidas, un apretón de manos y unas frases sobre el excesivo calor.

– Bien -dijo el profesor, y dio un sorbo a su agua mineral-. ¿En qué puedo ayudarle exactamente?

– Michael O'Connell -respondí-. Asistió a dos cursos suyos de informática hace unos años. ¿Lo recuerda?

Corcoran asintió.

– Lo recuerdo, en efecto. Quiero decir que en realidad no debería, pero lo recuerdo, lo que ya significa algo en sí mismo.

– ¿A qué se refiere?

– Cientos de estudiantes han pasado por esos dos mismos cursos en los últimos años. Montones de exámenes, montones de trabajos finales, montones de rostros. Con el tiempo, todos acaban conformando un estudiante tipo que viste vaqueros, se pone al revés las gorras de béisbol y trabaja en dos sitios diferentes para costearse una segunda oportunidad en su educación.

– Entiendo. ¿Y O'Connell…?

– Bien, digamos que no me sorprende que aparezca alguien haciendo preguntas sobre él.

El profesor era un hombre delgado y menudo, de escaso pelo rubio. Usaba bifocales y llevaba bolígrafos y lápices en el bolsillo de la camisa, y portaba un raído maletín repleto.

– Aja -dije-. ¿Por qué no le sorprende?

– La verdad es que siempre pensé que algún día aparecería un detective preguntando por él. O el FBI o un ayudante del fiscal. ¿Sabe quiénes asisten a las clases que imparto? Estudiantes que creen que las cosas que aprendan mejorarán considerablemente su situación económica. El problema es: cuanto más aptos se vuelven los estudiantes, más claro les resulta cómo se puede usar mal la información.

– ¿Usar mal?

– Un eufemismo para suavizar la verdad -dijo-. Uno de los temas que estudiamos es el delito informático, pero aun así… Mire, la mayoría de los chicos que eligen, digamos, el «lado equivocado» -sonrió-, bueno, son lo que cabría esperar. Cretinos y perdedores. Normalmente sólo crean problemas pirateando videojuegos, archivos musicales o películas de Hollywood antes de que sean editadas en DVD, esa clase de cosas. Pero O'Connell era diferente.

– ¿En qué sentido?

– Era mucho más peligroso. Veía los ordenadores exactamente como lo que son: una herramienta. ¿Qué herramientas necesita un tipo malo? ¿Una navaja? ¿Una pistola? Depende del delito que tengas en mente, ¿no? Un ordenador puede ser tan eficaz como una nueve milímetros en las manos equivocadas, y las suyas, créame, eran las manos equivocadas.

– ¿Cuándo se dio cuenta?

– Desde el primer momento. No miraba el mundo a su alrededor de esa manera turbia y asombrada que tienen tantos estudiantes. Tenía, no sé, un aire resuelto. Era atractivo. Pero rezumaba una especie de peligrosidad. Como si sólo le importara lo que tenía en mente. Y cuando lo mirabas con atención, la expresión de sus ojos era verdaderamente inquietante. Una expresión que advertía: no te interpongas en mi camino.

»¿Sabe? Una vez me entregó un trabajo un par de días tarde, así que hice lo que hago siempre, y que anuncio el primer día de clase: le resté un punto por cada día de retraso. Él me dijo que era injusto. Como puede suponer, no era la primera vez que un estudiante venía a quejarse por una nota. Pero con O'Connell la conversación fue diferente, de algún modo. No estoy seguro de cómo lo logró, pero de pronto me encontré en la postura de justificarme, no al revés. Y cuanto más le explicaba que no era injusto, más entornaba él los ojos. Sabía mirarte de una manera que equivalía a un puñetazo. El impacto era el mismo: sabías que no querías estar en el otro extremo de esa mirada. Nunca amenazaba directamente, nunca decía ni hacía nada a las claras. Pero, cuando hablamos, comprendí exactamente lo que pretendía: me estaba haciendo una advertencia.

– Le impresionó.

– Me mantuvo despierto toda la noche, si vamos a eso. Mi esposa no cesaba de preguntarme qué me pasaba, y yo tuve que mentirle diciéndole que nada. Tenía la sensación de haber evitado por los pelos algo verdaderamente desagradable.

– ¿Llegó a hacerle algo?

– Bueno, un día me hizo saber, de pasada, que había averiguado dónde vivía.

– ¿Y?

– Y ahí fue donde terminó.

– ¿Cómo?

– Me humillé hasta lo indecible. Un completo fracaso por mi parte. Lo llamé después de clase, le dije que reconocía mi error, que él tenía razón en todo, y le puse un sobresaliente en el trabajo y otro en el semestre.

No dije nada.

– Bueno -añadió el profesor Corcoran mientras recogía sus cosas-. ¿A quién ha matado?

10 Un pobre comienzo

Hope estaba en la cocina peleándose con una receta nueva, mientras esperaba a Sally. Probó la salsa, que le quemó la lengua, y maldijo entre dientes. No sabía bien, pensó, y temió que le estropeara la cena. Por un instante, sintió una indefensión incongruente con un mero fracaso culinario, y los ojos se le humedecieron.

No sabía exactamente por qué Sally y ella estaban pasando por un período tan difícil.

Cuando lo analizaba a nivel superficial, no encontraba ningún motivo para sus largos silencios y sus momentos de incomodidad. No había ninguna causa real para sentir ansiedad, ni en el bufete de Sally ni en el colegio de Hope. De hecho, les iba bien económicamente, y tenían dinero para tomarse unas vacaciones en un lugar exótico, comprarse un coche nuevo o incluso reamueblar la cocina. Pero cada vez que uno de esos pequeños caprichos había aparecido en la conversación, lo descartaban. Empezaban a enumerar razones por las que no deberían hacer una cosa o la otra. Quien más obstáculos ponía para entorpecer cualquier plan era Sally, y esto preocupaba profundamente a Hope.

Parecía haber pasado mucho tiempo desde la última vez que habían compartido algo.

Incluso hacer el amor, que antes era algo tierno y placentero, se había torcido últimamente. Había adquirido una dinámica rutinaria, y las ocasiones de practicarlo se espaciaban cada vez más.

En cierto modo, se dijo, la falta de pasión sugería que tal vez Sally estaba buscando afecto en otra parte. La idea de que su compañera tuviera una aventura le resultaba, por un lado, totalmente ridícula, y por otro, completamente razonable. Apretó los labios y se dijo que fantasear sobre desastres emocionales era convocarlos, y entretenerse pensando en una sospecha u otra sólo era fuente de nerviosismo. Odiaba la inseguridad. No era propio de ella.

Miró el reloj de pared, y tuvo unas súbitas ganas de apagar la cocina, ponerse sus zapatillas de deporte y salir a correr. Todavía había algo de luz diurna, y pensó que, aunque estuviera agotada por la jornada en el colegio y por el entrenamiento de fútbol, tres o cuatro kilómetros a toda marcha la relajarían. Cuando era jugadora, al final del partido siempre tenía más energía que sus oponentes. Creía que guardaba relación con alguna capacidad emocional innata, algo que la impulsaba para que al final, cuando las demás se sentían exhaustas, ella contara aún con fuerzas. Una reserva que le permitía correr cuando las demás jadeaban, como si pudiera posponer el cansancio hasta después del partido.

Apagó la cocina y subió en tres zancadas al dormitorio. Sólo tardó unos segundos en ponerse unos pantalones cortos, una vieja sudadera roja del Manchester United y las zapatillas. Quería salir de casa antes de que volviera Sally, para no tener que dar explicaciones sobre por qué le apetecía correr, a una hora en que solía estar preparando la cena.

Anónimo estaba al pie de las escaleras, meneando la cola. Reconoció la ropa de correr pero sabía que ahora rara vez lo incluían. Hubo una época en que se habría colocado al instante a su lado, loco de contento, pero ahora se limitaba a escoltarla hasta la puerta y luego sentarse a esperar su regreso, lo cual, pensaba Hope, parecía la manera en que Anónimo interpretaba sus responsabilidades caninas.